Antes del comienzo de la temporada de bodas, Renata me contrató a jornada completa. Me ofreció prestaciones sociales o una prima, aunque no las dos cosas. Yo gozaba de una salud excelente y estaba harta de depender de Grant para que me trajera y me llevara al vivero, así que escogí la prima.
El batería del grupo de Natalia me vendió su viejo cinco puertas. Su batería nueva —que parecía considerablemente más ruidosa que la vieja— no cabía dentro, así que aceptó mi prima a cambio de los papeles del coche. Me pareció un trueque justo, aunque no tenía ni idea de cuánto valía un coche. No tenía carnet ni sabía conducir. Grant remolcó el coche desde Bloom hasta el vivero con su camión y tardó semanas en dejarme salir más allá de la verja. Cuando por fin me dejó, fue sólo para ir al drugstore y volver. Aun así, yo estaba muerta de miedo. Hasta al cabo de un mes no me sentí preparada para conducir sola hasta la ciudad.
Esa primavera pasé las mañanas trabajando para Renata y las tardes buscando flores para mi diccionario. Después de fotografiar todas las que había en el vivero de Grant, fui al Golden Gate Park y a la zona que bordea la bahía. El norte de California era un jardín botánico; las flores silvestres brotaban entre autopistas muy transitadas y la camomila crecía en las grietas de las aceras. A veces Grant me acompañaba; se le daba bien identificar las plantas, aunque se cansaba enseguida de los parques urbanos, pequeños y acotados, y de la gente que iba allí a tomar el sol.
Los fines de semana, si Renata y yo terminábamos pronto, iba con Grant a pasear por el bosque de secuoyas del norte de San Francisco. Siempre esperábamos sentados en el aparcamiento hasta ver qué rutas de senderismo eran las más transitadas y decidir en qué dirección iríamos. Ya en el bosque, solos, a Grant no le importaba pasarse horas viendo cómo yo tomaba fotografías, y me hablaba profusamente sobre las diferentes especies de plantas y su relación con las otras del ecosistema. Cuando acababa de contarme lo que sabía, se apoyaba en el blando musgo que recubría el tronco de una secuoya y contemplaba el cielo pálido a través de las ramas. Nos quedábamos callados y yo siempre temía que empezara a hablar de Elizabeth, o de Catherine, o de la noche que me acusó de mentirle. Me pasaba horas pensando qué le diría, cómo le explicaría la verdad sin apartarlo para siempre de mi lado. Pero Grant nunca hablaba del pasado, ni en el bosque ni en ningún otro sitio. Daba la impresión de que se contentaba con reducir nuestra vida en común a las flores y el presente.
Muchas noches me quedaba a dormir en el depósito de agua. Grant había empezado a cocinar en serio y en la encimera de la cocina se amontonaban libros culinarios ilustrados. Mientras me sentaba a la mesa y leía o miraba por la ventana, o le contaba la historia de alguna novia antipática, Grant cortaba, sazonaba y removía. Después de cenar me daba un beso —sólo uno— y esperaba a ver mi reacción. A veces le devolvía el beso y él me abrazaba, y nos quedábamos media hora entrelazados en la puerta; otras veces mis labios permanecían fríos e inmóviles. Ni siquiera yo sabía cómo reaccionaría cada vez. Sentía miedo y deseo a partes iguales respecto a nuestra relación, cada vez más estrecha. Luego Grant se iba allá donde durmiera y yo cerraba por dentro.
Un fin de semana de finales de mayo, tras meses de cumplir este ritual, Grant se inclinó hacia mí como para besarme, pero se detuvo a escasos centímetros de mis labios. Me rodeó con los brazos y me acercó hasta que nuestros cuerpos, pero no nuestras caras, se tocaron.
—Creo que ya va siendo hora —dijo.
—¿Hora de qué?
—De que recupere mi cama.
Chasqueé la lengua y miré por la ventana.
—¿De qué tienes miedo? —preguntó ante mi silencio.
Cavilé un poco. Sabía que Grant tenía razón y que lo que nos separaba era el miedo, pero ¿de qué tenía yo miedo, concretamente?
—No me gusta que me toquen —contesté, repitiendo las palabras que Meredith había dicho tiempo atrás, pero, incluso mientras las pronunciaba, sabía que sonaban absurdas. Nuestros cuerpos se apretaban en ese momento y yo no me había apartado.
—Pues no te tocaré —me aseguró—. A menos que me lo pidas.
—¿Ni siquiera mientras esté dormida?
—Sobre todo mientras estés dormida.
Supe que decía la verdad.
—Puedes dormir en tu cama —accedí, asintiendo con la cabeza—, pero yo dormiré en el sofá. Y más vale que cuando me despierte no te encuentre a mi lado, porque entonces me iré derecha a mi casa.
—No me encontrarás a tu lado. Te lo prometo.
Esa noche la pasé en el sofá, procurando no quedarme dormida hasta que lo hubiera hecho Grant, pero él tampoco dormía. Lo oía dar vueltas en el piso de arriba, mover cosas. Al final, tras un largo rato de silencio, cuando creí que se había dormido, oí unos golpecitos en el techo.
—Victoria. —Un susurro descendió en espiral por la escalera.
—¿Sí?
—Buenas noches —dijo.
—Buenas noches.
Estampé una sonrisa en la tapicería de velvetón naranja.
Tras toda una temporada de junquillo, Annemarie parecía otra. Venía todos los viernes por la mañana a buscar un ramo; tenía mejor color y su cuerpo, libre por fin del abrigo con cinturón, exhibía sus curvas bajo unos delgados jerséis de algodón. Me contó que Bethany se había marchado a Europa con Ray; pasarían un mes allí y volverían comprometidos. Lo dijo con certeza, como si ya hubiera sucedido.
Annemarie trajo a sus amigas, muchas de ellas con niñas con vestidos de volantes y todas con matrimonios decepcionantes. Se inclinaban sobre el mostrador mientras sus hijas cogían flores de unos cubos más altos que ellas y daban vueltas por la tienda. Las mujeres describían sus relaciones con todo detalle, tratando de resumir sus problemas en una sola palabra. Yo les había explicado la importancia de especificar y ellas querían hacerlo. Las conversaciones eran tristes, divertidas y extrañamente optimistas, todo a la vez. La tenacidad con que aquellas mujeres intentaban reparar sus relaciones me era ajena; no entendía por qué, simplemente, no renunciaban.
Sabía que yo, en su lugar, habría pasado: del marido, de los hijos y de las mujeres con que mantenía aquellas conversaciones. Pero, por primera vez en mi vida, esa idea no me proporcionaba a1ivio. Empecé a fijarme en las cosas que hacía para aislarme. Había situaciones muy evidentes, como vivir en un armario con seis cerrojos, y otras más sutiles, como trabajar en el lado opuesto de la mesa donde trabajaba Renata o colocarme detrás de la caja registradora cuando hablaba con los clientes. Siempre que podía, entre mi cuerpo y los que me rodeaban interponía paredes, mesas de madera o pesados objetos metálicos.
Sin embargo, tras seis meses de mucho cuidado, Grant había traspasado mis defensas. Ya no sólo le permitía tocarme, sino que lo ansiaba, y empecé a preguntarme si algún día cambiaría. Empecé a abrigar esperanzas de que mi costumbre de aislarme fuese algo superable, como la aversión infantil a las cebollas o la comida picante.
A finales de mayo casi había terminado mi diccionario. Fotografié muchas de las plantas más difíciles de conseguir en el invernadero de Golden Gate Park. Después de revelar, montar y etiquetar cada fotografía, marcaba una X en mi diccionario y lo hojeaba para ver cuántas flores faltaban. Sólo una: la flor de cerezo. Estaba enfadada conmigo misma por aquella omisión. En el Área de la Bahía había muchos cerezos; sólo en el Jardín Japonés había docenas de variedades. Pero su período de floración era muy breve —semanas, o apenas días, según el año—, y aquella primavera yo había estado demasiado distraída para capturar su breve momento de belleza.
Grant sabría decirme dónde podía encontrar una flor de cerezo, incluso a esas alturas, muy pasada la temporada. Escribí el nombre de la única flor que faltaba en un papel y lo pegué con celo en la parte exterior del fichero naranja. Había llegado el momento de llevárselo.
Puse el archivador en el asiento trasero de mi coche y lo sujeté con un cinturón de seguridad. Era domingo y llegué al depósito de agua antes de que Grant volviera de la feria agrícola. Entré con la llave de repuesto, abrí el armario de la cocina y cogí un panecillo de pasas. El fichero naranja destacaba sobre la gastada mesa de madera y ocupaba más espacio del que habría sido deseable. Era demasiado chillón y nuevo en aquella cocina pequeña con electrodomésticos antiguos. Decidí llevármelo arriba, pero entonces oí el camión de Grant haciendo crujir la grava.
Cuando entró, fue derecho hacia el fichero.
—¿Ya está? —preguntó.
Asentí con la cabeza y le di el trozo de papel donde había escrito el nombre de la flor que faltaba.
—Pero no del todo —dije.
Grant dejó caer el papel al suelo y abrió la tapa del fichero. Fue pasando las tarjetas, admirando mis fotografías una a una. Cogí una y le di la vuelta para enseñarle los significados de las flores; luego la devolví a su sitio y cerré la tapa, pillándole los dedos.
—Ya las mirarás más tarde —dije, recogiendo la nota del suelo y agitándola ante su cara—. Ahora necesito que me ayudes a encontrar esto.
Grant cogió el papel y leyó el nombre de la flor. Negó con la cabeza.
—¿Una flor de cerezo? Tendrás que esperar a abril.
Deposité la cámara encima de la mesa.
—¿Casi un año entero? No puedo esperar tanto.
—¿Qué quieres que haga? —repuso Grant riendo—. ¿Que trasplante un cerezo en mi invernadero? Aunque lo hiciera, no florecería.
—Pues ¿qué hago?
Grant pensó un momento; sabía que yo no renunciaría fácilmente.
—Busca en mis libros de botánica —propuso.
Arrugué la nariz y me incliné hacia delante como si fuera a besarlo, pero no lo hice. Le froté la mejilla sin afeitar con la nariz y le mordí la oreja.
—Por favor…
—Por favor ¿qué? —inquirió él.
—Sugiéreme algo más bonito que una ilustración de libro.
Grant miró por la ventana. Era como si le diera vueltas a alguna idea; se diría que tenía una flor de cerezo tardía en el bolsillo y trataba de decidir si yo era suficientemente importante y digna de confianza para recibirla. Al final asintió con la cabeza.
—De acuerdo —concedió—. Ven conmigo.
Me colgué la cámara del cuello y lo seguí. Cruzamos el patio de grava y rodeamos la casa. Grant sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta trasera, que daba a un lavadero. En el tendedero había colgada una blusa rosa claro. Grant me precedió hasta la cocina, donde las cortinas estaban echadas y las encimeras, polvorientas y oscuras. Todos los electrodomésticos estaban desenchufados y el silencio de la nevera resultaba inquietante.
Salimos de la cocina por una puerta batiente que daba al comedor. Habían retirado la mesa hasta la pared y un saco de dormir se extendía en el suelo de madera. Reconocí la sudadera de Grant y al lado los calcetines, hechos una bola.
—De cuando me desalojaste de mi propia casa —explicó sonriendo y señalando el montoncito de ropa.
—¿No tienes un dormitorio aquí?
—Sí, pero hacía más de una década que no dormía en esta casa. La verdad es que sólo he subido una vez desde que murió mi madre.
A mi izquierda estaba la escalera, con un grueso pasamanos curvado. Grant dio un paso hacia allí.
—Ven —dijo—. Quiero enseñarte una cosa.
Subimos y nos encontramos ante un largo pasillo, con puertas cerradas a ambos lados. El corredor terminaba ante cinco peldaños. Los subimos y nos agachamos para pasar por una portezuela.
La pequeña habitación era más calurosa que el resto de la casa y olía a polvo y pintura reseca. Ya antes de localizar la ventana cegada supe que nos encontrábamos en el taller de Catherine. Cuando mis ojos se adaptaron a la oscuridad, vi las paredes con paneles de madera, la larga mesa de dibujo y los estantes con material artístico. En el estante superior había unos tarros de cristal con pintura morada y unos pinceles apelmazados en charcos azul lavanda y vincapervinca. En una cuerda que daba la vuelta a toda la habitación había dibujos —grandes, con flores meticulosamente dibujadas a lápiz y carboncillo— colgados con pinzas de madera.
—Mi madre era pintora —comentó Grant señalando los dibujos—. Se pasaba horas aquí arriba, todos los días. Que yo recuerde, sólo dibujaba flores: raras, tropicales, delicadas o de floración breve. Temía no tener la flor adecuada para expresar lo que quería decir en cada momento.
Me llevó hasta un archivador de madera de roble que había en un rincón y abrió el cajón superior, marcado con la etiqueta «A-F». Cada carpeta llevaba el nombre de una flor y contenía un solo dibujo: acacia, aloe, anémona, azalea. Buscó en la A hasta que encontró «Álamo blanco». Sacó la carpeta y la abrió: estaba vacía. El dibujo lo tenía yo en la habitación azul, enrollado y atado con la cinta de seda en que figuraban el día y la hora de nuestra primera cita.
Grant cerró el cajón y abrió otro, buscando la carpeta de la flor de cerezo. Sacó el dibujo, lo puso encima de la mesa y luego salió un momento.
Me senté y lo contemplé. Los trazos eran rápidos, seguros, y las sombras, profundas y complejas. La flor llenaba toda la hoja y su belleza era casi abrumadora. Me mordí el labio inferior.
Grant volvió al poco rato; escudriñó mi cara y luego la hoja que yo tenía delante.
—¿Definición? —me preguntó.
—Buena educación —respondí.
Negó con la cabeza y me corrigió:
—Efímero. La belleza y la fugacidad de la vida.
Esa vez tenía razón. Lo admití con una cabezada.
Grant había traído un martillo que utilizó para arrancar los tablones que cegaban la ventana. La luz entró por el cristal roto y se derramó en el tablero de la mesa como el haz de un foco. Colocó el dibujo dentro del rectángulo de luz y se sentó en el borde de la mesa.
—Dispara —dijo acariciando la cámara y luego a mí.
Se quedó mirándome mientras yo sacaba la cámara de la funda y enfocaba la imagen. Disparé desde todos los ángulos: de pie en el suelo, subida a una silla y delante de la ventana, bloqueando la intensa luz. Ajusté el tiempo de exposición y el foco. Grant me miraba los dedos, la cara y los pies cuando me puse de cuclillas encima de la mesa. Gasté todo un carrete. Grant no se inmutó cuando cargué un segundo rollo y luego un tercero. Mi piel se tensaba bajo su mirada, como atraída hacia él sin mediación de mi cerebro.
Cuando hube terminado, guardé el dibujo en la carpeta correspondiente. Al día siguiente tendría la película revelada y mi diccionario estaría terminado. Dirigí la cámara hacia Grant, que estaba sentado en el borde de la mesa, y escruté su rostro a través del visor.
El sol iluminaba su perfil. Me desplacé alrededor de él y fotografié su cara en luces y sombras. La cámara iba disparando mientras yo, moviéndome en círculo, fijaba la vista en su coronilla y descendía por la línea de crecimiento del pelo hasta el cuello de la camisa. Le enrollé las mangas y le fotografié los antebrazos, los tensos y marcados músculos de las muñecas, los gruesos dedos y las uñas sucias de tierra. Le quité los zapatos y le fotografié la planta de los pies. Cuando se acabó el carrete, me descolgué la cámara.
Me desabroché la blusa y me la quité.
A mí me desapareció la piel de gallina de los brazos, pero a Grant le apareció en los suyos. Me subí a la mesa.
Grant recogió los pies bajo el cuerpo y se volvió hacia mí; me puso las manos sobre el estómago y las mantuvo allí. Sus dedos ascendían y descendían al ritmo de mi respiración. Estaba cogida a los bordes de la mesa y tenía los nudillos blancos.
Grant desplazó las manos hacia mi espalda y encontró el sujetador; lo desabrochó con suavidad, soltando los cierres uno a uno. Me soltó los dedos del borde de la mesa y me deslizó el sujetador por un brazo y luego por el otro. Volví a agarrarme a la mesa, apretándola como si tratara de conservar el equilibrio en una barca.
—¿Estás segura? —me preguntó.
Asentí con la cabeza.
Me tumbó en la mesa, aguantándome la cabeza y acompañándola hasta la dura superficie. Me quitó el resto de la ropa y después se desvistió él también.
Tendido a mi lado, Grant empezó a besarme la cara. Volví la cabeza hacia la ventana, temiendo sentir repulsión ante su desnudez. La única persona adulta a la que había visto desnuda era Mami Ruby y la imagen de su cuerpo mojado y fláccido me persiguió durante meses.
Los dedos de Grant recorrían mi cuerpo con destreza, poniendo tanto cuidado como lo habría puesto con un árbol joven. Traté de concentrarme en sus caricias, en el calor que atraía hacia mi piel, en cómo nuestros cuerpos se entrelazaban. Él me deseaba y comprendí que era así desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, justo debajo de la ventana se hallaba la rosaleda, y si bien mi cuerpo reaccionaba a las caricias, mi mente parecía rondar entre las plantas que había diez metros más abajo. Grant se colocó encima de mí. La rosaleda estaba en plena floración y las rosas se veían abiertas y espléndidas. Conté y catalogué cada uno de los rosales, empezando por los rojos y desplazándome por las diferentes filas: dieciséis, del rojo claro al escarlata oscuro. Los labios de Grant llegaron a mi oreja, abiertos y húmedos. Había veintidós rosales rosas, sin contar los corales. Grant empezó a moverse deprisa; la excitación lo obligó a descuidar su delicadeza y el dolor me hizo cerrar los ojos. Tras mis párpados estaban las rosas blancas, que no había contado. Contuve la respiración hasta que Grant se separó de mí.
Giré el cuerpo hacia la ventana y Grant se apretó contra mi espalda. Notaba los latidos de su corazón en la columna vertebral. Conté las rosas blancas, abiertas bajo la luz del sol poniente: treinta y siete; eran las más numerosas.
Inspiré hondo y mis pulmones se llenaron de desilusión.