8

Me arrepentí de haberle dado un ultimátum.

«Elige: o tu hermana o yo», era el mensaje de mis palabras. Elizabeth, al no correr detrás de mí, había dejado clara su elección.

Pasé toda la noche y parte de la mañana urdiendo mi plan. Sabía muy bien lo que quería: quedarme con Elizabeth y sólo con Elizabeth. Pero no se me ocurría ninguna manera de convencerla. No podía gimotear ni suplicar. «¿Acaso no me conoces?», me decía, divertida, cuando yo le pedía que me dejara comer la masa cruda de los molletes. No podía esconderme; Elizabeth me encontraría, como siempre. No podía atarme a los barrotes de la cama y negarme a moverme; ella cortaría las cuerdas y me llevaría en brazos.

Sólo había una posibilidad: poner a Elizabeth contra su hermana. Tenía que darse cuenta de lo que era Catherine: una mujer egoísta y despreciable que no se merecía sus atenciones.

Entonces, de repente, vi la solución. Me puse a darle vueltas a aquella idea, buscándole algún fallo; el corazón me latía con fuerza en el pecho. No tenía ningún fallo. Catherine le había tendido una emboscada a mi adopción y me había proporcionado la munición que necesitaba para quedarme con Elizabeth, sólo con Elizabeth. Yo iba a ganar la batalla que ella había empezado inconscientemente, sin siquiera enterarse de que la había iniciado.

Me levanté despacio. Me quité el camisón y me puse unos vaqueros y una camiseta. En el cuarto de baño, me lavé la cara con agua fría y jabón con más ímpetu del habitual y mis uñas trazaron líneas sobre los residuos de jabón blanco. Me miré en el espejo y busqué alguna señal de miedo, ansiedad o aprensión por lo que se avecinaba. Pero mi expresión permanecía impasible y mi barbilla, alta y decidida. Sólo había una forma de conseguir lo que quería. No podía desaprovecharla.

Elizabeth estaba lavando los platos en la cocina. Encima de la mesa había un cuenco de gachas de avena frías.

—Ya han llegado los jornaleros —anunció, señalando con la cabeza la colina donde nos habíamos abrazado la noche pasada—. Desayuna y cálzate si no quieres que me vaya sin ti. —Se volvió hacia el fregadero.

—Yo no voy —dije, y en la caída de los omóplatos de Elizabeth vi decepción pero no sorpresa.

Abrí la puerta de la despensa y cogí una bolsa de lona vacía colgada de un gancho.

En el porche hacía calor, pese a que todavía era temprano. Caminé despacio por el largo camino de la casa hacia la carretera. Una vez más, Elizabeth no me siguió. Ojalá no hubiera hecho tanto calor y hubiese cogido comida. Iba a pasar calor y hambre sentada en la cuneta enfrente del vivero. Pero esperaría. Esperaría hasta que Grant se marchara, aunque tuviera que pasar toda la noche sentada en la carretera. Al final su camión saldría rugiendo por la verja, dejando la casa desprotegida.

Entonces me colaría dentro y cogería lo que necesitaba.