Pasé tres días en el hospital recuperándome de una mastitis. Los enfermeros de la ambulancia me encontraron con una fiebre de cuarenta grados que no remitió hasta transcurridas cuarenta y ocho horas, con antibióticos suministrados por vía intravenosa; mientras entraba y salía del sueño, oí comentar a los médicos que jamás habían visto nada igual. La mastitis, una infección frecuente en madres que amamantaban, era dolorosa pero localizada y fácil de tratar. En mi caso, la mastitis se había convertido en una inflamación de casi todo el cuerpo. Me ardían los pechos, pero también los brazos, el cuello y la cara interna de los muslos. Los médicos afirmaron que mi caso no tenía precedentes.
Cuando la fiebre remitió, el dolor por la ausencia de mi hija sustituyó a aquel ardor. La cara, el pecho y las extremidades me quemaban, pero de añoranza. Como me preocupaba que los médicos empezaran a indagar sobre una parturienta que había llegado al hospital sin su hijo y que no había recibido ninguna visita, me marché antes de que me dieran el alta. Me arranqué la vía intravenosa y me escabullí por una escalera de emergencia.
Cogí un taxi hasta el apartamento y llamé a un cerrajero para que cambiara los cerrojos. Si volvía Natalia, le haría una copia de la llave. Hasta entonces, no quería que Mami Ruby ni Renata, que últimamente entraban sin llamar, pasaran a ver a la niña. No tenía valor para confesar lo que había hecho.
Esa misma tarde vino Mami Ruby. Llamó con tanta insistencia que temí que rompiera el cristal de la puerta. Me asomé a la ventana de la habitación de Natalia; luego regresé a la cocina, descolgué el teléfono, me metí en la habitación azul y cerré la puerta. Por la noche vino Renata; golpeó la puerta aún más fuerte que su madre y lanzó un guijarro contra la ventana de arriba. No di señales de haber vuelto.
A la mañana siguiente me despertaron unos golpes diferentes, más débiles: Marlena. Ya era hora de volver al trabajo. Le contaría la verdad.
Bajé la escalera tambaleándome, deslumbrada por una luz intensa. Marlena irrumpió en la sala.
—¡Debe de estar enorme! —exclamó—. ¿Qué nombre le has puesto?
Corrió escaleras arriba y yo la seguí despacio. Cuando llegué al piso superior, Marlena giraba sobre sí misma en el salón, tratando de interpretar el vacío del apartamento. Me miró con gesto interrogante.
—No lo sé —contesté a su pregunta, aunque no la que todavía no había formulado—. Su nombre. No le he puesto nombre.
Marlena no dejaba de mirarme y sus ojos seguían encerrando la misma pregunta: «¿Dónde está?».
Rompí a llorar. Marlena se acercó y me puso una blanda mano en el hombro. Quería contárselo. Quería que supiera que la niña estaba bien y que la querrían, y que quizá fuera incluso feliz.
Tardé unos minutos en serenarme; entonces le conté la historia con sencillez, sin adornarla. La había dejado con su padre, él la criaría. Yo no podía ser la madre que quería ser. Aquella pérdida me había destrozado, pero había hecho lo mejor para mi hija.
—Por favor —le pedí cuando hube terminado—, no hablemos más de esto.
Fui a buscar una caja de pañuelos de papel y mi agenda. Hice una breve lista en una hoja de papel pautado, la doblé y se la entregué, junto con dinero suficiente para comprarlo todo.
—Nos vemos mañana —me despedí.
No esperé a que se marchara; me metí en la habitación azul y cerré la puerta.
La verdad, por fin pronunciada, me trajo el sueño.
Lo que me despertó por la mañana siguiente no fueron los golpecitos flojos de Marlena, sino los fuertes golpes de Renata. Me tapé la cabeza con una almohada, pero su voz me llegó a través de las plumas del relleno.
—¡No pienso moverme de aquí, Victoria! —me gritó desde abajo—. Acabo de ver a Marlena en el mercado de flores y sé que estás ahí. Si no me abres, me quedaré aquí sentada hasta que llegue Marlena y me abra.
Tenía que afrontarlo. Ya no podía evitarlo más tiempo. Bajé y abrí sólo una rendija de la puerta.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—La he visto —anunció Renata—. Esta mañana, en el mercado. Creía que te habías marchado con la niña sin decirnos a nadie adonde ibas, pero esta mañana la he visto. Él la llevaba en brazos.
Se me llenaron los ojos de lágrimas; me encogí de hombros, como preguntando a Renata qué quería de mí.
—¿Se lo contaste? —me preguntó—. ¿Le llevaste a la niña?
—No le conté nada. Y a ti tampoco quiero contarte nada. Nunca más. —Tragué saliva.
Renata suavizó el tono.
—Parecía contenta —dijo—. Y Grant parecía cansado. Pero…
—Por favor —le pedí, y cerré un poco la puerta—, no quiero saberlo. No puedo soportarlo.
Cerré la puerta y eché la llave. Nos quedamos a cada lado del cristal sin decir nada. La puerta no era lo bastante gruesa para impedir la conversación, pero no hablamos nada más. Renata me miró a los ojos y yo se lo permití. Confiaba en que viera mi añoranza, mi soledad y mi desesperación. Separarme de mi hija ya era bastante duro, y lo sería mucho más si Renata me lo recordaba continuamente. Tenía que entender que mi única posibilidad de sobrevivir a mi decisión era intentar olvidarlo todo.
Marlena llegó en mi coche, con el maletero abierto y lleno de flores. Empezó a descargarlas, pero de pronto se detuvo y nos miró.
—¿Va todo bien? —preguntó.
Renata me miró y yo desvié la mirada.
Renata no contestó. Echó a andar por la calle hacia Bloom, con los brazos a los costados, derrotada.