El domingo por la mañana comí unas galletas saladas y esperé a que se me pasaran las nauseas. No fue así. Subí al coche de todos modos y atravesé la ciudad deteniéndome en tres ocasiones para vomitar en las alcantarillas. El crecimiento de la población mundial me parecía un fenómeno incomprensible cada vez que paraba junto a una de aquellas rejillas.
Grant no estaba en su casa, tal como había imaginado. Debía estar en su camión, vendiendo flores por el barrio. Yo solo había pasado tres noches fuera de casa; no era mucho tiempo tratándose de mí y de nuestra relación y me lo imaginé ocupándose de su trabajao, pensando en la deliciosa cena que tenía planeada para esa noche. Jamás se le ocurriría que yo pudiera saltarme una cena de domingo Al menos se lo advertí, pensé mientras entraba en el depósito de agua con mi oxidada llave de repuesto. Si se le había olvidado, yo no tenía la culpa.
Atenta por si oía el ruido de su camión, recogí rápidamente mis cosas. Me llevé todo lo que me pertenecía y también algunas cosas que no; entre ellas el petate de Grant. De tela verde militar que se camuflaría bien bajo el brazo. Metí dentro ropa, libros, una linterna, tres mantas y toda la comida que encontré en el armario de la cocina. Antes de cerrar el petate, metí también un cuchillo, un abrelatas y el dinero en metálico que Grant guardaba en el congelador.
Coloqué todo en el asiento trasero del coche y volví a buscar mi fichero de fotos azul, el diccionario de Elizabeth y la guía de campo. De nuevo en el coche los dejé en el asiento delantero y los sujeté con el cinturón de seguridad y luego volví a subir la escalera de caracol hasta el segundo piso. Cogí el fichero naranja del estante. Lo abrí y pasé las fotografías, tratando de decidir si llevármelo o no. Lo había hecho yo; todo su contenido me pertenecía. Pero la idea de contar con una copia en lugar seguro me reconfortaba, sobre todo teniendo en cuenta que los próximos meses de mi vida iban a ser de todo menos seguro. Si le pasaba algo a mi fichero azul, siempre podía volver a por el naranja.
Dejé el fichero en el suelo y saqué un papel de mi mochila. Estaba doblado por la mitad de modo que se sostuvo encima de la tapa del fichero, como un indicador de asiento en una cena formal. En el centro había pegado una diminuta fotografía de una rosa blanca, a la que recorté con precaución para que solo se viera la flor. Debajo de la imagen, donde debería aparecer el nombre, había escrito una frase con tinta indeleble:
«Una rosa es una rosa, es una rosa».
Aunque no lo aceptara, Grant entendería que todo había terminado.