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—¡Elizabeth! —llamé.

Mi voz sonó frenética, desesperada. La luna se alzaba sobre la caravana de Perla y la estructura achaparrada y rectangular proyectaba una sombra oscura por la ladera de la colina, hasta donde yo estaba. Elizabeth respondió de inmediato, volviéndose para correr por el borde de la sombra. Entró y salió varias veces de la oscuridad hasta llegar ante mí. La luna iluminaba unos mechones plateados que se rizaban sobre sus sienes. Su cara, envuelta en sombras, era una suma de líneas y ángulos acentuados por dos ojos redondos y suaves.

—Aquí tienes —le dije.

Me parecía oír los latidos de mi corazón. Le tendí una uva, la limpié frotándola contra mi camiseta húmeda y volví a ofrecérsela.

Elizabeth la cogió y me miró. Abrió y cerró la boca. Masticó una vez, escupió las semillas, masticó, tragó y volvió a masticar. Su expresión cambió. La tensión desapareció y el azúcar de la uva pareció endulzar su piel; un rubor juvenil cubrió sus mejillas; sonrió y me abrazó con sus fuertes brazos. Mi logro se expandió y nos envolvió por completo en una protectora burbuja de júbilo. Me apreté contra ella, orgullosa y jubilosa; después le rodeé la cintura con los brazos, sin mover los pies del sitio y con el corazón acelerado.

Ella se separó para mirarme a los ojos.

—Sí —confirmó—. Por fin.

Llevábamos casi una semana buscando la primera uva madura. Un repentino aumento de las temperaturas había provocado un pico de dulzura tan inesperado que era imposible evaluar con precisión tantos miles de cepas. Elizabeth, frenética, me indicaba por dónde tenía que ir, como si yo fuera una extensión suya. Las hectáreas de cepas permanecían intactas mientras nosotras, por separado, recorríamos una línea tras otra probando uvas: chupábamos la pulpa, masticábamos la piel y escupíamos las semillas. Elizabeth me había dado un palo para que delante de cada vid que probaba dibujara una O o una X, sus símbolos de sol y sombra, seguidos de mi valoración de azúcar y taninos. Empecé junto al camino: «O 71:5»; seguí detrás de los remolques: «X 68:3»; y por último subí por la colina hasta más allá de la bodega: «O 72:6.» Elizabeth hacía su recorrido lejos de mí, pero al final vino a seguir mis pasos, probando uvas cada dos o tres líneas y revisando mis valoraciones.

No tenía por qué dudar de mi capacidad y ahora ya lo sabía. Me hizo inclinar hacia delante y me besó en la frente. Por primera vez desde hacía meses, me sentía querida. Nos sentamos en el suelo y ella me abrazó. Permanecimos en silencio, viendo ascender la luna.

Era inevitable que nos concentráramos en la inminente vendimia, lo que nos había hecho olvidar la advertencia de Grant. No habíamos tenido tiempo para pensar en Catherine ni en su amenaza. Ahora, rodeadas de uvas maduras, con el cariño que nos profesábamos y con el viñedo latiendo en nuestras venas, recordamos sus palabras. Me asaltó la inquietud.

—¿Estás preocupada? —pregunté.

Elizabeth estaba pensativa. Antes de hablar, me apartó el flequillo de los ojos, acariciándome la mejilla. Asintió con la cabeza.

—Estoy preocupada por Catherine —contestó—. Por el viñedo, no.

—¿Por qué?

—Mi hermana no está bien. Grant no contó gran cosa, pero no hizo falta. Estaba muy asustado. Lo entenderías si le hubieras visto la cara y también si hubieras conocido a mi madre.

—¿Qué quieres decir? —No entendía qué podía tener que ver la madre de Elizabeth, que llevaba años muerta, con el estado actual de Catherine ni con el miedo de Grant.

—Mi madre no estaba bien de la cabeza. Yo ni siquiera la vi en los últimos años de su vida. Me daba demasiado miedo. No se acordaba de mí, o recordaba algo terrible que yo había hecho y me culpaba de su enfermedad. Era espantoso, pero no debí dejarla sola, no debí dejarle toda la carga a Catherine.

—¿Qué podías hacer?

—Habría podido ocuparme de ella. Ahora ya es demasiado tarde, claro: murió hace casi diez años. Pero todavía puedo cuidar de mi hermana, aunque ella no quiera. Ya he hablado con Grant y está de acuerdo.

—¿Que has…? —Me quedé anonadada. Llevábamos una semana tomando muestras de uvas doce horas al día. No entendía cuándo había tenido tiempo para hablar con Grant.

—Él nos necesita, Victoria, y Catherine también. Su casa es casi tan grande como la nuestra, habrá sitio suficiente para todos.

Moví lentamente la cabeza de un lado a otro y luego más rápido a medida que asimilaba sus palabras. El pelo me azotaba las orejas y la nariz. Elizabeth quería que fuéramos a vivir con Catherine. Quería que me fuera a vivir con la mujer que me había destrozado la vida y que la ayudara a cuidarla.

—No —dije, levantándome y apartándome—. Ve tú si quieres, pero yo no.

Cuando la miré, ella desvió los ojos, y mis palabras quedaron suspendidas entre las dos.