Desperté al alba. Me dolía todo y tenía el suelo del bosque grabado en la mejilla. Había dormido seis horas, quizá siete. Me senté y me aparté de los dos charcos circulares que había dejado bajo el brezo.
La ciudad amanecía. Los motores se encendían y petardeaban, los frenos chirriaban, los pájaros piaban. En la calle, una niña en edad escolar bajó de un autobús. Echó a andar por la calle, sola, con un ramo de flores en las manos. No distinguí qué flores eran.
Resoplé. Me habría gustado ser aquella niña, volver a ser pequeña y llevar azafrán de primavera, majuelo o espuela de caballero en lugar de cubos llenos de cardos. Quería recorrer todo el norte de la Bahía hasta encontrar a Elizabeth, disculparme y suplicar perdón. Quería volver a empezar por un camino que no me condujera hasta este momento, a despertar sola en un parque de la ciudad, mientras mi hija estaba sola en un edificio de apartamentos vacío. Todas las decisiones que había tomado hasta entonces me habían llevado hasta allí y quería cambiarlo todo: el odio, la culpa y la violencia. Quería comer con mi rabioso yo de diez años, advertirle respecto al porvenir y ofrecerle las flores que lo dirigirían en otra dirección.
Pero no podía retroceder. Sólo existía el ahora: ese bosque en una ciudad y mi propia hija esperándome. Pensarlo me llenó de terror. No sabía qué me encontraría cuando volviera al apartamento. No sabía si la niña seguiría chillando, o si el tiempo, la soledad y el hambre le habrían colapsado los pulmones con la fuerza de una marea.
Le había fallado. Menos de tres semanas después de dar a luz y hacernos promesas a las dos, había fallado y vuelto a fallar. El ciclo continuaría. Promesas y fracasos, madres e hijas, indefinidamente.