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Empezaron a temblarme los brazos y el agua de la olla salpicó a Elizabeth. La fría rociada la hizo reaccionar. Corrió hacia el teléfono de la cocina mientras yo salía precipitadamente por la puerta y tropezaba con los frascos antes de llegar a los escalones del porche.

El agua de la olla no bastaría para salvar ni siquiera una vid; lo comprendí al ver el fuego. Pero tenía que intentarlo. Había hectáreas ardiendo y el calor era sofocante. Aquel viñedo que Elizabeth se había pasado una vida cultivando desaparecería si yo no actuaba. Se quedaría sola y sin casa en una tierra arrasada.

Me dirigí hacia la carretera y a mitad de camino lancé agua sobre una hilera de cepas en llamas. Si hubo un leve chisporroteo, si una sola llama se apagó, yo no lo vi. Desde allí, el rugido del fuego era ensordecedor y el humo tenía un olor dulzón. Aquel aroma me recordó a cuando Elizabeth caramelizaba manzanas y comprendí que era dulce porque provenía de las uvas, aquellas uvas perfectamente maduras que ahora se calcinaban.

Elizabeth me llamó desde el porche. Me di la vuelta. El fuego se reflejaba en sus ojos, vidriosos y desesperados. Se tapó la boca con una mano y se llevó la otra al corazón. Me volví; la magnitud de mi error era tan densa como el humo que anegaba mis pulmones. No importaba que no me hubiera propuesto causar tanto daño. No importaba que sólo lo hubiera hecho para quedarme con ella porque la quería. Tenía que apagar el incendio. Si no lo hacía, lo perdería todo.

Desesperada, me rasgué el camisón y empecé a azotar las llamas tratando de sofocarlas. La colgada tela de algodón, salpicada de líquido para encendedores, me estalló en las manos. Elizabeth corrió hacia mí, frenética. Me gritó que me apartara del fuego, pero yo seguí agitando mi camisón en llamas a lo loco, alrededor de la cabeza. De la tela quemada se desprendían chispas y Elizabeth tuvo que agacharse para no quemarse al correr hacia mí.

—¡¿Te has vuelto loca?! —me gritó—. ¡Vuelve a la casa!

Me acerqué más al fuego; el calor era intenso y amenazador. Me cayó una chispa en el pelo; ascendió por un mechón y alcanzó el cuero cabelludo. Elizabeth me dio un manotazo para apagarlo y el dolor que sentí me pareció justo y merecido.

—¡Voy a apagarlo! —grité—. ¡Déjame en paz!

—¿Con qué? ¿Con las marras? Ya vienen los bomberos. Si te quedas aquí agitando los brazos como una idiota te vas a abrasar.

Pero no me moví. Las llamas cada vez estaban más cerca.

—Victoria —llamó Elizabeth. Ya no gritaba y tenía los ojos anegados en lágrimas. Agucé el oído para escuchar lo que decía por encima del fragor del fuego—. No pienso perder mi viñedo y a mi hija la misma noche. No estoy dispuesta. —Como no me moví, se abalanzó sobre mí, me agarró por los hombros y me zarandeó—. ¡¿Me oyes?! —Gritó—. ¡No estoy dispuesta!

Forcejeé para soltarme, pero ella tiró de mí hacia la casa. Como yo me resistía, tiró más fuerte y noté que se me dislocaba el hombro. Elizabeth dio un grito y me soltó. Caí al suelo y recogí las rodillas contra el pecho. El fuego me rodeaba como una manta y a lo lejos oí cómo se cerraba la puerta de la caravana. Elizabeth me gritó que me levantara, me tiró de los pies y me dio patadas en las costillas. Cuando intentó cogerme en brazos, me puse a chillar y la mordí como un animal salvaje.

Al final, Elizabeth me dejó.