6

Necesitaba a Elizabeth.

Necesitaba que me abrazara como había hecho en el viñedo, que me enjugara la frente y los hombros empapados de sudor con las mismas caricias concienzudas y suaves con que me había limpiado de espinas las palmas de las manos. Quería que me vendara y me llevara a desayunar y me prohibiera trepar a los árboles.

Pero Elizabeth era inalcanzable.

Aunque yo hiciera algo para alcanzarla, ella no vendría.

Vomité en el lavamanos y jadeé, pero no había tiempo para ello. Las contracciones me golpeaban como un muro líquido que acabaría ahogándome. Descolgué el teléfono y marqué el número de Bloom. Se puso Renata. Entre mis propios y desesperados jadeos, alcancé a oír que me entendía. Colgó el auricular abruptamente.

Minutos más tarde, Renata estaba en el salón. Yo había vuelto a la habitación azul a cuatro patas y me asomaban los pies por la pequeña puerta.

—Suerte que me has llamado —dijo.

Metí los pies en la habitación y me quedé ovillada sobre un costado, en el suelo. Cuando Renata intentó asomarse, le cerré la puerta en las narices.

—Llama a tu madre —pedí—. Que venga a sacarme esto de dentro.

—Ya la he llamado, y estaba cerca de aquí. Seguramente lo intuyó. Tiene premoniciones sobre estas cosas. Llegará en cualquier momento.

Di un chillido y me puse a gatas.

No la oí entrar, aunque de pronto Mami Ruby estaba a mi lado, desvistiéndome. Sus manos recorrieron mi cuerpo, por dentro y por fuera, pero no me importó. Ella me sacaría el bebé. Estaba dispuesta a soportar lo que hiciera falta. Si hubiese cogido un cuchillo para abrirme en canal allí mismo, yo no habría protestado.

Mami Ruby me acercó a los labios un vaso de plástico con una pajita. Sorbí un líquido frío y dulce. Luego me secó las comisuras con un paño.

—Por favor —supliqué—, por favor. Haz lo que tengas que hacer, pero sácalo.

—Ya lo estás haciendo tú —me consoló—. Tú eres la única que puede sacar a este bebé.

La habitación azul estaba en llamas. Se supone que el agua no es inflamable, pero allí estaba yo, ahogándome y quemándome al mismo tiempo. No podía respirar ni ver. No había aire, no había salida.

—Por favor —supliqué con voz rota.

Mami Ruby estaba agachada a mi lado. Sus ojos quedaban a la misma altura que los míos y nuestras frentes se tocaban. Colocó mis brazos alrededor de sus hombros y me puse en cuclillas, como si ella fuera a sacarme de aquella agua en llamas, pero Mami Ruby no se movió. Estábamos pegadas al suelo y ella escuchaba.

—Ya viene —confirmó—. Lo estás trayendo. Sólo tú puedes hacerlo.

Fue entonces cuando comprendí lo que me estaba diciendo. Prorrumpí en gemidos de arrepentimiento. Esta vez no había escapatoria. No podía darme la vuelta, no podía marcharme sin aceptar las consecuencias de mi comportamiento. Sólo había una forma de llegar al otro lado y era a través del dolor.

Por fin, mi cuerpo se rindió. Dejé de resistirme y el bebé empezó a escurrirse con una lentitud espantosa por el canal del parto y finalmente llegó a las manos de Mami Ruby.