15

Cuando volví, encontré al bebé despierto en el moisés. Tenía los ojos muy abiertos y miraba el techo, y no lloró al verme. Fui a buscar el biberón a la cocina, vacié la leche en el fregadero y preparé un biberón nuevo. Volví junto a la niña y le acerqué la tetina a los labios. Ella abrió la boca, pero no succionó. Apreté un poco la tetina y vertí un poco de líquido en su lengua. Tragó dos veces y se quedó dormida.

Me duché y comí un cuenco de cereales en el tejado. Cada vez que pasaba junto al moisés, me paraba y miraba a la niña, y si ella abría los ojos, le acercaba el biberón a los labios. Aprendió a succionar, despacio y plácidamente, sin la ferocidad con que antes devoraba mi pecho. Tardó todo el día en terminarse un biberón. No lloró. Ni siquiera gimoteó.

Antes de acostarme le cambié el pañal empapado, pero no la saqué del moisés. Allí parecía cómoda y yo temía romper aquella frágil paz que habíamos alcanzado, y que volviera mi pánico al oír su primer grito. Acerqué el moisés al sofá y me quedé con ella allí, en un rectángulo de luz de luna. Le ofrecí otro biberón y sus labios formaron un círculo perfecto alrededor de la tetina de plástico ámbar. Una columna de burbujas diminutas ascendía a medida que la niña hacía pasar el agua, el hierro, el calcio y las proteínas por unos agujeros diminutos. Tenía los ojos más abiertos que nunca, unos círculos concéntricos y unos pequeños triángulos blancos que escrutaban mi semblante. Cuando terminó de comer, la tetina resbaló de su boca y la niña alargó los deditos hacia mi cara. Agachée la cabeza hasta que mi nariz quedó a sólo unos centímetros de sus manos y la miré a los ojos. Ella abría y cerraba los dedos en el espacio entre ambas, apretando fuerte.

Antes de que me diera cuenta de que estaba llorando, una lágrima se desprendió de mi barbilla y cayó sobre su mejilla. Trazó una fina línea hasta una comisura de su boca y sus labios se fruncieron, sorprendidos. Me reí y las lágrimas empezaron a resbalar más deprisa. Me asustaba la franca indulgencia de su mirada, el amor incondicional. Mi hija se merecía mucho más de lo que yo podía darle, igual que Grant. Yo quería que llevara una rama de majuelo en la mano, que riera a menudo, que amara sin miedo. Pero no podía darle nada de eso, no podía enseñarle lo que yo no sabía. Tarde o temprano mi toxicidad contaminaría su perfección. Se filtraría de mi cuerpo y ella se la tragaría con el ansia de un crío hambriento. Yo había perjudicado a todas las personas que había conocido; lo que más deseaba era salvar a aquella niña de los peligros de ser mi hija.

Por la mañana se la llevaría a Grant.

Él protegería su bondad y le enseñaría todo cuanto necesitaba saber. Renata tenía razón: Grant merecía conocer a su hija. Merecía su dulzura, su belleza y su inquebrantable lealtad.

Cuando aparté la cara, la pequeña tenía los ojos cerrados. Dejé el cesto sobre el sofá y me encerré en la habitación azul.

Esa noche percibí olor a musgo, hojas secas y tierra húmeda en el apartamento, a varias manzanas de la zona verde más cercana.

A la mañana siguiente no me entretuve y salí temprano del apartamento. Le di a la niña lo que quedaba del biberón de la noche pasada y la llevé en el cesto hasta mi coche. Fue despierta mientras cruzábamos la ciudad. Había dormido toda la noche, o al menos no había llorado. Yo había dormido profundamente y no había soñado, pero desperté con el nerviosismo propio del exceso de cansancio. Me dolía todo el cuerpo, tenía los senos hinchados y, pese a ser una mañana fresca, sentía calor. Bajé las ventanillas y la niña hizo una mueca al notar la corriente de aire.

Me dirigí hacia el norte por la autopista, crucé el puente y tomé la primera salida, más allá de las afueras de la ciudad. No tenía tiempo para ir hasta uno de los exuberantes parques estatales, pero no importaba. Había sido una primavera lluviosa. Encontraría lo que necesitaba en cualquier bosque espeso y umbrío. Me detuve en un mirador con vistas a la Bahía y al Golden Gate, de color herrumbre y reluciente al sol de la mañana. En el aparcamiento ya había varios senderistas calzándose las botas y llenando de agua sus cantimploras de colores llamativos.

Cogí el cesto por las asas y tomé un sendero que se bifurcaba una y otra vez. Escogí el camino menos soleado y me estremecí mientras avanzaba entre la fresca maleza. Algunos senderistas hicieron carantoñas a la niña al cruzarnos, hasta que me desvíe del sendero principal y tomé uno marcado con un letrero que rezaba «Reforestación. Prohibido el paso». Levanté el cesto por encima de la cadena y me perdí de vista entre las secuoyas.

La niña no se quejó cuando la saqué del moisés y la dejé en el suelo, sobre una blanda capa de hojarasca. Miraba hacia arriba a través de las ramas de las secuoyas, escudriñando los altos árboles, los parches de cielo gris y quizá lo que había más allá. Por qué no.

Saqué la espátula, grande y plana, que llevaba en el bolsillo trasero de los vaqueros y empecé a arrancar el musgo verde y esponjoso de los troncos de las secuoyas. El musgo caía al suelo en pedazos largos y vellosos que fui poniendo con cuidado en el fondo y alrededor del cesto, asegurándome de que los trozos más blandos y aromáticos quedaran a la altura de la niña.

Cuando el cesto quedó cubierto, me guardé la espátula en el bolsillo, cogí al bebé, que se había quedado dormido, y lo acosté sobre la manta de musgo.

Amor materno.

Era lo único que podía darle. Confiaba en que ella lo entendiera algún día.

* * *

La llave de repuesto de Grant estaba donde siempre, en la regadera oxidada junto a la entrada. Abrí la puerta, llevé el cesto forrado de musgo a la cocina y lo deposité en el suelo, al lado de la escalera de caracol del rincón. Desde allí, la niña podía ver los tres pisos, lo cual parecía distraerla. Se quedó tranquila, mirándolo todo con los ojos entornados, mientras yo me movía por la cocina, encendiendo un fogón con una cerilla y llenando un hervidor de agua para preparar una infusión. Hacía casi un año que no preparaba nada en aquella cocina, pero todo estaba exactamente en el mismo sitio.

Me senté a la mesa mientras esperaba a que hirviera el agua. La niña estaba tan callada que era fácil olvidarse de ella, fácil imaginar que sólo había vuelto allí para sorprender a Grant con una taza de té en aquella mesa vieja y astillada. Lo echaba de menos. Sentada en su depósito de agua, contemplando su vivero por la ventana, era imposible hacer caso omiso de aquel sentimiento. Pronto echaría de menos también al bebé. Ahuyenté esa idea y me concentré en las flores que cubrían los campos.

Justo cuando el agua empezó a hervir, la niña hizo un ruidito, entre un suspiro y un chillido. El vapor de agua empañaba la ventana de la cocina. No sabía si sería bueno darle infusión de menta, pero pensé que quizá le calmaría el estómago. Me había traído el biberón, casi vacío, pero había olvidado coger una lata de leche de fórmula. Tiré la leche vieja por el desagüe, lavé el biberón y lo llené con una mitad de agua hirviendo y otra mitad de agua del grifo. Introduje una bolsita de infusión de menta y enrosqué la tetina. La niña arrugó la nariz, sorprendida, pero se puso a succionar la tetina con avidez y sin protestar. El vapor de agua nos envolvía. La humedad de la atmósfera hizo reverdecer el musgo.

Dejé el biberón inclinado, apoyado en el borde del cesto, para que la pequeña pudiera beber mientras yo llenaba una olla con agua y encendía otro fogón. Quería que el musgo conservara la humedad. Mientras la niña succionaba, el depósito de agua se fue llenando de un vapor caliente y denso. Subí el cesto hasta el dormitorio de Grant. Cuando llegué arriba, la niña se había sumido en un sueño tan profundo que me hizo dudar de mi decisión de darle infusión de menta. Dejé el cesto en medio del colchón de espuma, me tumbé a su lado y acerqué la cara a la suya hasta que noté su aliento en mi nariz.

Me quedé allí —nuestras narices casi se tocaban y respirábamos acompasadamente— hasta que el sol estuvo peligrosamente alto en el cielo: Grant no tardaría en llegar. Cerré los ojos y aparté la cara. La niña emitió aquel gemido que hacía cuando le quitaba el pezón de la boca y, al recordarlo, me dolieron los pechos. Arranqué un poco de musgo del borde del cesto y le froté la mejilla y la barbilla, y lo dejé en el pliegue donde algún día tendría el cuello, cuando reuniera fuerzas suficientes para levantar la cabeza. Los tenues latidos de su corazón hacían temblar ligeramente el musgo.

Me aparté y bajé la escalera. La olla que había puesto al fuego estaba casi vacía. La llené hasta el borde, la coloqué otra vez sobre el fogón y me fui con sigilo.

Salí derrapando por el largo camino de tierra de la casa y seguí hacia la autopista sin mirar atrás. Lo que había comenzado como un dolor sordo y no localizado acabó concentrado en mi pecho izquierdo. Cuando me toqué el pezón, una aguda punzada me recorrió la espalda. Empecé a sudar. Todavía llevaba las ventanillas bajadas y encendí el aire acondicionado, pero seguía teniendo calor. Miré por el retrovisor y vi el asiento vacío. Sólo había un poco de tierra y una fina hebra de musgo verde.

Encendí la radio y giré el dial hasta que encontré una emisora de música estridente y vibrante con letras indistinguibles. Me recordó al grupo de Natalia. Aceleré, atravesé el puente y pasé por los cruces a toda velocidad, sin detenerme cuando los semáforos se ponían en rojo o en ámbar. Necesitaba llegar a la habitación azul. Necesitaba tumbarme y cerrar los ojos y dormir. No saldría de allí hasta pasada una semana, si es que salía.

Frené en seco delante del apartamento, a punto de chocar contra el coche de Natalia. El maletero estaba abierto. En la acera había cajas y maletas amontonadas. Era difícil discernir si Natalia llegaba o se marchaba. Bajé del coche sin decir nada, con la esperanza de meterme en la habitación azul y echar todos los cerrojos sin que ella me viera.

Crucé de puntillas la sala de la planta baja, pero me di de bruces con Natalia al pie de la escalera. Ella no se apartó. Al verle la cara, comprendí que la mía debía de estar tan roja como yo la notaba.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó.

Hice un gesto afirmativo con la cabeza e intenté seguir mi camino, pero ella insistió:

—Pues tienes la cara más colorada que mi pelo.

Me tocó la frente y retiró la mano como si se hubiera quemado. La empujé para pasar, pero me caí en el primer escalón. Ni siquiera intenté levantarme, empecé a subir a gatas. Natalia me siguió. Me derrumbé en la habitación azul y cerré la puerta a mi espalda.

Natalia dio unos golpecitos con los nudillos.

—Tengo que irme —dijo con un susurro temeroso—. Han ampliado nuestra gira. Estaré fuera como mínimo seis meses. Sólo he venido a buscar algunas cosas y a decirte que, si quieres, puedes utilizar mi habitación.

No respondí.

—En serio, tengo que irme —repitió ella.

—Vale, vete —conseguí articular.

Algo golpeó con fuerza la puerta, seguramente el pie de Natalia.

—No quiero volver dentro de seis meses y encontrarme tu cadáver podrido —espetó, y dio otra patada a la puerta.

A continuación, oí sus pasos bajando la escalera y la puerta de su coche al cerrarse. Encendió el motor y se marchó.

Me pregunté si Natalia llamaría a su madre. ¿Se habría dado cuenta de que la niña no estaba e informaría a las autoridades? Si pensaba avisar a alguien, confiaba en que fuera a la policía; prefería ir a la cárcel antes que enfrentarme a Mami Ruby y su decepción.

Me tumbé sobre el costado izquierdo en el colchón de plumas, protegiendo mi pecho, dolorido y endurecido. Mi cuerpo, que ya no parecía mío, temblaba espasmódicamente. Estaba muerta de frío. Me puse todas las sudaderas que tenía y me tapé con la manta marrón. Como no conseguía entrar en calor, me metí debajo del colchón de plumas. Me quedé allí, casi sin poder respirar; mi cuerpo y mi mente eran una tormenta de hielo bajo un cielo nublado. El frío se convirtió en una cosa negra que se arremolinaba y me asaltó la breve y reconfortante idea de que el sueño en que estaba entrando era eterno, un estado del que no regresaría nunca.

Oí sirenas a lo lejos, cada vez más intensas, más cerca, hasta que parecían provenir del dormitorio de Natalia. Se filtraron unas luces por debajo de mi puerta y entonces, de repente, se apagaron.

Por un instante, la habitación quedó negra y silenciosa como la muerte; entonces se abrió la puerta y oí pasos en la escalera.