Volvería a la habitación azul; tendría el bebé entre sus paredes húmedas. Eso lo sabía con tanta certeza como que Grant me estaba buscando. Él no sabía dónde estaba la habitación azul, pero seguro que tenía suficientes datos para encontrarla. No podía volver allí hasta que él hubiera desistido. Quizá pasaran meses, quizá gran parte del año. Estaba preparada para esperar.
Sin que me importara la presencia de adolescentes borrachos, volví a mi jardín de McKinley Square. Tenía un cuchillo y experiencia sexual. No podían intentar hacerme nada que no me hubieran hecho ya y, al mirarme en el espejo de una gasolinera, dudé que alguien lo intentara. No me cambiaba de ropa, ni buscaba duchas ni barrios acomodados; era como si la transformación de mi cuerpo y mi falta de vivienda no fueran lo más apremiante. Empezó a notarse que llevaba semanas viviendo en la calle.
Echaba de menos a Renata y mi empleo, pero no podía volver a Bloom. Ése era el primer sitio donde Grant me buscaría. Me escondí bajo las matas de brezo, que durante mi ausencia habían crecido y se habían multiplicado. Las semillas de brezo pueden pasar meses o años, incluso décadas, en el suelo antes de germinar, y aquella planta que yo conocía bien me reconfortaba. Me acurruqué bajo sus ramas junto al petate de Grant. El resto de mis cosas las dejé en el coche, que todos los días aparcaba en una calle diferente. Si Grant lo veía, lo reconocería, a pesar de que había quitado la matrícula y escondido el fichero azul bajo mis objetos personales, así que lo aparcaba lejos de Potrero Hill, en Bernal Heights o Glen Park, y a veces aún más lejos, en Hunters Point. Ya llevaba semanas durmiendo en el parque cuando se me ocurrió que podía dormir en el coche. Pero no quería. El olor de la tierra del parque, saturada por el exceso de riego, se filtraba en mis sueños y calmaba mis pesadillas.
A mediados de agosto, encaramada en lo alto de la estructura de juegos de McKinley Square, divisé a Grant. Subía por la empinada Vermont Street, oteando los modernos lofts y los viejos edificios Victorianos. Se paró y habló un momento con un pintor que estaba subido a un andamio. Grant se encontraba un par de manzanas colina abajo y no pude oír lo que decía, pero parecía que no le faltaba el aliento después de subir la cuesta.
Me metí entre los matorrales, cerré el petate, salí y lo arrastré por la calle hasta la tienda de la esquina. Al principio, cuando volví a instalarme en McKinley Square, le había dicho al dueño de la tienda que estaba huyendo de una familia maltratadora, y le pedí que me escondiera si mi hermano aparecía algún día por allí preguntando por mí. Él se había negado, pero pasaba el tiempo y yo compraba todas mis comidas en aquella tienda de barrio, casi siempre vacía, y sabía que, llegado el momento, no me negaría su ayuda.
Cuando entré corriendo con el petate, el hombre levantó la cabeza y rápidamente abrió una puerta que tenía detrás. Pasé detrás del mostrador, crucé la puerta y subí una escalera. Me arrodillé y fui a gatas hasta la ventana del pequeño apartamento, de escasos muebles. El suelo de madera, resbaladizo, olía a aceite de limón. Las paredes estaban pintadas de amarillo brillante. A Grant jamás se le ocurriría que yo pudiera estar allí.
Agazapada bajo la ventana en saliente, asomé la cabeza por el antepecho. Grant ya había subido la escalinata que llevaba al parque y había dejado atrás los columpios, cuyos asientos vacíos oscilaban, agitados por la brisa. Giró sobre sí mismo y escondí la cabeza. Cuando volví a asomarme, estaba al borde de la extensión de espeso césped, donde éste dejaba paso a la maleza del bosque. Metió la bota en el tronco de una secuoya, pisó la blanda capa de hojarasca y se arrodilló delante de una verbena blanca. Contuve la respiración mientras Grant paseaba la mirada por la ladera de la colina, temiendo que se fijara en la mata de brezo deformada y descubriera, debajo, la huella de mi cuerpo.
Sin embargo, no reparó en el brezo. Se volvió hacia la verbena y agachó la cabeza. Yo estaba demasiado lejos para ver las corolas de delicados pétalos a las que acercó la nariz, demasiado lejos para oír las palabras que susurró, pero supe que estaba rezando. Apoyé la frente en el cristal y noté que mi cuerpo se inclinaba hacia él, impulsado por mi propio deseo. Echaba de menos su olor dulzón a tierra, los platos que cocinaba y sus caricias, cómo me cogía la cara con las palmas de las manos y me miraba a los ojos, y el olor a tierra de sus manos, incluso después de lavárselas. Pero no podía ceder. Si me iba con él, me haría promesas. Y yo repetiría sus palabras porque quería creer en su visión de nuestra vida futura. No obstante, con el tiempo ambos comprobaríamos que las mías eran palabras vacías. Yo fracasaría: era el único resultado posible.
Cerré los ojos y me obligué a apartarme de la ventana. Con los hombros caídos, apreté el vientre contra mis muslos, separados. El sol me calentaba la espalda. Si hubiera sabido cómo hacerlo, me habría unido a los rezos de Grant. Habría rezado por él, por su bondad, su lealtad y su amor imposible. Habría rezado para que desistiera, para que me soltara, para que volviera a empezar. Hasta habría rezado para pedir perdón.
Pero no sabía rezar.
Me quedé donde estaba, acurrucada en el suelo del apartamento de un desconocido, esperando a que Grant abandonara, se olvidara de mí y se marchara a su casa.