3

Para asegurarme esperé otro mes, y luego un tercero. Deslizaba el alquiler por debajo de la puerta de Natalia el día que tocaba. A finales de octubre, las náuseas habían remitido. Sólo volvían cuando no comía suficiente, lo que no pasaba a menudo. Tenía dinero para comprar comida. El dinero de Grant y mis ahorros habrían bastado para mantenerme bien alimentada todo el embarazo, aunque sabía que no tendría que esperar tanto.

Cuando los árboles empezaron a perder las hojas, me convencí de que Grant había desistido. Lo imaginaba mirando por las ventanas del depósito de agua, metiendo en cajas a los poetas románticos, cubriendo el fichero naranja con una tela opaca, todo con los calculados movimientos de un hombre que tiene un pasado que olvidar. Me dije que no tardaría en olvidarlo. Conocería mujeres en el mercado de flores, mujeres más hermosas, exóticas y sensuales de lo que yo jamás sería. Si todavía no había encontrado a ninguna, tarde o temprano lo haría. Pero mientras intentaba convencerme a mí misma, la imagen de Grant con la capucha de la sudadera bien calada no se iba de mi mente. Nunca lo había visto mirar a ninguna mujer que pasara por su puesto.

El día que noté la primera patadita del bebé decidí volver a la habitación azul. Arrastré mi petate por media ciudad hasta mi coche y fui al apartamento. Entré por la puerta principal y lo subí todo en tres viajes. La habitación de Natalia estaba abierta y me quedé un momento observándola dormir. Había vuelto a teñirse el pelo y el tinte rosa había manchado la almohada blanca. Olía a vino dulce y clavos de olor y estaba completamente inmóvil. La toqué para despertarla.

—¿Ha venido? —pregunté.

Natalia se tapó los ojos con un brazo y suspiró.

—Sí, estuvo aquí hace un par de semanas.

—¿Qué le dijiste?

—Que te habías marchado.

—Es la verdad.

—Ya. ¿Dónde estabas?

No le contesté.

—¿Le dijiste que seguía pagando el alquiler?

Natalia se incorporó y negó con la cabeza.

—No estaba del todo segura de que el dinero fuera tuyo. —Me puso una mano en el vientre. Aquellas últimas semanas había pasado de parecer gorda a parecer inequívocamente embarazada—. Renata me lo contó.

El bebé me dio otra patada, presionando contra mis órganos: el hígado, el corazón, el bazo. Me entraron arcadas y corrí hasta la cocina. Vomité en el fregadero. Me senté en el suelo y noté cómo las náuseas iban y venían al compás de los movimientos del bebé. Creía que ya había superado los mareos de las primeras semanas y también el impulso de vomitar cada vez que me tocaban. Una de esas dos suposiciones era errónea.

Renata se lo había contado a Natalia. Así pues, no había ningún motivo para pensar que no iba a contárselo también a Grant. Me levanté sujetándome de los tiradores de los armarios y volví a vomitar en el fregadero.

En el escaparate de Bloom había un letrero nuevo. La tienda abría menos horas y cerraba los domingos. Cuando llegué, a primera hora de la tarde, estaba cerrada y a oscuras, aunque según el letrero debía estar abierta. Llamé. Renata no acudió y llamé otra vez. Tenía la llave en el bolsillo, aunque no la utilicé. Me senté en el bordillo a esperar.

Un cuarto de hora más tarde llegó Renata. Traía un burrito envuelto en papel de aluminio. La luz se reflejaba en el envoltorio y rebotaba en los edificios por los que pasaba. Me levanté sin mirarla, ni siquiera lo hice cuando se paró ante mí. Me miré los pies, todavía visibles bajo la curva del vientre.

—¿Se lo has contado? —pregunté.

—¿No lo sabe?

Me cohibió su tono de sorpresa y acusación. Tropecé con el bordillo y casi me caí a la calzada; Renata me sujetó rodeándome los hombros. Sus ojos expresaban más dulzura que sus palabras.

Me señaló al vientre con la barbilla.

—¿Cuándo será?

Me encogí de hombros. No lo sabía ni me importaba. El bebé nacería cuando tuviera que nacer. No pensaba ir al médico ni dar a luz en un hospital. Renata pareció comprender todo eso sin necesidad de que se lo explicara.

—Mi madre te ayudará y no te cobrará nada. Considera que ésa es su misión en este mundo. —Me pareció que las palabras de Renata salían por la boca de Mami Ruby, aunque con un acento más marcado y sus manos tocándome. Negué con la cabeza—. Entonces, ¿qué quieres de mí? —me preguntó, sin duda sintiéndose frustrada.

—Quiero trabajar. Y quiero que no se lo cuentes a Grant. Ni que he vuelto ni que voy a tener un hijo.

Renata suspiró.

—Merece saberlo.

Asentí con la cabeza.

—Ya lo sé. —Grant se merecía muchas cosas, todas mucho mejores que yo—. ¿Me prometes que no se lo contarás?

Renata negó con la cabeza.

—No, aunque no mentiré para encubrirte. No podrás trabajar para mí; todos los sábados Grant me pregunta si has vuelto a la tienda. Nunca se me ha dado bien mentir y no quiero aprender ahora.

Me senté en el bordillo y Renata me imitó. Me tomé el pulso debajo de la correa del reloj y comprobé que era casi imperceptible. No podía buscar otro empleo. Ya antes de quedarme embarazada tenía pocas posibilidades de que me contrataran; en mi estado actual, cada vez más visible, sería prácticamente imposible. Tarde o temprano se me acabaría el dinero ahorrado. No podría comprar comida ni todo aquello que encarecía tanto tener hijos, fuera lo que fuese.

—Entonces ¿qué hago? —Mi desesperación se transformó en rabia, pero Renata no se inmutó.

—Pregúntaselo a Grant —sugirió.

Me levanté para irme.

—Espera —pidió.

Abrió la puerta de Bloom y fue a la caja registradora. Volvió con un sobre rojo cerrado, con mi nombre pulcramente escrito, y un fajo de billetes de veinte dólares. Me entregó el dinero.

—Tu último sueldo —dijo.

No lo conté, pero sabía que había mucho más de lo que me correspondía. Me lo guardé en la mochila y entonces Renata me entregó el sobre y su burrito, que no había probado.

—Proteínas —explicó—. Es lo que aconseja mi madre. Hace que se desarrolle el cerebro del bebé. O los huesos, no me acuerdo.

Le di las gracias y me di la vuelta para descender por la colina.

—Si alguna vez necesitas algo —me dijo Renata—, ya sabes dónde encontrarme.

Pasé el resto del día en la habitación azul soportando las náuseas, que iban y venían según el bebé se agitaba. El sobre rojo sobre la moqueta de pelo blanco parecía una mancha de sangre. Me senté con los tobillos cruzados a su lado. No sabía si abrirlo o meterlo bajo la moqueta y olvidarme de él.

Al final opté por lo primero. Sería duro leer las palabras de Grant, pero aún más duro sería llevar adelante todo el embarazo sin saber si él había adivinado la razón de mi brusca partida.

Sin embargo, cuando abrí el sobre me llevé una sorpresa. Era una invitación de boda: la de Bethany y Ray, que iba a celebrarse el primer fin de semana de noviembre en Ocean Beach. Faltaban menos de dos semanas para la ceremonia. Bethany me había escrito una nota en el dorso: estaba invitada, pero quería que me ocupara también de las flores. Decía que lo que más le importaba era la permanencia, y en segundo término la pasión. «Lo contrario de la flor de cerezo», pensé, y sentí un estremecimiento al recordar la tarde que había pasado con Grant en el taller de Catherine y todo lo que había desencadenado aquel momento. Decidí que le propondría madreselva, devoción. La fuerza de esa enredadera sugería una permanencia que yo nunca había experimentado, pero ojalá sí lo consiguiera Bethany.

Incluía su número de teléfono y me pedía que la llamara a finales de agosto. Ya estábamos en septiembre y seguramente habría encontrado a otra florista, pero tenía que intentarlo. Era la única fuente de ingresos que podía prever para aquel invierno, que prometía ser largo y ocioso.

Bethany contestó al segundo tono y dio un grito de asombro al oír mi voz.

—¡Victoria! ¡Oh, Victoria, ya te había descartado! Encontré otra florista. Pero esa mujer está a punto de perder un trabajo, con depósito o sin él.

Me dijo que podíamos quedar al día siguiente. También vendría Ray. Le di la dirección de mi casa.

—Supongo que te quedarás a la boda —me dijo antes de colgar—. Ya sabes que le atribuyo a tu ramo el principio de todo.

—Sí, me quedaré —respondí.

Además, llevaría tarjetas de presentación.

Le pregunté a Natalia si podía recibir a Bethany y Ray en la planta baja y me contestó que sí. Al día siguiente compré una mesita y tres sillas plegables en un mercado de segunda mano del sur de San Francisco. Cupieron en el maletero del coche, la puerta atada con una cuerda. Además de los muebles, compré un jarrón de cristal tallado color rosa con una discreta muesca (un dólar) y un mantel de encaje con forro de plástico rosa (tres dólares). Envolví el jarrón con el mantel y volví a casa por calles secundarias.

Dispuse la mesita en la vacía oficina. La cubrí con el mantel de encaje y coloqué el jarrón de cristal en el centro, con flores de mi jardín de McKinley Square. Junto al jarrón coloqué mi fichero de fotos azul, con la tapa cerrada. Revisé varias veces el orden alfabético mientras esperaba a mis visitantes.

Por fin llegaron. Bethany, plantada en el umbral, estaba más guapa de lo que yo recordaba y Ray era más atractivo de lo que había imaginado. Pensé que formarían una pareja espectacular arrastrando madreselva por la arena blanca.

Bethany abrió los brazos y me dejé abrazar. Mi abultado vientre era como una pelota entre ambas. Ella miró hacia abajo, dio un gritito de asombro y me puso las manos en el vientre. Me pregunté cuántas veces tendría que soportar aquello en los meses siguientes, por parte de conocidos y desconocidos que me encontrara por la calle. Por lo visto, el embarazo anulaba las tácitas reglas sociales relativas al respeto del espacio personal. Era algo que me resultaba casi tan desagradable como la sensación de tener un ser humano creciendo en mi seno.

—¡Felicidades! —exclamó Bethany y volvió a abrazarme—. ¿Para cuándo es?

Era la segunda vez que me lo preguntaban en dos días y la frecuencia aumentaría a medida que aumentara mi tamaño. Conté los meses mentalmente.

—Para febrero —calculé—. O marzo. Los médicos no están seguros.

Bethany me presentó a Ray y nos dimos la mano. Señalé la mesa y las sillas y los invité a sentarse. Me situé enfrente de ellos y les ofrecí disculpas por haber tardado tanto en llamar.

—Estamos muy contentos de que al final llamaras —dijo Bethany apretando uno de los musculosos brazos de su prometido—. Le he hablado mucho de ti a Ray.

Deslicé hacia ellos el fichero azul, que brillaba bajo los fluorescentes de oficina.

—Puedo preparar lo que queráis. En el mercado de flores se puede encontrar casi de todo, incluso fuera de temporada.

Bethany abrió la tapa y sentí un estremecimiento, como si me hubiera tocado otra vez.

Ray sacó la primera tarjeta. En los años siguientes vería a muchos hombres nerviosos e intimidados ante mi diccionario de flores, con los fluorescentes proyectando marcadas sombras en sus rostros, pero Ray no era uno de ellos. Su corpulencia era engañosa; exteriorizaba sus emociones como las amigas de Annemarie, sin tapujos, con entusiasmo y sin disimular su indecisión. Se quedaron atascados en la primera tarjeta, acacia, como nos había pasado a Grant y a mí, pero por motivos muy diferentes.

Amor secreto —leyó Ray—. Me gusta.

—¿Secreto? —preguntó Bethany—. ¿Por qué secreto? —Lo dijo fingiéndose ofendida, como si su novio estuviera proponiéndole que ocultaran su amor al resto del mundo.

—Porque lo que nosotros tenemos es secreto. Cuando mis amigos hablan de sus novias o esposas, tanto para quejarse como para jactarse, yo permanezco callado. Lo nuestro es diferente. Y quiero que siga así. Intacto y secreto.

—Hum —reflexionó Bethany—. Vale.

Volvió la tarjeta y observó la fotografía de la acacia, cuya flor es esférica, dorada y liviana y cuelga de un fino tallo. En McKinley Street había más de una. Confiaba en que estuvieran en flor.

—¿Qué puedes hacer con esto? —me preguntó.

—Depende de qué más queráis. No es una flor de centro. Seguramente la utilizaría para bordear un ramillete que te cubra un poco las manos.

—Me gusta —opinó Bethany y miró a Ray—. ¿Qué más?

Al final se decidieron por las verdolagas fucsia, con lilas rosa claro, dalias color crema, madreselvas y flores de acacia doradas. Iban a tener que cambiar los vestidos de las damas de honor porque la seda granate habría desentonado. Bethany se alegró de haberlos comprado en unos grandes almacenes, no encargados a medida. Las flores eran lo más importante, afirmó muy convencida, y Ray le dio la razón.

Cuando se levantaron para marcharse, prometí que les llevaría las flores a mediodía y volvería a las dos para asistir a la boda.

—Así, si es necesario, podré darle los últimos retoques a tu ramo —añadí.

Bethany me abrazó otra vez.

—Eso sería genial —dijo—. Lo que más temo es que las rosas se pongan mustias de repente, cuando empiece a sonar la música, y que mi boda y mi buena suerte se vayan al traste.

—No te preocupes —la tranquilicé—. Las flores no se marchitan espontáneamente —expliqué mirando a su prometido.

Ella sonrió. Yo no me refería a las flores sino a Ray, y ella me entendió.

—Ya lo sé —dijo.

—¿Os importa que lleve unas tarjetas de presentación? —pregunté—. Es que estoy empezando aquí —comenté, mirando las paredes blancas.

—¡Claro que no! —exclamó Bethany—. ¡Trae tarjetas! Y ven con tu pareja, por supuesto.

Bethany apuntó a mi vientre y me guiñó un ojo. El bebé me dio una patada y volví a sentir náuseas.

—Llevaré las tarjetas —dije—, pero iré sola. Gracias de todos modos.

Bethany se quedó cohibida y Ray la empujó hacia la puerta.

—Gracias, Victoria —se despidió Bethany—. En serio. No sabes cómo te lo agradezco.

De pie junto a la puerta de cristal, los vi ir por la calle hasta su coche. Ray rodeaba a Bethany con un brazo por la cintura. Debía de estar consolándola, asegurándole que aquella joven extraña y solitaria con un don mágico para las flores estaba feliz siendo una madre soltera.

Pero se equivocaba.