Iba en una ambulancia, sujeta a una camilla. No recordaba cómo había llegado hasta allí. Sólo llevaba puestas las bragas y alguien me había echado una bata de hospital sobre el pecho.
Elizabeth sollozaba a mi lado.
—¿Es usted su madre? —preguntó una voz.
Abrí un ojo y vi a un joven de uniforme azul sentado junto a mi cabeza. Las luces giratorias brillaban al otro lado de la ventana e iluminaban mi cara sudorosa.
—Sí —respondió Elizabeth sin parar de llorar—. Bueno, no. Todavía no.
—¿Está la niña bajo tutela judicial? —inquirió él.
Elizabeth asintió con la cabeza.
—Entonces tendrá que informar enseguida. Si no, deberé hacerlo yo —dijo el joven, contrito, y Elizabeth intensificó sus sollozos.
El joven le acercó un teléfono negro, conectado a la pared de la ambulancia por un cordón espiral, como el que Elizabeth tenía en la cocina. Volví a cerrar los ojos. Me pareció que el trayecto duraba toda la noche y Elizabeth no paraba de llorar.
Cuando la ambulancia se detuvo, unas manos me arroparon con la bata de hospital. Se abrieron las puertas. Entró una ráfaga de aire frío y, cuando abrí los ojos, vi a Meredith esperando. Iba en pijama con una gabardina encima.
Al pasar por su lado, Meredith se inclinó y estiró un brazo para apartar a Elizabeth de mí.
—Ya me encargo yo —dijo.
—No me toques —repuso Elizabeth—. No te atrevas a tocarme.
—Espera en el vestíbulo.
—No voy a dejarla sola —replicó Elizabeth.
—Esperarás en el vestíbulo o avisaré a seguridad para que te echen —zanjó Meredith.
Por encima de los dedos de mis pies, que se alejaban en la camilla, vi cómo Meredith dejaba a Elizabeth plantada en el vestíbulo. Entró conmigo en una habitación.
Una enfermera me examinó y fue anotando mis lesiones. Tenía quemaduras en el cuero cabelludo y otra alrededor de la cintura, donde la goma de las bragas se había derretido. Un brazo dislocado descansaba, inerte, pegado a mi costado, y las patadas de Elizabeth me habían dejado cardenales en el pecho y la espalda. Meredith anotó la información de la enfermera en una libreta.
Elizabeth me había hecho daño. No de la forma que creía Meredith, pero aun así, me había hecho daño. Aquellas marcas eran una prueba indiscutible. Las fotografiarían y las añadirían a mi historial. Nadie se creería la historia de Elizabeth: que había intentado salvarme evitando que corriera derecha hacia un incendio. Nadie se lo creería, aunque era la verdad.
De pronto, vi en las marcas de mi cuerpo una ruta de huida innegable, un camino para alejarme de los ojos llenos de dolor de Elizabeth; un camino para alejarme del sentimiento de culpa, del arrepentimiento y del viñedo abrasado. No podía enfrentarme al dolor que le había causado a Elizabeth, nunca podría. No se trataba sólo del fuego; se trataba de un año entero de transgresiones, muchas, algunas pequeñas y otras imperdonables. Hacerme de madre la había cambiado. Un año después de mi llegada a su casa, Elizabeth era otra mujer, ablandada de una forma que permitía el sufrimiento. Si yo continuaba en su vida, ella seguiría sufriendo.
Y no se lo merecía. No se merecía nada de aquello.
La enfermera salió al pasillo. Meredith cerró la puerta de la habitación y nos quedamos a solas.
—¿Te ha pegado? —me preguntó.
Me mordí tan fuerte el labio inferior que me lo corté. Cuando tragué saliva, tragué también sangre. Meredith me miraba fijamente. Inspiré hondo. Paseé la mirada por los agujeritos de las baldosas insonorizantes antes de bajar los párpados y contestar su pregunta de la única forma que podía, de la forma que esperaba Meredith:
—Sí.
Salió de la habitación.
Una palabra y todo había terminado. Quizá Elizabeth intentara visitarme, pero me negaría a verla. Meredith y las enfermeras, creyéndola peligrosa, me protegerían.
Esa noche soñé con el incendio por primera vez. Elizabeth se cernía sobre mí, gimiendo. Era un sonido casi inhumano. Intentaba ir hacia ella, pero tenía los dedos de los pies pegados al suelo, como si mi carne se hubiera derretido y adherido a la tierra. Entonces Elizabeth empezaba a gritar, pero el dolor me impedía entender lo que decía. Mi cuerpo quedaba calcinado antes de haber entendido que Elizabeth estaba declarándome su afecto y cariño una y otra vez. Era peor que los gemidos.
Me desperté ardiendo, empapada en sudor.