Compré un holgado vestido negro en Union Square y cuatro docenas de lirios morados en un puesto de Market Street. El vestido disimulaba mi abultado vientre y evitaría que las mujeres me tocaran; los lirios serían mis tarjetas de presentación. Corté unas hojas de papel azul lavanda en rectángulos e hice un agujero en cada uno. En una cara escribí «Mensaje» imitando la caligrafía elegante de Elizabeth; en la otra, «Victoria Jones, florista» con mi propia letra. Añadí el número de teléfono de Natalia.
Sólo había un impedimento, y resultó más complicado de lo que creía. Conservaba el carnet de comprador al por mayor de Renata, pero no podía comprar las flores en el mercado porque Grant iba allí todos los días excepto el domingo. Y no podía adquirir las flores un domingo para la boda del sábado siguiente. Había pensado ir a San José o Santa Rosa, pero comprobé que no había ningún otro mercado de flores en todo el norte de California. Por lo visto, los floristas recorrían cientos de kilómetros por la noche para abastecerse en San Francisco.
Me planteé comprar las flores en una tienda al por menor, pero después de calcular lo que me costarían, me di cuenta de que así no obtendría ningún beneficio; hasta era posible que me costara dinero. De modo que el viernes antes de la boda fui a la Casa de la Alianza, subí los escalones de cemento y llamé a la puerta.
Me abrió una chica delgada y rubia.
—¿Alguien necesita trabajo? —pregunté.
La rubia se marchó por el pasillo y no volvió. Un grupito de chicas que estaban reunidas en el sofá me miraron con recelo.
—Yo vivía aquí —les dije—. Ahora soy florista. Mañana tengo una boda y necesito ayuda para comprar las flores.
Tres se levantaron y se reunieron conmigo alrededor de la mesa del comedor.
A modo de entrevista les hice tres preguntas y escuché sus respuestas una a una. La primera, «¿tienes despertador?», suscitó una solemne serie de cabezadas afirmativas. La segunda, «¿sabes llegar a la esquina de la calle Seis con Brannan en autobús?», eliminó a la pelirroja bajita y regordeta que se había sentado en el extremo de la mesa. Dijo que por nada del mundo se subiría a un autobús y yo la despaché chascando los dedos.
A las otras dos les pregunté para qué necesitaban el dinero. La primera en contestar, una hispana llamada Lilia, recitó una larga lista de deseos, algunos esenciales pero la mayoría meros caprichos. Le estaban creciendo las mechas, enumeró, se estaba quedando sin crema hidratante y no tenía zapatos que hicieran juego con la ropa que le había regalado su novio. Por último mencionó el alquiler. Me gustó su nombre, pero no sus respuestas.
La otra chica llevaba un largo flequillo que le cubría los ojos, y cuando se apartaba el pelo de la frente dejaba allí la mano. Pero su respuesta a mi pregunta fue sencilla, exactamente la que yo buscaba. Si no pagaba el alquiler, dijo con voz quebrada, la echarían de la casa. Y se tapó la parte inferior de la cara con el cuello del jersey. Yo buscaba a alguien que estuviera tan desesperado que no sólo oyera el despertador a las tres y media de la madrugada, sino que también se levantara de la cama; aquella chica no me fallaría. Le pedí que me esperara en la parada del autobús de Brannan, a una manzana del mercado de flores, a las cinco de la mañana del día siguiente.
La chica llegó tarde. No lo bastante para que yo no pudiera terminar los arreglos a tiempo, pero sí lo suficiente para preocuparme. No tenía un plan de emergencia y prefería dejar a Bethany en el altar sin ramo de flores que arriesgarme a ver a Grant. Cada vez que pensaba en él me dolía todo y el bebé se retorcía. La chica apareció quince minutos más tarde de la hora acordada, corriendo y resollando. Me dijo que se había quedado dormida en el autobús y se había pasado la parada, pero que recuperaría el tiempo perdido. Le di mi carnet de comprador al por mayor, un fajo de billetes y una lista de flores.
Mientras ella estaba dentro, yo patrullé por el exterior del edificio en previsión de que intentara largarse con mi dinero. Había muchas salidas de emergencia, pero confiaba en que tuvieran conectada la alarma. Media hora más tarde, la chica apareció cargada de flores. Me las entregó junto con el cambio y volvió a buscar la otra mitad. Cuando llegó, metimos las flores en mi coche y regresamos a Potrero Hill sin hablar.
Había cubierto el suelo de la planta baja con un plástico protector. Natalia me había dicho que podía hacer lo que quisiera en la planta baja, siempre que no interfiriera con los ensayos nocturnos de su grupo. Los jarrones que había comprado en las rebajas de una tienda todo-a-uno estaban en fila en el centro de la sala, llenos de agua, y junto a ellos había un rollo de cinta y unos alfileres.
Nos sentamos en el suelo y pusimos manos a la obra. Le enseñé a cortar las espinas de las rosas, recortar las hojas y cortar los tallos al sesgo. Ella se puso a preparar las flores y yo empecé a componer los arreglos. Seguí hasta que noté calambres en las piernas, pues incluso sentada en el suelo acusaba el peso de mi cuerpo. Subí al piso de arriba para estirar las extremidades y cogí las flores de acacia y las madreselvas que había reunido. Estaban en el estante del medio de la nevera, junto a un paquete de bollos de canela y un cartón de leche. Agarré todo y lo bajé, y le ofrecí los bollos a mi ayudante.
—Gracias —me dijo, y cogió dos—. Me llamo Marlena, por si no te acuerdas.
Lo había olvidado. Marlena no tenía nada de memorable. Era muy normal y hasta su normalidad quedaba oculta por el largo cabello y la ropa holgada de la chica. Sacudió la cabeza y sopló con fuerza hacia arriba de modo que se le abrió el flequillo, revelando unos ojos castaños. Por fin pude ver su cara: redonda, con una piel lisa e impoluta. Llevaba una sudadera enorme que le llegaba casi por las rodillas y la hacía parecer una niña abandonada. Cuando terminó de comer, el flequillo volvió a taparle la cara, pero no se lo apartó.
—Yo me llamo Victoria —me presenté.
Le di un lirio largo de uno de los jarrones que había junto a la mesa. Ella leyó la tarjeta.
—Tienes suerte —comentó—. Una empresaria con un bebé en camino. Dudo que muchas de nosotras lleguemos hasta donde has llegado tú.
No le hablé de los meses que había pasado en McKinley Square, ni del miedo que sentía cada vez que me acordaba de que aquella masa que se agitaba y crecía dentro de mí se convertiría en un niño: un ser vivo hambriento y chillón.
—Unas llegarán y otras no —comenté—, como ocurre en todas partes.
Me terminé el bollo de canela y reanudé la tarea.
Las horas fueron transcurriendo y de vez en cuando Marlena me hacía una pregunta o me felicitaba por los arreglos, pero yo trabajaba a su lado en silencio. Pensaba en Renata, la primera mañana que pasé con ella en el mercado de flores, aprendiendo a comprar; y ese mismo día, más tarde, cuando, sentada a la larga mesa, ella asentía con la cabeza tras ver acabado cada uno de mis ramos.
Cuando terminamos, Marlena me ayudó a cargar las flores en el coche y saqué el dinero.
—¿Cuánto necesitas? —le pregunté.
Ella estaba preparada para esa pregunta.
—Sesenta —contestó—. Para pagar el alquiler el primero de mes. Así podré quedarme un mes más.
Conté tres billetes de veinte, hice una pausa y añadí un cuarto.
—Toma ochenta —dije—. Llámame al número de la tarjeta todos los lunes. Te diré cuándo tengo más trabajo.
—Gracias —contestó.
Habría podido acompañarla a su casa —la boda se celebraba a sólo unas manzanas de la Casa de la Alianza—, pero me apetecía estar sola. Esperé a que doblara la esquina, subí al coche y conduje hasta la playa.
La boda salió a la perfección. Las rosas no se pusieron mustias; la madreselva colgaba sin enredarse. Después me situé en la entrada del aparcamiento y entregué un lirio a cada invitado. Nadie me tocó el vientre. No asistí a la recepción.
Como no le había hablado a Natalia de mi negocio, casi nunca salía de casa y siempre contestaba al teléfono. «Mensaje», decía por el auricular, a medio camino entre la interrogación y la afirmación. Los amigos de Natalia dejaban su mensaje y yo le pegaba notas en la puerta del dormitorio. Los clientes se presentaban y explicaban de qué tipo de celebración se trataba, y yo precisaba sus deseos mediante una serie de preguntas o los invitaba a venir a verme para charlar. Los amigos de Bethany tenían dinero y nadie, ni una sola vez, me preguntó cuánto le costarían las flores. Le cobraba más cuando necesitaba el dinero, y menos a medida que el negocio empezaba a crecer.
Mientras esperaba a que sonara el teléfono y a que se llenara mi agenda, completé dos ficheros de fotografías más. No me gustaba que unos desconocidos se sentaran a la mesa y manosearan mi fichero azul, y necesitaba uno organizado por flores, como el de Grant. Con los negativos que conservaba imprimí más fotografías, las monté sobre unas sencillas tarjetas blancas y las archivé en cajas de zapatos que encontré en la calle. Puse un juego en la mesita de abajo y el otro se lo entregué a Marlena, pidiéndole que memorizara todas las tarjetas. Mi fichero azul volvió a mi habitación, a salvo detrás de los cerrojos.
Me llamaron para la celebración de un nacimiento en Los Altos Hills, para la fiesta de cumpleaños de un niño pequeño en un piso de lujo de California Avenue y para una fiesta de matrimonio en Marina, enfrente de mi tienda de delicatessen favorita. Adorné tres comidas familiares y una fiesta de Año Nuevo en casa de Bethany y Ray. Allá donde iba llevaba un cubo plateado lleno de lirios, cada uno con su tarjeta de presentación. En enero Marlena ya había ganado suficiente dinero para pagar el alquiler de su propio apartamento y yo tenía programadas dieciséis bodas para el verano.
No acepté ningún pedido para marzo y los compromisos de febrero me producían mucha inquietud. En los rincones de la habitación azul había cuatro recipientes de plástico en los que había plantado díctamo. Sin luz, la planta nunca florecería. Yo mantenía la luz apagada e intentaba retrasar lo inevitable.
Pero, pese a mi miedo, el bebé que llevaba dentro seguía creciendo. Tenía la barriga tan enorme que, a finales de enero, tuve que echar el asiento de mi pequeño coche hacia atrás al máximo. Aun así, sólo quedaban un par de centímetros entre mi barriga y el volante. Cuando el bebé movía un codo o un pie, parecía que fuera a asumir el control del coche. Me vestía con ropa de hombre: camisetas y sudaderas grandes y anchas y pantalones con goma en la cintura que me cubrían la barriga. De vez en cuando pasaba por obesa, pero en general seguía sintiéndome vulnerable a las manos curiosas.
En el último mes de embarazo evité al máximo ver a mis clientes; entregaba las flores mucho antes de que llegaran los invitados y ya no llevaba el cubo de lirios. Mi aspecto, aún más desaliñado, resultaba incongruente entre tantas mujeres bien vestidas, y me daba cuenta, aunque ellas trataran de disimular, de que las hacía sentir incómodas.
Mami Ruby empezó a aparecer con frecuencia, justificando sus visitas con excusas flojas. «Natalia está muy delgada», me dijo la primera vez; le había preparado un guiso de tofu. Ni Natalia, que no había adelgazado, ni yo nos lo comimos. El tofu era de los pocos alimentos que mi estómago no toleraba. Cuando Natalia se marchó para su primera gira de un mes —su grupo de admiradores se había ido ampliando—, tiré el guiso a la basura, incluida la pesada fuente. Sola en el apartamento, empecé a mirar por la ventana antes de salir, y si veía a Mami Ruby sentada en la acera de enfrente, volvía a la habitación azul y echaba todos los cerrojos.
Sabía que Renata le había contado a su madre que yo estaba embarazada. Natalia nunca habría propiciado aquellas visitas tan frecuentes y Renata, pese a haberme despedido, se preocupaba por mi bienestar, como había hecho, inexplicablemente, desde el momento de conocernos. Por la mañana, mientras preparaba arreglos florales en la planta baja, la veía pasar en su furgoneta cargada de flores camino de la tienda. Nos mirábamos y ella me saludaba con la mano, y a veces yo le devolvía el saludo, pero ella nunca se detenía y yo nunca me levantaba.
En previsión del nacimiento del bebé, reuní algunos artículos indispensables: mantas, un biberón, leche en polvo, pijamas y un gorro. No se me ocurrió nada más. Lo compré todo sin entusiasmo ni ansiedad, presa de un embotamiento paralizante. No me daba miedo el parto. Las mujeres habían dado a luz desde el principio de los tiempos. Había madres que morían y bebés que morían, madres que vivían y bebés que vivían. Las madres criaban a los bebés o los abandonaban, niños y niñas, sanos o defectuosos. Pensaba en todos los desenlaces posibles y ninguno parecía mejor que los otros.
El 25 de febrero me desperté empapada e inmediatamente comenzaron los dolores.
Natalia todavía estaba de gira, lo cual agradecí. Había imaginado que tendría que morder la almohada para no hacer ruido durante el parto, pero no hubo necesidad. Era sábado, los edificios de oficinas adyacentes estaban cerrados y nuestro apartamento se encontraba vacío. Al notar la primera contracción, de algún lugar de mi interior salió un débil gruñido. No reconocí mi propia voz ni el intenso dolor de mi cuerpo. Cuando pasó la contracción, cerré los ojos y me imaginé flotando en un mar profundo y azul.
Floté durante un minuto, quizá dos, y entonces regresó el dolor, más intenso que antes. Me tumbé sobre el costado; notaba las paredes del abdomen, duras como el acero, cerrándose alrededor del bebé y empujándolo hacia abajo. El pelo de la moqueta se desprendía en mechones empapados bajo la presa de mis dedos; cuando pasó el dolor, golpeé con rabia las calvas que había dejado.
El olor a díctamo y tierra húmeda parecía atraer al bebé, aunque lo único que yo quería era marcharme de allí. Pensé que todo sería diferente sobre el frío cemento de la acera, en medio del tráfico y el ruido. El bebé entendería que en el mundo no había lugar para una llegada apacible, nada suave y acogedor. Iría a pie hasta Mission y me compraría un donut, y el bebé se embriagaría con el glaseado de chocolate y decidiría seguir sin nacer. Me sentaría a una mesa de plástico duro y el dolor cesaría, tenía que cesar.
Salí arrastrándome de la habitación azul e intenté levantarme, pero no pude. Las contracciones eran una resaca que me tiraba hacia abajo. Caminé a gatas hasta el taburete de la barra de la cocina y me quedé con la cabeza colgando sobre el travesaño de metal.
«Quizá se me parta el cuello», pensé con algo de optimismo. Quizá la cabeza se me separaría del cuerpo y todo habría terminado. Cuando me sobrevino la siguiente contracción mordí la barra de metal.
Al disminuir el dolor sentí mucha sed. Fui al cuarto de baño, me incliné sobre el lavamanos, abrí el grifo y bebí agua recogiéndola con las manos ahuecadas. No fue suficiente. Abrí el grifo de la ducha y me metí en la bañera; el chorro de agua me llenaba la boca y descendía por mi garganta. Me di la vuelta y dejé que el agua me empapara la ropa y resbalara por mi cuerpo. Me quedé así, con la coronilla apoyada contra la pared y con aquella presión machacándome la zona lumbar, hasta que se terminó el agua caliente y me quedé de pie, temblorosa y con la ropa chorreando.
Salí de la ducha, me incliné sobre el lavamanos y empecé a maldecir con voz grave y rabiosa. Iba a odiar a mi hijo por aquello. Todas las madres debían de odiar en secreto a sus retoños por el inevitable dolor del parto. En aquel momento entendí perfectamente a mi madre. Me la imaginé escabullándose del hospital, sola, con el cuerpo partido en dos, abandonando a su bebé bien envuelto, el bebé que ella había cambiado por su cuerpo antaño perfecto, por su existencia antaño exenta de dolor. El dolor y el sacrificio no podían perdonarse. Yo no merecía que me perdonaran. Me miré en el espejo y traté de imaginar la cara de mi madre.
La virulencia de la siguiente contracción me dobló por la cintura, la frente apoyada en el grifo. Cuando levanté la cabeza y volví a mirarme en el espejo, no vi la cara imaginada de mi madre, sino la de Elizabeth. Tenía los ojos vidriosos, como se le ponían durante la vendimia, frenéticos y llenos de entusiasmo.
Lo que más deseaba en ese momento era estar con ella.