7

Era una niña. Nació a mediodía, seis horas después de que rompiera aguas. Me parecieron seis días; y si Mami Ruby me hubiera dicho que habían pasado seis años, me lo habría creído. Salí del parto con una sensación de sereno júbilo y la sonrisa que me recibió en el espejo del cuarto de baño horas más tarde no pertenecía a la niña rabiosa y aborrecible que sacaba cubos llenos de espinos de las cunetas. Era una mujer, una madre.

Mami Ruby dijo que había sido un parto perfecto y que la niña estaba perfecta, y me aseguró que yo iba a ser una madre perfecta. Bañó a la pequeña mientras Renata iba a la tienda a comprar pañales y a continuación me puso en los brazos aquel cálido bulto por primera vez. Creía que la niña estaría dormida, pero no era así. Tenía los ojos abiertos y me miraba el rostro cansado, el pelo corto y el semblante pálido. Movió la cara y esbozó una especie de sonrisa minúscula, y en su muda expresión vi gratitud, alivio y confianza. Lo que más deseaba yo era no decepcionarla.

Mami Ruby me separó la camisa, me cogió un pecho y acercó la carita del bebé a mi pezón. La niña abrió la boca y empezó a mamar.

—Perfecto —volvió a decir Mami Ruby.

En efecto, era perfecta. Lo supe en cuanto salió berreando al mundo, blanca y mojada. Además de tener diez dedos en las manos y los pies, un corazón que latía y unos pulmones que inhalaban y exhalaban, mi hija sabía gritar. Sabía hacerse oír. Sabía engancharse y mamar. Sabía qué hacer para sobrevivir. Yo no entendía cómo semejante perfección podía haberse desarrollado dentro de un cuerpo tan imperfecto como el mío, pero, cuando la miré, vi claramente que sí era posible.

—¿Ya tiene nombre? —me preguntó Renata cuando volvió a mi lado.

—No lo sé —contesté, y le acaricié una orejita a la niña mientras seguía mamando. Nunca me lo había planteado—. Todavía no la conozco.

Pero la conocería. Me la quedaría y la criaría y la amaría, aunque tuviera que enseñarme ella a hacerlo. Con mi hija recién nacida en brazos, sentí que todo aquello que hasta entonces había estado tan fuera de mi alcance era posible.

Esa sensación duró exactamente una semana.

Mami Ruby se quedó conmigo casi hasta medianoche y volvió por la mañana temprano. En las ocho horas que pasé a solas con el bebé, lo escuché respirar, conté los latidos de su corazón y miré cómo abría y cerraba los puñitos. Le olí la piel, la saliva y la grasa blanca que se había resistido a la esponja de Mami Ruby escondida en los pliegues de sus bracitos y piernitas. Le froté cada centímetro del cuerpo y aquel residuo oleaginoso me impregnó los dedos.

Según Mami Ruby, la niña dormiría seis horas o más la primera noche, agotada tras el parto. «Es el primer regalo que todos los hijos hacen a sus madres —me había dicho antes de marcharse—. Y no es el último. Acéptalo y duerme tú también». Intenté hacerlo, pero estaba emocionada por la existencia de aquella niñita que no existía sólo un día antes, una criatura cuya vida había salido de mi propio cuerpo. Viéndola dormir, comprendí que ella sabía que estaba a salvo. Sentí una oleada de júbilo ante aquel sencillo logro.

A la mañana siguiente, cuando oí la llave de Mami Ruby en la puerta de la calle, no había dormido ni un minuto.

Mami Ruby subió una gran bolsa por la escalera y la abrió junto a la puerta de la habitación azul. La niña estaba despierta, mamando. Cuando me soltó el pezón, Mami Ruby la auscultó y la puso en un canguro que servía de báscula. Prorrumpió en exclamaciones al comprobar los gramos que la niña había engordado y dijo que era muy inusual en las primeras veinticuatro horas. La niña gimoteó y empezó a chupetear el aire. Mami Ruby volvió a ponérmela al pecho y, con el dedo índice, comprobó que estuviera bien cogida.

—Sigue comiendo, grandullona —la animó.

Nos quedamos contemplándola mamar con los ojos cerrados y un latido en la sien. Amamantar a un bebé siempre había sido algo inimaginable para mí. Mami Ruby insistía en que aquello era lo mejor para las dos; el bebé engordaría, se afianzaría nuestro vínculo y mi cuerpo recuperaría su forma. Mami Ruby estaba orgullosa y me lo recordó dos o tres veces en una hora. Dijo que no todas las madres tenían la paciencia ni la generosidad necesarias, pero sabía que yo sí. No la había decepcionado.

Yo también me sentía orgullosa. Orgullosa de que mi cuerpo estuviera produciendo todo cuanto mi hija necesitaba, y también de poder tolerar su continua succión y la sensación de que un líquido se trasladaba de lo más hondo de mi cuerpo a lo más hondo del suyo. Estuvo más de una hora mamando, pero no me importó. Mientras ella lo hacía, yo podía examinar su carita, memorizar sus pestañas cortas y rectas, su frente despejada, los puntitos blancos que tenía esparcidos por la nariz y las mejillas. Cuando abría los ojos, yo estudiaba su iris gris oscuro y buscaba en ellos algún amago del castaño o el azul que adquirirían más adelante. Me preguntaba si se parecería a mí o a Grant, o si guardaría algún parecido con algún pariente materno o paterno, a los que yo no conocía.

Mami Ruby me preparó unos huevos revueltos mientras me leía en voz alta un libro de puericultura. Luego me dio los huevos a bocados pequeños, con una cuchara, mientras me interrogaba sobre el texto. Yo la escuchaba atentamente y repetía todas las respuestas al pie de la letra. Paró de leer cuando el bebé se durmió y no quiso continuar, pese a que se lo supliqué.

—Ahora duerme, Victoria —me instó, cerrando el libro—. Es lo más importante. Las hormonas del puerperio pueden deformar la realidad si no se las aplaca con abundantes horas de sueño.

Estiró los brazos para que le diera el bebé. El sueño ya me estaba venciendo, pero aun así me resistí a entregárselo. Temía que la separación pudiera ser irreversible. El placer que me proporcionaba el contacto con mi hija era algo nuevo; temía que, si me separaba de ella, después no pudiera soportar su contacto físico.

Pero Mami Ruby no entendió mi vacilación y me cogió el bebé de los brazos. Antes de que pudiera protestar, ya me había dormido.

Mami Ruby no fue la única que vino a visitarme la primera semana. El día después del parto, Renata compró un colchón de plumas para la habitación azul y un moisés para el bebé y los subió en dos viajes. Todas las tardes me traía la comida y se quedaba a comer conmigo. Tumbada en mi cama nueva con la puerta abierta, con el bebé dormido contra mi pecho desnudo, me comía los fideos o los bocadillos utilizando las manos. Renata se sentaba en un taburete. Hablábamos poco; ni ella ni yo nos sentíamos cómodas estando yo medio desnuda, pero, a medida que pasaban los días, la situación fue aligerándose. La niña comía, dormía y volvía a comer. Mientras estuviera tumbada sobre mi cuerpo, piel contra piel, estaba feliz.

El martes, cuando Renata y yo estábamos comiendo en silencio, apareció Marlena. Yo no contestaba al teléfono y al día siguiente teníamos una fiesta de cumpleaños. Renata le abrió la puerta y Marlena se emocionó al ver al bebé. La cogió en brazos, la acunó y le hizo carantoñas con una naturalidad que hizo que Renata arqueara las cejas y sacudiera la cabeza. Pedí a Renata que cogiera dinero de mi mochila y se lo diera a la chica; tendría que ocuparse ella sola de las flores para la fiesta.

—No —decidió Renata—, que se quede aquí. Yo me encargaré de las flores.

Cogió el dinero y también mi agenda, en la que yo había anotado la lista de la compra y la dirección del restaurante donde se celebraba la fiesta. Renata la hojeó y comprobó que no tenía ningún otro compromiso hasta treinta días más tarde.

—Mañana te traeré la comida —dijo—, y te enseñaré los centros de mesa para que les des el visto bueno.

Se volvió hacia Marlena, que tenía a la niña dormida en brazos, y le estrechó la mano como pudo.

—Me llamo Renata —se presentó—. Quédate hoy aquí hasta que puedas y vuelve mañana. Te pagaré lo que cobres normalmente.

—¿Sólo por tener al bebé en brazos? —preguntó Marlena.

Renata asintió con la cabeza.

—De acuerdo. Gracias.

Giró sobre sí misma lentamente y la niña suspiró, profundamente dormida.

—Gracias —le dije a Renata—. Me vendrá bien dormir un poco.

Llevaba días sin descansar bien, pendiente siempre, incluso dormida, de la niña y sus necesidades. Recordé lo que me había dicho Renata en la furgoneta el primer día que fuimos a cenar juntas y pensé que, al fin y al cabo, sí parecía tener algo de instinto materno.

Estaba acostada en el colchón de plumas, con una mano saliendo por la puerta hacia la sala de estar, y Renata se me acercó. Se quedó de pie junto a mí, como si tratara de encontrar la forma de abrazarme, pero desistió y se limitó a empujarme suavemente la mano con la punta de la bota. Le agarré el pie y ella sonrió.

—Hasta mañana —me despedí.

—Vale.

Renata bajó la escalera. El marco de aluminio de la puerta vibró cuando salió a la calle.

—¿Cómo se llama? —me preguntó Marlena, besando a la niña en la frente. Se sentó en uno de los taburetes, pero la niña se removió. Volvió a levantarse y caminó por la habitación, haciendo oscilar suavemente el torso.

—No lo sé —respondí—. Me lo estoy pensando.

En realidad no lo había pensado, pero sabía que tenía que empezar. Aunque no hacía nada más que amamantar a la niña, cambiarle los pañales y abrigarla, no me quedaba espacio, ni mental ni de ningún otro tipo, para nada más. Marlena fue a la cocina con la niña en brazos. Empezó a cocinar con una sola mano, como si nada. Yo no sabía cocinar, mucho menos con una sola mano y con una recién nacida pegada al hombro.

—¿Dónde has aprendido? —pregunté.

—¿A cocinar?

—Y a cuidar bebés.

—En mi última casa de acogida había un servicio de guardería. La mujer que la llevaba se quedó conmigo porque yo estudiaba en casa y la ayudaba con los críos. A mí no me importaba. Me gustaba más que el instituto.

—¿Estudiabas en casa? —De pronto, recordé la lista de tareas colgada en la puerta de la nevera de Elizabeth; comprobé la hora en mi reloj en un acto reflejo.

—Sí, los últimos años. Iba tan retrasada que las autoridades creyeron que así quizá podría avanzar, pero sólo conseguí retrasarme aún más. Cuando cumplí dieciocho años, dejé los estudios y entré en la Casa de la Alianza.

—Yo también estudiaba en casa —dije.

La una en punto. A esa hora, Elizabeth habría estado secando y guardando el último plato y preguntándome la tabla del ocho, o quizá la del nueve.

Algo empezó a hervir en el fogón y Marlena añadió sal. Me sorprendió que hubiera encontrado algo que cocinar en aquellos armarios medio vacíos. La niña se despertó y Marlena se la pasó al otro hombro. La sujetaba de manera que pudiera ver lo que estaba cocinando y murmuraba algo en voz baja, una oración o un poema. El bebé cerró los ojos.

—Se te dan mejor los niños que las flores —observé.

—Estoy aprendiendo —repuso.

—Claro —dije mientras la veía trabajar—. Yo también.

Mientras Marlena cortaba algo con un cuchillo, la cabeza de la niña oscilaba suavemente.

—Deberías dormir un poco mientras el bebé está tranquilo —me aconsejó—. No tardará en volver a tener hambre.

—Vale —concedí, asintiendo con la cabeza—. Despiértame si necesita algo.

—No te preocupes. —Y se volvió de nuevo hacia los fogones.

Cerré la pequeña puerta y esperé a que me sobreviniera el sueño. La dulce nana de Marlena se filtraba por la rendija; la melodía me era familiar. Mientras me movía por los límites de la conciencia, me pregunté si alguien me la habría cantado cuando yo era un bebé, alguien que no me quería, alguien que acabaría abandonándome.

El sábado por la mañana, una semana después del parto, llegó Mami Ruby e inició su rutina diaria. Me hizo un montón de preguntas sobre la hemorragia, los dolores puerperales y el apetito. Buscó pruebas de que hubiera cenado la noche pasada y auscultó al bebé, antes de envolverlo con el canguro de la báscula.

—Doscientos gramos —anunció—. Lo estás haciendo muy bien.

Sacó a la niña de la balanza y le cambió el pañal. Mientras tanto, el cordón umbilical, que yo nunca tocaba y que procuraba no mirar siquiera, se desprendió.

—Felicidades, angelito —le susurró Mami Ruby a mi hija.

La niña arqueó la espalda y estiró un brazo sin abrir los ojos.

Mami Ruby le limpió el ombligo con el líquido de una botella sin etiqueta. Volvió a abrigarla y me la puso en los brazos.

—Come, duerme, engorda y no tiene infecciones —aprobó—. ¿Te ayuda alguien?

—Renata me ha traído comida —respondí—. Y Marlena ha venido varios días.

—Estupendo.

Recorrió el pequeño apartamento y recogió sus libros, mantas, toallas, botellas y tubos.

—¿Te marchas? —pregunté, sorprendida.

Estaba acostumbrada a que pasara casi toda la mañana conmigo.

—Ya no me necesitas, Victoria —contestó sentándose a mi lado en el sofá y pasándome un brazo por los hombros. Me hizo apoyar la cara contra su pecho—. Fíjate. Eres una madre. Créeme cuando te digo que hay muchas mujeres por ahí que me necesitan más que tú.

Asentí y no protesté.

Mami Ruby se levantó e inició una última vuelta por el pequeño apartamento. Reparó en las latas de leche de fórmula que yo había comprado antes del parto.

—Esto se lo regalaré a alguien —comentó, guardando las latas en la bolsa, que ya estaba llena—. Tú no lo necesitas. Volveré el sábado que viene y luego cada quince días, sólo para comprobar que la niña sigue engordando. Si necesitas algo, llámame.

Volví a asentir con la cabeza y la vi bajar la escalera. No me había dejado su número de teléfono.

«Eres una madre», me repetí. Esperaba que esas palabras me tranquilizaran, pero en cambio sentí una inquietud familiar temblando dentro de mí. Se originó en mi estómago y cogió impulso para revolverse en el espacio cavernoso que había contenido a mi hija.

Era pánico.

Intenté respirar para ahuyentarlo.