17

Trasladé mi ropa a casa de Grant en el maletero de mi coche. Luego llevé los zapatos, la manta marrón y por último el fichero azul. Era todo lo que poseía. Seguía pagándole el alquiler a Natalia el primero de cada mes y en ocasiones echaba una cabezada en mi suelo de pelo blanco después del trabajo, pero, a medida que avanzaba el verano, cada vez pasaba menos tiempo en la habitación azul.

Mi diccionario de flores estaba terminado. La fotografía que había tomado del dibujo de Catherine ponía fin a la colección, y el diccionario de flores de Elizabeth y la guía de campo fueron retirados a una existencia polvorienta en lo alto de la librería de Grant. Los ficheros azul y naranja estaban uno al lado del otro en el estante del medio, con las tarjetas de Grant alfabetizadas por flores y las mías, por significados. Dos o tres veces por semana decorábamos la mesa con flores o dejábamos un ramito de alhelí en nuestras respectivas almohadas, pero raramente consultábamos los ficheros. Ambos habíamos memorizado todas las tarjetas y ya no discutíamos sobre el significado de las flores.

La verdad es que no discutíamos por nada. Mi vida con Grant era tranquila y apacible y quizá habría disfrutado de ella de no ser por la abrumadora certeza de que todo estaba a punto de acabar. El ritmo de nuestra vida en común me recordaba a los meses anteriores a mi trámite de adopción, cuando Elizabeth y yo gradábamos la tierra, marcábamos mi calendario y disfrutábamos de la compañía mutua. Aquel verano con Elizabeth había sido exageradamente caluroso; el que pasé con Grant, también. El calor anegaba el depósito de agua, donde no había aire acondicionado, como si fuera líquido y por la noche nos tumbábamos en el suelo de las diferentes habitaciones e intentábamos respirar. La humedad nos pesaba como las cosas que no nos decíamos y más de una vez lo busqué con la intención de confesarle mi pasado.

Sin embargo, no podía. Grant estaba enamorado de mí. Su amor era tranquilo y sólido, y con cada declaración yo sentía que me derretía de placer y de culpa. No merecía su amor. Si él hubiera sabido la verdad, me habría odiado: estaba más segura de eso que de ninguna otra cosa. El cariño que le profesaba no hacía más que empeorar la situación. Estábamos cada vez más unidos, nos besábamos al encontrarnos y al separarnos y hasta dormíamos juntos. Él me acariciaba el pelo, las mejillas y los pechos, tanto en la mesa como en los tres suelos del depósito de agua. Hacíamos el amor con frecuencia y hasta aprendí a disfrutar. Pero después, cuando nos quedábamos tumbados uno al lado del otro, desnudos, él tenía una expresión de satisfacción que yo sabía que mi rostro no reflejaba. Sabía que mi verdadero yo, mi yo indigno, estaba muy lejos de la percepción de Grant, oculto a su mirada de admiración. Mis sentimientos hacia él también permanecían ocultos y empecé a imaginar que una esfera envolvía mi corazón, dura y brillante como una cáscara de avellana, impenetrable.

Grant no parecía notar mi distanciamiento. Si alguna vez sintió que mi corazón era algo inalcanzable, nunca lo mencionó. Nos encontrábamos y nos separábamos siguiendo un ritmo previsible. Entre semana, coincidíamos una hora por la noche. Los sábados pasábamos casi todo el día juntos; íbamos al trabajo por la mañana temprano y después parábamos a comer o dábamos un paseo o contemplábamos las cometas en Marina. Los domingos cada uno iba por su lado. Yo no lo acompañaba a la feria agrícola y cuando regresaba nunca me encontraba; comía en algún restaurante de la Bahía o cruzaba el puente sola.

Los domingos volvía al depósito de agua a la hora de la cena para disfrutar de los creativos y elaborados platos de Grant. Se pasaba toda la tarde cocinando y siempre había aperitivos en la mesa de la cocina. Grant había descubierto que esos tentempiés evitaban que lo incordiara hasta que el entrante estuviera listo, lo que muchas veces no ocurría hasta pasadas las nueve.

Aquel verano empezó a prescindir de los libros de cocina —que se llevaba arriba y guardaba bajo el sofá— y se inventaba sus propias recetas. Me dijo que sentía menos presión si no tenía que comparar sus resultados con la fotografía que acompañaba la receta. Supongo que sabía que los platos que preparaba eran mejores que ninguno de los que habría podido crear con ayuda de un libro de cocina, mejores que nada que yo hubiera probado desde que vivía con Elizabeth.

El segundo domingo de julio volví a casa más hambrienta de lo habitual tras un largo paseo por Ocean Beach. Se me revolvía el estómago de hambre y de nervios. Había pasado por la Casa de la Alianza y en la ventana había visto a unas jóvenes que no conocía, lo que me había producido dolor de estómago. Sus vidas no se convertirían en lo que ellas habían soñado. Tenía esa certeza, aunque mi vida hubiera resultado mucho mejor de lo que yo habría podido soñar, si me hubiera permitido soñar algo. Sabía que yo era la excepción y estaba convencida de que mi buena suerte sólo era un breve paréntesis en lo que iba a ser una vida larga, dura y solitaria.

Grant había preparado unas rebanadas de baguette untadas con algo —crema de queso, quizá, o algo más elaborado— y aderezadas con hierbas, aceitunas y alcaparras picadas. Los canapés estaban puestos en fila en un plato cuadrado de cerámica. Cogí uno y seguí comiéndome toda la hilera, metiéndome las rebanadas enteras en la boca. Antes de zamparme la última, miré a Grant, que me observaba sonriente.

—¿La quieres? —pregunté señalando la última rebanada.

—No. La necesitas para llegar al siguiente plato. Las chuletas asadas todavía tardarán cuarenta y cinco minutos.

Me la comí y protesté:

—No sé si podré esperar tanto.

Grant suspiró.

—Todos los domingos dices lo mismo y todos los domingos, después de comer, me dices que valía la pena esperar.

—No es verdad —lo contradije, pero tenía razón.

Mi estómago recibió el queso con un sonoro crujido. Me incliné sobre la mesa y cerré los ojos.

—¿Estás bien?

Asentí.

Grant preparó el resto de la comida en silencio mientras yo dormitaba, sentada a la mesa. Cuando abrí los ojos, había una chuleta humeante en mi plato. Me incorporé apoyándome en un codo.

—¿Me la troceas? —pedí.

—Marchando.

Me frotó la cabeza, el cuello y los hombros y me besó en la frente antes de coger el cuchillo y cortar la carne. Estaba roja por dentro, como me gustaba, y recubierta de una salsa picante, una combinación de setas exóticas, patatas rojas y nabos. Jamás había probado nada tan bueno.

Sin embargo, mi estómago no compartía la excelente opinión de mis papilas gustativas. Sólo había dado unos bocados cuando comprendí que la cena no iba a permanecer en mi barriga. Corrí escaleras arriba, me encerré en el cuarto de baño y vomité en el retrete. Tiré de la cadena y abrí los grifos del lavabo y la ducha con la esperanza de que el ruido del agua camuflara mis arcadas.

Grant llamó la puerta, pero no le abrí. Se marchó y volvió al cabo de un rato, pero seguí sin contestar a los suaves golpecitos que daba en la puerta. En el cuarto de baño no había espacio para tumbarse en el suelo, de modo que me acurruqué sobre un costado, con las piernas contra la puerta y la espalda pegada a la bañera. Mis dedos seguían el trazado de las baldosas blancas hexagonales y dibujaban flores de seis pétalos. Cuando salí eran más de las once y los azulejos me habían dejado marcas en la mejilla y el hombro.

Confiaba en que Grant estuviera durmiendo, pero lo encontré sentado en el sofá, con todas las luces encendidas.

—¿Ha sido la comida? —preguntó.

Negué con la cabeza. No sabía qué había sido, pero desde luego no podía haber sido eso.

—Entonces, ¿qué? —insistió.

—Estoy enferma —contesté, evitando su mirada.

No creía que fuera verdad y él tampoco. De niña había vomitado porque alguien me había tocado o había amenazado con tocarme. Padres de acogida que se cernían sobre mí y me ponían una chaqueta por la fuerza, maestras que me quitaban el gorro de la cabeza y se entretenían demasiado en mi enredado cabello, esa clase de cosas hacían que mi estómago sufriera convulsione incontrolables. Una vez, poco después de irme a vivir con Elizabeth, habíamos organizado un picnic en el jardín. Yo había comido demasiado, como de costumbre, e, incapaz de moverme, había dejado que ella me levantara y me llevara en brazos hasta la casa. Y en cuanto me dejó de pie en el porche, vomité por la barandilla. Miré a Grant. Llevábamos meses teniendo intimidad. Aunque no fuera plenamente consciente, yo sabía que aquello podía pasar.

—Dormiré en el sofá —decidí—. No quiero contagiarte.

—No me contagiarás —repuso él; me cogió una mano y me levantó—. Sube conmigo.

Obedecí.