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Cuando volví a la casa de Elizabeth ya había oscurecido.

Había un débil resplandor en las ventanas del piso de arriba y me la imaginé sentada a mi escritorio, ante unos gruesos libros de texto, esperando. Yo nunca había faltado a la cena; Elizabeth debía de estar preocupada. Escondí la pesada bolsa de lona bajo los escalones del porche y entré en la casa. La puerta mosquitera chirrió.

—¿Victoria? —llamó Elizabeth desde arriba.

—Sí —contesté—, estoy aquí.