Mami Ruby volvió el sábado, como había prometido. Se sentó en el suelo, fuera de la habitación azul. Volví la cabeza, escondiendo la cara. Lo que había hecho me atormentaba y estaba segura de que Mami Ruby lo sabría. Una mujer que se trasladaba a un barrio para asistir en un parto antes de que la llamaran debía de saber cuándo un bebé estaba en peligro. Esperé a que lanzara la acusación.
—Dame la niña, Victoria —pidió, confirmando mis temores—. Vamos, dámela.
Deslicé el dedo meñique entre mi pezón y las encías del bebé como Mami Ruby me había enseñado y dejó de succionar. Le froté la boca con el pulgar para limpiarle la sangre seca del labio superior, pero no pude. Se la pasé a Mami Ruby por encima del hombro sin darme la vuelta.
Mami Ruby la olfateó.
—Hola, grandullona —saludó—. Te he echado de menos.
Esperé a que Mami Ruby se levantara y saliera por la puerta llevándose a mi hija, pero sólo oí el sonido de la báscula.
—¡Trescientos gramos! —exclamó Mami Ruby, emocionada—. ¿Qué has hecho, comerte viva a tu madre?
—Más o menos —murmuré.
Las paredes absorbieron mis palabras.
—Sal de ahí, Victoria —me ordenó Mami Ruby—. Deja que te dé un masaje en los pies o te prepare un bocadillo caliente de queso. Debes de estar agotada después de ocuparte de esta glotona como lo has hecho.
No me moví. No merecía sus elogios.
Mami Ruby estiró un brazo y empezó a acariciarme la frente.
—No me obligues a entrar —amenazó—, porque sabes que lo haré.
Sí, sabía que entraría. La bolsa con la leche de fórmula que había comprado estaba a mis pies: era la prueba de mi delito. La aparté de un puntapié hacia el rincón, me di la vuelta y salí arrastrándome de la habitación azul, con los pies por delante. Me senté en el sofá y esperé a que Mami Ruby viera la verdad, pero no me miró a la cara. Me levantó la camiseta y me untó los agrietados pezones con una pomada de un tubo azul. Era refrescante y me alivió el dolor.
—Quédatelo —me dijo, cerrando mis dedos alrededor del tubo. Me levantó la barbilla y me miró a los ojos, llenos de arrepentimiento—. ¿Ya duermes?
Recordé la noche pasada. Después de terminarme el bocadillo, me había metido con la niña en la habitación azul, donde ella había vuelto a engancharse a mi seno, cerrando los ojos. Succionaba, tragaba y dormía a un ritmo insoportable y yo la dejaba hacer, aceptando el dolor como castigo. No dormí nada.
—Sí —mentí—, bastante.
—Estupendo. Tu hija está engordando. Estoy orgullosa de ti.
Miré por la ventana y no contesté nada.
—¿Tienes hambre? ¿Tienes a alguien que te ayude? ¿Quieres que te prepare algo antes de irme?
Estaba muerta de hambre, pero no podía soportar ni un cumplido más. Negué con la cabeza.
Mami Ruby me devolvió la niña y guardó la báscula.
—Está bien —dijo. Escudriñaba mi cara en busca de pistas, así que volví la cabeza, forzando el cuello. No quería que me viera.
Se levantó para irse y yo salté y la seguí. De repente, ya no temía que me mirara a los ojos y descubriera mi pecado; me aterraba más pensar que se marchara sin saber nada, sin saber lo que había hecho, sin hacer nada para impedir que volviera a hacerlo.
Pero Mami Ruby se limitó a sonreír y se inclinó para besarme la mejilla antes de marcharse.
Quería contárselo, confesarme y pedir perdón, pero no sabía qué decir.
—Es duro —fue lo único que logré articular, dirigiendo mi susurro a su espalda mientras ella descendía la escalera. No fue suficiente.
—Ya lo sé, cielo —replicó Mami Ruby—. Pero lo estás consiguiendo. Tienes lo que se necesita para ser una madre, una buena madre.
Llegó a la planta baja.
«No, no lo tengo», pensé con amargura. Quise gritarle que nunca había querido a nadie y pedirle que me explicara cómo podía esperarse que una mujer incapaz de amar fuera una buena madre. Pero sabía que eso no era verdad. Había amado, y más de una vez, sólo que no había identificado esa emoción hasta haber hecho todo lo que estaba en mi mano para destruirla.
Mami Ruby se paró al llegar al pie de la escalera y se dio la vuelta. La vi pequeña e ignorante y no entendí cómo podía haber depositado mi confianza en ella. Pensé que no era más que una anciana entrometida. Algo se activó dentro de mí y noté que volvía la niña rabiosa que había sido. Sólo quería que Mami Ruby se marchara.
—¿Y el nombre? —me preguntó—. ¿Ya tiene nombre esa grandullona?
—Aún no.
—Ya te vendrá —dijo.
—No —repliqué con aspereza—, no me vendrá.
Pero Mami Ruby ya había salido por la puerta.
Deposité a la niña en el moisés y, como por milagro, durmió apaciblemente casi toda la tarde. Me di una ducha larga y caliente. Sentía una desesperación palpable —una sensación de entumecimiento y cosquilleo— y me froté brazos y piernas como si la irritación fuera externa y pudiera eliminarla con agua. Cuando salí de la ducha, tenía la piel irritada y con raspaduras rojas. Mi desesperación se había trasladado a un rincón más profundo y más tranquilo. Hice como si me sintiera limpia y renovada, sin prestar atención a su grave y persistente zumbido. Me puse unos pantalones holgados y una sudadera y me unté con la crema del tubo azul las manchas rojas de brazos y piernas.
Llené un vaso de zumo y me quedé sentada en el suelo contemplando al bebé. Cuando despertara le daría el pecho y después saldríamos a dar un paseo. Bajaría el cesto por la escalera y saldría por la puerta, y el aire fresco nos sentaría bien a las dos. Quizá me la llevara hasta McKinley Square y le diera una clase de lenguaje de las flores. Ella no respondería, pero me entendería. Su mirada, cuando abría los ojos, me demostraba que entendía todo lo que yo decía y gran parte de lo que me callaba. Tenía unos ojos profundos y misteriosos, como si siguiera conectada a ese sitio del que había venido.
Cuanto más dormía la niña, más remitía mi desesperación, y llegué a pensar que ya la había superado. Quizá mi breve escapada a la tienda de comestibles no hubiera causado ningún daño permanente y quizá yo sí fuera, como insistía Mami Ruby, capaz de asumir la tarea que tenía ante mí. Era poco realista pensar que podría romper con la forma de vida que había llevado durante diecinueve años. Habría contratiempos. Siempre había sido odiosa y solitaria y no podía convertirme de la noche a la mañana en una persona adorable y comprometida.
Me tumbé en el suelo junto al bebé y aspiré el olor a paja húmeda del cesto del moisés. Decidí dormir un poco. Pero antes de cerrar los ojos, la acompasada respiración de la niña fue sustituida por aquel sonido que hacía al abrir la boca buscando mis pezones.
Me asomé al cesto y ella me miró con los ojos muy abiertos, moviendo la boca. Me había brindado una oportunidad para dormir y yo la había desperdiciado. No volvería a tener otra hasta pasadas horas o días. La cogí en brazos. Se me empañaron los ojos, y cuando cerró las encías alrededor del pezón, las lágrimas me resbalaron. Me las enjugué con el dorso de la mano. La constante succión de mi seno hizo ascender la desesperación de dondequiera que se hubiera escondido, silbando como el suave rumor de una caracola, un reflejo de algo mayor.
La niña estuvo una eternidad mamando. Me la pasé de un pecho al otro y miré el reloj. Había transcurrido una hora y ella sólo iba por la mitad. Mi suspiro se convirtió en un débil gemido al volver a engancharse en el otro pezón.
Cuando por fin se quedó dormida, intenté retirar mi pezón con el dedo meñique, pero ella entornó los ojos cansados y empezó a protestar.
—Bueno, basta —le exigí—. Necesito un descanso.
La dejé en el sofá y me desperecé. Sus gruñidos se convirtieron en débiles grititos. Suspiré. Sabía qué quería y sabía cómo dárselo. Parecía que tuviera que ser muy sencillo. Quizá fuera sencillo para otras madres, pero para mí no lo era. Llevaba días, semanas, pendiente de ella, y sólo necesitaba unos momentos para mí. Fui a la cocina y la niña empezó a llorar más fuerte. Aquel sonido me venció.
Me senté y la cogí en brazos.
—Cinco minutos más —concedí—, y luego me voy. No necesitas más.
Pero cuando la dejé en el moisés cinco minutos más tarde, rompió a llorar como si la hubiera lanzado al río, como si no fuera a volver con ella nunca más.
—¿Qué quieres? —le pregunté; la desesperación de mi voz rayaba en la cólera. Traté de mecer el cesto como le había visto hacer a Marlena, pero cuando lo hice, ella se zarandeó y lloró aún más fuerte—. Es imposible que todavía tengas hambre —añadí, acercándome a su orejita para que pudiera oírme por encima del berreo.
Volvió la cara hacia mí e intentó agarrarse a mi nariz. De mi cuerpo salió un sonido histérico; un bufido que alguien sin conciencia de mi inminente implosión habría podido confundir con una carcajada.
—Está bien —desistí—. Toma.
Me levanté la camiseta y apreté la niña contra mi pecho. Ella intentó abrir la boca pese a la presión de mi mano. Cuando por fin lo logró, paró de llorar y empezó a chupar.
—Ya está —le dije—. Más vale que aproveches.
Mis palabras eran amenazadoras y las escuché como si las hubiera pronunciado otra persona.
La sujeté con una mano mientras seguía mamando y fui a gatas hasta la habitación azul; cogí la bolsa de la leche de fórmula y la saqué. Las seis latas rodaron por el suelo. Fui a coger una y la niña se soltó del pezón. Volvió a llorar desconsoladamente.
—Estoy aquí —la tranquilicé mientras cruzaba la habitación para dejarla en la encimera de la cocina, pero mis palabras no nos reconfortaron ni a ella ni a mí.
Se retorcía en la encimera mientras yo le preparaba un biberón de leche en polvo. Le puse la tetina en los labios y esperé a que abriera la boca. Al ver que no lo hacía, le separé los labios con los dedos y se la metí en la boca. Se atragantó.
Respiré hondo y procuré tranquilizarme. Me senté en el sofá y coloqué a la niña con la cabeza recogida en el ángulo de mi codo. La besé en la frente. Ella intentó volver a agarrarme la nariz con la boca y le deslicé la tetina. Chupó una vez y apartó la cara; un hilillo de leche se derramó por su comisura. Se puso a llorar.
—Entonces es que no tienes hambre —le dije y dejé el biberón a mi lado con un movimiento brusco. Salió un chorrito de leche de la tetina—. Si no quieres tomarte esto, es que no tienes hambre.
La deposité con cuidado en el moisés, decidida a dejarla llorar dos o tres minutos para demostrarle que hablaba en serio. Cuando volviera a cogerla, aceptaría el biberón. Tenía que aceptarlo.
Pero no lo hizo. La dejé llorar otros cinco minutos y luego diez más. Probé a cogerla en brazos. Probé a darle el biberón en el moisés. Probé a tumbarla en el colchón y acercarle el biberón, pero seguía negándose a chupar. Al final me rendí y cerré la pequeña puerta. La niña rompió a llorar en la oscura habitación azul, sola.
Me tumbé en el suelo del salón y cerré los ojos. El llanto se convirtió en algo lejano y desagradable, aunque ya no insoportable. A ratos olvidaba el origen de aquel sonido y por qué intentaba acallarlo. Pasaba por encima de mi cuerpo sin tocarme. La niebla de mi agotamiento era impenetrable.
No me desperté hasta que cesaron los llantos. Sentí un súbito miedo: temí haber matado a la niña. Fuera estaba oscuro. No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado. Quizá unas horas sin comida y una habitación sin luz bastaran para matar a un recién nacido. Sabía tan poco sobre recién nacidos, sobre niños, sobre seres humanos… Era inconcebible que me hubieran dejado a solas con un bebé, responsable de otra vida; parecía un chiste cruel. Abrí la puerta de la habitación azul y, antes de acercarme para tomarle el pulso, la niña empezó a llorar.
La emoción me embargó: sentí alivio, aunque también una decepción innegable, seguida de vergüenza. La abracé y le besé la cabecita para enmascarar una desesperación que ya no podía ocultar. Le metí el biberón en la boca; tenía que aprender a beber leche de fórmula como fuera. La lactancia materna era demasiado para mí, no podía seguir así, de modo que si quería conservar al bebé tenía que encontrar una manera viable de ser madre. Esta vez intentó succionar, pero el hambre la había debilitado y la tetina de plástico estaba rígida e indiferente.
La tetina debía de ser defectuosa, por eso mi hija la rechazaba. De los centenares que había en el estante, había comprado la más barata. Lancé el biberón hacia la cocina y rebotó en la pared, cayendo al suelo. La niña rompió a llorar.
La dejé en el moisés y me aparté. Tenía los pechos llenos y derramaban gotas de leche que caían sobre la alfombra, pero estaba decidida a no darle el pecho. No podía más. Le compraría otro biberón y ella lo aceptaría. Mi pánico desaparecería.
Bajé los peldaños de dos en dos; los gritos del bebé aumentaban de volumen a medida que se ampliaba la distancia entre nosotras. Salí volando a la acera y recorrí la manzana más rápido que nunca. Crucé las calles imprudentemente, en la misma dirección que el día anterior, cuando había ido a comprar la leche de fórmula. Pero cuando llegué a Vermont Street, torcí a la izquierda en lugar de a la derecha. No pensaba adonde iba y no paré de correr hasta la escalinata de McKinley Square. Pisando el césped recién cortado, me metí en la mata blanca de verbena y entré en mi cueva bajo el brezo. Cerré los ojos. Me daría cinco minutos. Sólo cinco minutos en el parque y después podría ocuparme de mi hija. Me cubrí la cabeza con un brazo y busqué en la oscuridad la manta de lana marrón, pero no estaba allí. El sueño me venció y me sentí protegida, mecida, reconfortada. Allí sólo había oscuridad, soledad y los pétalos blancos de la verbena rezando por mí y por la niña a la que no me permitía recordar.