Mensaje creció de manera exponencial en los meses siguientes. Sólo aceptaba dinero en efectivo y por anticipado, y el carácter un poco clandestino de mi negocio atraía a muchos seguidores. No puse ningún anuncio. Después de repartir los primeros cubos de lirios ensartados en una tarjeta, mi número de teléfono corrió más de lo que habría corrido si hubiera comprado un anuncio luminoso en la entrada de Bay Bridge. Natalia no volvió de su gira y yo ocupé su apartamento. El 1 de junio envié al propietario un sobre con billetes de cien dólares. Marlena seguía trabajando para mí; organizaba el calendario, contestaba a las llamadas, anotaba los pedidos y hacía las entregas. Yo supervisaba los arreglos florales y recibía a mis clientes en las sillas plegables de mercadillo en la oficina vacía, con las cajas de zapatos abiertas a la cruda luz de los fluorescentes.
Mis consultas prematrimoniales estaban tan solicitadas como mis ramos. Las parejas encaraban mis citas como si fueran visitas a una adivina o un sacerdote; me explicaban, a veces durante horas, las grandes esperanzas que habían depositado en su relación, así como los retos a que se enfrentaban. Yo anotaba lo que me decían en una hoja de papel de arroz transparente y, cuando terminaban de hablar, les entregaba la hoja, enrollada y atada con una cinta. Si bien las parejas utilizaban aquella hoja para escoger las flores y hacer sus votos matrimoniales, me atribuían a mí el mérito de haber pronosticado la vida que llevarían juntos. Bethany y Ray estaban felizmente casados. Muchas parejas me enviaban postales desde su luna de miel y describían su relación con palabras como «paz», «pasión», «realización» y diversas virtudes inspiradas en las flores.
El rápido crecimiento de Mensaje, combinado con la proliferación de floristas que ofrecían consultas sobre el lenguaje de las flores al torrente de novias cuyos pedidos Marlena y yo no podíamos atender, produjo un cambio sutil, pero perceptible, en la industria de las flores del Área de la Bahía. Marlena me informó que en el mercado de flores las peonías, las caléndulas y la lavanda permanecían en sus cubos de plástico mientras los tulipanes, lilas y pasionarias se agotaban antes de que hubiera salido el sol. Por primera vez en la historia del mercado, podías comprar junquillo mucho después de que hubiera terminado su temporada de floración natural. A finales de julio, las novias más atrevidas llevaban cuencos de cerámica llenos de fresas o aromáticos racimos de hinojo y nadie lo consideraba un disparate, sino que, más bien, las admiraban por su sencillez.
Comprendí que si seguía aquella trayectoria, Mensaje alteraría las dosis de ira, pena y desconfianza que amenazaban con dominar el mundo. Los granjeros arrancarían la dedalera de sus campos para plantar milenrama, cuyos racimos de flores rosas, amarillas y crema eran la cura para el corazón desconsolado. El precio de la salvia, la pasionaria y el alhelí no pararía de aumentar. Se plantarían ciruelos con el único objetivo de cosechar sus flores delicadas y arracimadas, y los girasoles pasarían definitivamente de moda y desaparecerían de los puestos de flores, de las tiendas de artesanía y de las cocinas de las casas de campo. Los cardos serían eliminados compulsivamente de los solares y los jardines silvestres.
En verano, por las tardes, mientras trabajaba en el vivero que había construido en el tejado con cañerías de PVC y hojas de plástico, cuidando cientos de pequeños tiestos de cerámica en unos estantes de alambre, intentaba hallar consuelo en aquella pequeña e intangible contribución a la humanidad. Me decía que alguien, en algún lugar, estaría menos enfadado o menos apenado gracias al éxito galopante de Mensaje. Las amistades serían más sólidas; los matrimonios, más duraderos. Pero no me lo creía. No podía enorgullecerme de una contribución abstracta al mundo cuando, en todas las relaciones humanas tangibles que había tenido, sólo había causado dolor: con Elizabeth, provocando un incendio y haciendo una acusación falsa; con Grant, abandonándolo, y abandonando a mi hija sin nombre y sin apoyo.
Nunca se me olvidaba que la había abandonado, ni por un momento. Habría podido instalarme en el dormitorio de Natalia, pero seguía durmiendo en la habitación azul, acurrucada, sola, en el sitio que habíamos ocupado las dos. Todas las mañanas, al despertar, calculaba su edad, en meses y días. Sentada frente a las parlanchinas novias, intentaba recordar cómo arqueaba las cejas, casi sin pelo, como si me formulara una pregunta, y cómo abría y cerraba la boca. Poco a poco, su ausencia en el apartamento se volvió casi física y perceptible, sacudía los plásticos del invernadero o se filtraba como la luz por la rendija de la puerta de la habitación azul. En el repiqueteo de la lluvia en el tejado plano me parecía oír las voraces succiones de mi hija. Cada veintinueve días, un rectángulo de luz de luna se desplazaba lentamente por el sofá donde habíamos pasado la última noche juntas y todos los meses yo esperaba que la luna me la devolviera. Pero la luna iluminaba mi soledad y yo, sentada a su débil resplandor, la recordaba como había sido e imaginaba cómo se habría vuelto. A kilómetros de distancia, notaba cómo mi hija cambiaba, cómo crecía y se desarrollaba sin mí, día a día. Me habría gustado estar con ella y ser testigo de esa transformación.
Sin embargo, por mucho que ansiara recuperarla, no podía volver con ella. El deseo de reunirme con mi hija me parecía egoísta. Dejarla con Grant había sido el mayor acto de amor que jamás había realizado y no me arrepentía. Sin mí, mi hija estaría a salvo. Grant la amaría como me había amado a mí, con una devoción incondicional, y le prodigaría tiernos cuidados. Eso era lo único que yo deseaba para ella.
Sólo me arrepentía de una cosa y no tenía nada que ver con mi hija. De toda una vida de pecados, crueles y casi siempre injustos, sólo me arrepentía del incendio. Una serie de frascos de vidrio, un puñado de cerillas y la falta de juicio habían creado un infierno que ardía mucho después de la extinción de la última llama. Estalló en la mentira que me había separado de Elizabeth, provocó peleas durante ocho años de ubicaciones en instituciones y ardió lentamente en mi desconfianza hacia Grant. Me había negado a creer que él me amaba o que continuaría amándome si se enteraba de la verdad.
Grant creía que su madre había provocado el incendio que nos había arruinado la vida a ambos y, aunque nunca hablara de ello, yo sabía que no la había perdonado. No obstante, ella era inocente. Yo era la culpable de que hubieran ardido las viñas, la culpable de que Elizabeth no se hubiera hecho cargo de Catherine, la culpable de que Grant se hubiera pasado un año solo, cuidando a su madre enferma. Yo no conocía los detalles del final de Catherine, pero se adivinaban en la delicadeza con que Grant me amaba y en su soledad. Él había necesitado a Elizabeth tanto como yo.
Ya era demasiado tarde. El viñedo había ardido. Grant se había pasado toda la vida solo, con excepción de los seis meses que había estado conmigo. Yo había perdido a la única mujer que había intentado hacerme de madre y ya era demasiado tarde para volver, demasiado tarde para rescatar mi infancia. Pero, aunque fuera demasiado tarde, aún me obsesionaba volver con Elizabeth. Quería, más que nada en el mundo, ser la hija de Elizabeth.
A mediados de agosto, agotada tras una temporada de trabajo de continuos compromisos y sin dejar de pensar en mi hija, en Elizabeth y en Grant, me refugié en la habitación azul. Por primera vez desde que dirigía mi propio negocio, eché los seis cerrojos y me puse a dormir, saltándome todos los compromisos anotados en la agenda. Marlena me cubría. El silbido del hervidor de agua se filtraba en mis sueños mientras ella preparaba el té para nuestros clientes, pero yo no salía de mi refugio. Los cerrojos me impedían coger el coche e ir al depósito de agua, subir al segundo piso y recuperar a mi niña. En mis fantasías, ella estaba tal como yo la había dejado, indefensa en su cesto, contemplando el techo. En la realidad, ya tendría seis meses y podría sentarse y coger cosas, y quizá hasta gatear por el suelo.
Pasé casi una semana encerrada en la habitación azul. Marlena no me molestaba, aunque todas las mañanas deslizaba una fotocopia por debajo de mi puerta. Era nuestro calendario de septiembre; las casillas iban llenándose a medida que pasaban los días. Yo creía que el negocio mermaría cuando empezara a refrescar, pero cada vez teníamos más compromisos y la ansiedad ante la acumulación del trabajo acabó por superar mi depresión. Cogí un plátano de un frutero que Marlena había llenado y bajé.
La muchacha estaba sentada a la mesa, mordisqueando el capuchón de un bolígrafo. Al verme, sonrió.
—Pensaba llamar a la Casa de la Alianza —declaró—, para contratar una ayudante.
Negué con la cabeza.
—Ya estoy aquí. ¿Qué tenemos?
Marlena revisó el calendario.
—Nada importante hasta el viernes. Pero, a partir de entonces, deberemos trabajar dieciséis días sin parar.
Emití un gruñido, pero en realidad sentí alivio. Las flores eran mi válvula de escape. Con flores en las manos, quizá pudiera sobrevivir a la caída. Y quizá, cuando pasaran los meses, todo resultaría más fácil. Ésa era la esperanza que abrigaba, aunque de momento no se había cumplido. De hecho, parecía estar sucediendo todo lo contrario: cada día me sentía más deprimida y las consecuencias de las decisiones que había tomado parecían menos soportables. Me giré hacia la escalera.
—¿Vuelves a tu cueva? —Marlena parecía desanimada.
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
Ella soltó un bufido.
—No lo sé. —Hizo una pausa y se dio la vuelta. Daba la impresión de que sí lo sabía, pero le costaba expresarlo—. Han puesto una sandwichería nueva al lado de Bloom —dijo por fin—. He pensado que podríamos ir a comprar algo de comida y dar un paseo en coche.
—¿Un paseo en coche?
—Sí, ya sabes. —Miró por la ventana hacia la calle—. A verla.
Marlena se refería a mi hija. Pero por un instante, antes de comprenderlo, creí que se refería a Elizabeth y me pareció que aquello era exactamente lo que necesitaba hacer. Sabía dónde vivía y sabía cómo llegar hasta allí. Quizá fuera demasiado tarde para ser su hija y vivir en su casa, pero no era demasiado tarde para disculparme por lo que había hecho.
Tardé en contestar; Marlena me miraba con optimismo.
Sacudí la cabeza. Le había pedido que no me hablara nunca de mi hija y hasta ese momento había cumplido su promesa.
—No, por favor —le pedí.
Agachó la cabeza y pegó la barbilla al pecho, y por un instante pareció que no tuviera cuello, como un recién nacido.
—Nos vemos el viernes —me despedí, y empecé a subir la escalera.
Pasé toda la noche imaginando que cogía el coche e iba a ver a Elizabeth. Visualizaba el camino largo y polvoriento hacia la casa, las gruesas uvas de finales de verano en las vides. La casa, blanca y desconchada, proyectaba una sombra rectangular al sol de la tarde y los escalones del porche crujían bajo mis pies. Elizabeth estaba sentada a la mesa de la cocina, con los brazos cruzados y los ojos fijos en la puerta, como esperándome.
Esa imagen se hizo añicos cuando caí en la cuenta de que todo aquello podía haber desaparecido. No sólo las hectáreas de viñas, sino también la mesa de la cocina, la puerta mosquitera, la casa entera. En todo el tiempo que había pasado con Grant, ni una sola vez le había preguntado qué daños había causado el incendio y nunca había seguido por la carretera más allá de la verja del vivero. No quería saberlo.
No podía ir. No soportaría verlo, ni siquiera para pedirle perdón a Elizabeth.
Pese a todo, ya no podía librarme de aquella idea. Si me disculpaba, quizá pudiera olvidar, por fin. Quizá dejara de tener pesadillas y pudiera llevar una vida tranquila, aunque solitaria, sabiendo que Elizabeth entendía mis remordimientos. Acurrucada en la habitación azul, pensé cómo podría hacerlo. Escribir una carta no sería muy difícil. Desde que por fin me aprendí la dirección, nunca la había olvidado. Sin embargo, no podía escribir mi remite en el sobre sin temor a que Elizabeth se presentara ante mi puerta, y sin remite Elizabeth no podría contestar mi carta. Aunque no creía que pudiera vivir mirando constantemente por la ventana, esperando ver su vieja ranchera gris aparcada en el bordillo, necesitaba conocer su respuesta. Me sentía capaz de enfrentarme a su ira y su desilusión plasmadas en un papel. Quizá hasta me procurara cierto alivio después de tantos años de culpabilidad.
Cuando salió el sol, supe qué tenía que hacer: escribiría esa carta y pondría la dirección de Bloom en el remite. Si Elizabeth me contestaba, Renata me traería su carta. Abrí un poco la puerta de la habitación azul y agucé el oído para saber si estaba Marlena. El apartamento se hallaba en silencio. Bajé y me senté a la mesita donde atendía a mis clientes y cogí una hoja de papel de arroz y un rotulador azul. Me temblaba la mano, suspendida sobre el papel en blanco.
Primero escribí la fecha en la esquina superior derecha, como me había enseñado Elizabeth. Sin parar de temblar, escribí su nombre. No recordaba si después debía poner una coma o un guion; tras una pausa, puse ambas cosas. Miré lo que había escrito. Los nervios me estropeaban la letra, que estaba muy lejos de la perfección que siempre me había exigido Elizabeth. Arrugué la hoja y la arrojé al suelo. Volví a empezar.
Una hora más tarde cogí la última hoja de papel. A mi alrededor, el suelo estaba lleno de bolas de papel arrugado. Aquélla tendría que ser la definitiva, pasara lo que pasara. Esa presión hizo que me temblara aún más la mano y que mi caligrafía pareciera la de una niña pequeña, insegura respecto a la forma de cada letra. Elizabeth se disgustaría. Sin embargo, continué, despacio, con esmero. Al final conseguí escribir una sola línea:
«Yo provoqué el incendio. Lo siento. Siempre lo he sentido».
Firmé con mi nombre. La carta era corta y me preocupaba que Elizabeth la encontrara grosera o falsa, pero no había nada más que decir. Doblé la hoja y la metí en un sobre, lo cerré, escribí la dirección y pegué el sello. En los sellos que había comprado la primavera pasada había un dibujo de un narciso —volver a empezar— amarillo y blanco sobre un fondo rojo, con letras doradas celebrando el Año Nuevo chino. Elizabeth se fijaría en ese detalle.
Fui con paso ligero hasta el final de la manzana, levanté la pesada solapa metálica del buzón e introduje la carta por la ranura antes de pensármelo mejor.