Renata se sorprendió al verme sentada en la acera a las siete de la mañana cuando aparcó su furgoneta en la calle vacía. Yo no había pegado ojo en toda la noche y se notaba. Renata arqueó las cejas y sonrió.
—¿Te has pasado toda la noche levantada esperando a Papá Noel? —me preguntó—. ¿Es que nadie te contó nunca la verdad?
—No, nadie lo hizo.
La acompañé a la cámara de refrigeración y la ayudé a sacar los cubos de rosas rojas, claveles blancos y paniculata. Eran de las flores que menos me gustaban.
—Por favor, dime que te llevas esto porque te lo ha pedido una novia peligrosa.
—Me amenazó de muerte —bromeó Renata. A ella tampoco le gustaban las rosas rojas.
Luego se marchó. Cuando volvió con dos cafés, yo ya había terminado tres centros de mesa.
—Gracias —dije, y cogí uno de los vasos de plástico.
—De nada. Y frena un poco. Cuanto antes terminemos, más tiempo tendré para pasar la Navidad en casa de mi madre.
Cogí una rosa y corté las espinas a cámara lenta; luego puse las espinas en fila sobre la mesa.
—Eso está mejor —comentó Renata—. Aunque aún puedes hacerlo más despacio.
Trabajamos con lentitud exagerada el resto de la mañana, pero aun así, a mediodía ya habíamos terminado. Renata cogió el pedido y revisó dos veces los arreglos que habíamos preparado. Dejó la lista.
—¿Ya está?
—Sí —contestó—, por desgracia. Sólo falta llevar las flores y luego, a celebrar la Navidad. Vienes conmigo.
—No, gracias —contesté; di un último sorbo al café frío y me colgué la mochila.
—¿Acaso te ha parecido opcional? Porque no lo es.
Habría podido resistirme, pero me sentía en deuda con ella por la paga extra y, aunque no estaba de humor para celebraciones, sí lo estaba para una comida de fiesta. No sabía nada de la comida rusa, pero tenía que ser mejor que el jamón industrial que tenía previsto comerme tal como saliera del envase.
—De acuerdo —concedí—. Pero tengo que estar en un sitio a las cinco.
Renata se rio. Supongo que sabía que era imposible que yo tuviera que estar en algún sitio el día de Navidad.
La madre de Renata vivía en el distrito de Richmond y para llegar hasta allí tomamos la ruta más larga, atravesando toda la ciudad.
—Mi madre es demasiado —explicó Renata.
—¿En qué sentido?
—En todos.
Paramos frente a una casa de ladrillo rosa. Había un poste de madera con adornos navideños y el pequeño porche estaba lleno de figuras de plástico luminosas: ángeles, renos, ardillas con sombreros de Papá Noel y pingüinos danzantes con bufandas de punto.
Renata abrió la puerta y entramos en una atmósfera muy caldeada. Había hombres y mujeres sentados en los cojines, brazos y respaldo de un único sofá; varios niños y niñas en edad escolar estaban tumbados boca abajo en la alfombra, y otros críos más pequeños andaban a gatas con sus delgadas piernecitas. Entré y me quité la chaqueta y el jersey, pero un ejército de críos bloqueaba el camino hasta el armario ropero, donde Renata saludaba a alguien de mi misma edad.
Me quedé de pie junto a la puerta y una versión mayor y más rolliza de Renata se abrió paso entre la multitud. Llevaba una gran bandeja de madera con rodajas de naranja, frutos secos, higos y dátiles.
—¡Victoria! —exclamó al verme.
Le dio la bandeja a Natalia, que estaba repantigada en el sofá, y pasó por encima de los niños, que le impedían llegar hasta mí. Cuando me abrazó, me apretó la cara contra su hombro y las mangas acampanadas de su jersey de lana gris me envolvieron como si tuvieran vida propia. Era alta y fuerte y cuando por fin me liberé de su abrazo, me sujetó por los hombros y me levantó la barbilla para que la mirara.
—La dulce Victoria —dijo; su largo y ondulado pelo blanco se derramó hacia delante y me hizo cosquillas en las mejillas—. Mis hijas me han hablado mucho de ti. Ya me había encariñado contigo antes de conocerte.
Olía a prímula y sidra. Me separé un paso.
—Gracias por invitarme a su fiesta, señora… —Vaya, Renata nunca me había dicho su apellido.
—Rubina —completó—. Marta Rubina. Pero sólo respondo a Mami Ruby.
Hizo ademán de estrecharme la mano, pero entonces soltó una carcajada y volvió a abrazarme. Estábamos apretujadas en un rincón y, si me mantenía en pie, era sólo gracias a las gruesas paredes que tenía a mi espalda. Me empujó hacia delante, con un brazo sobre mis hombros, y me guio por la habitación. Los niños se apartaron y Renata, sentada en una silla plegable en un rincón, me miró con una sonrisa divertida.
Mami Ruby me llevó a la cocina, donde me sentó a una mesa en la que había dos grandes platos de comida. En uno, un pescado al horno enorme, entero, con especias y tubérculos; en el otro, judías, guisantes y patatas con perejil. Me dio un tenedor y una cuchara y un cuenco de sopa de champiñones.
—Nosotros hemos comido hace horas —explicó—, pero te he guardado comida. Renata me advirtió que tendrías hambre, de lo cual me alegro mucho. No hay nada que me guste más que dar de comer a la familia.
Mami Ruby se sentó enfrente de mí. Le quitó las espinas al pescado, metió un dedo en los guisantes y, tras protestar de lo fríos que estaban, los recalentó. Me presentó a todos los que entraron en la cocina: hijas, yernos, nietos, novios y novias de diversos miembros de la familia.
Yo levantaba la cabeza y los saludaba, pero no soltaba el tenedor.
* * *
Me quedé dormida en casa de Mami Ruby, pese a que no era ésa mi intención. Después de cenar, me colé en una habitación de invitados vacía y, entre la comida y el insomnio de la noche anterior, me quedé inconsciente casi antes de tumbarme.
A la mañana siguiente me despertó el olor del café. Me desperecé y recorrí el pasillo hasta que encontré el cuarto de baño. La puerta estaba abierta. Dentro estaba Mami Ruby, en la ducha, detrás de una cortina de plástico transparente. Al verla, me di la vuelta y regresé por el pasillo.
—¡Pasa! —me gritó—. Sólo hay un cuarto de baño. ¡Haz como si yo no estuviera!
Encontré a Renata en la cocina, sirviendo café. Me dio una taza.
—Tu madre está en la ducha —comenté.
—Con la puerta abierta, seguro —dijo ella bostezando.
Asentí con la cabeza.
—Perdona.
Me serví café y me apoyé en el fregadero.
—En Rusia mi madre era una comadrona —explicó Renata—. Está acostumbrada a ver a las mujeres desnudas momentos después de haberlas conocido. En los años setenta se sentía a sus anchas en este país, pero creo que no se ha dado cuenta de que los tiempos han cambiado.
Entonces Mami Ruby entró en la cocina, envuelta en un albornoz de color coral.
—¿Qué es lo que ha cambiado? —preguntó.
—La desnudez —contestó Renata.
—Yo no creo que la desnudez haya cambiado nada desde el nacimiento del primer ser humano —repuso Mami Ruby—. Lo que ha cambiado es la sociedad.
Renata miró al techo y se volvió hacia mí.
—Mi madre y yo llevamos discutiendo sobre esto desde que aprendí a hablar. Cuando tenía diez años, le dije que no tendría hijos porque no quería volver a estar desnuda delante de ella. Y mírame: cincuenta años y sin hijos.
Mami Ruby rompió un huevo en una sartén y la clara chisporroteó.
—He ayudado a nacer a mis doce nietos —manifestó con orgullo.
—¿Todavía eres comadrona?
—Legalmente, no —me contestó—. Pero aún me llaman a cualquier hora de la noche desde cualquier rincón de la ciudad. Y siempre voy.
Me sirvió un plato de huevos cocidos con la yema suave.
—Gracias —dije.
Los comí y luego fui al cuarto de baño; cerré la puerta por dentro.
* * *
—La próxima vez, me avisas —le pedí a Renata más tarde, de camino a Bloom.
Teníamos por delante toda una semana de bodas y estábamos descansadas y bien alimentadas.
—Si te hubiera avisado —replicó Renata—, no habrías venido. Y necesitabas dormir y comer un poco. No me digas que no.
No se lo discutí.
—Mi madre es toda una leyenda en el mundillo de las comadronas. Ha visto de todo y sus resultados no tienen nada que envidiar a los de la medicina moderna. Con el tiempo te irá gustando; le pasa a todo el mundo.
—¿A todo el mundo menos a ti?
—Respeto a mi madre —dijo Renata tras una pausa—, pero somos diferentes. Se supone que existe una especie de coherencia biológica entre las madres y sus hijos, aunque ése no siempre es el caso. No conoces a mis otras hermanas, pero míranos a Natalia, a mi madre y a mí.
Tenía razón: ellas tres no habrían podido parecerse menos.
Durante el día, mientras organizaba los pedidos y preparaba listas de flores para las próximas bodas, pensaba en la madre de Grant. Recordaba la mano pálida que había visto salir de la oscuridad la tarde que fuimos a su casa. ¿Cómo había sido la infancia de Grant? Solo, con la única compañía de las flores y su madre deslizándose del pasado al presente mientras iba de una habitación a otra. Decidí que se lo preguntaría a Grant, suponiendo que quisiera volver a hablar conmigo.
Sin embargo, aquella semana no lo vi en el mercado de flores, ni la siguiente. Su puesto estaba vacío, con el tablero de contrachapado desconchado y aspecto de abandono. Me preguntaba si volvería o si la idea de verme de nuevo sería suficiente para mantenerlo alejado permanentemente.
La ausencia de Grant me consumía y la calidad de mi trabajo se resentía. Renata se sentaba a mi lado en la mesa de trabajo y, en lugar de respetar nuestro silencio habitual, me contaba largas y cómicas historias sobre su madre, sus hermanas, sus sobrinos y sobrinas. Yo sólo la escuchaba a medias, pero con aquella narración ininterrumpida conseguía mantenerme concentrada en las flores.
Llegó el día de Año Nuevo y superamos un aluvión de bodas con novias vestidas de blanco y ramilletes adornados con cascabeles de plata. Grant seguía sin aparecer por el mercado de flores y Renata me propuso que me tomara la semana libre. Me encerré en la habitación azul, que sólo abandonaba para comer e ir al cuarto de baño. Cada vez que salía por mi portezuela, me encontraba con el fichero naranja y me invadía una vaga sensación de pérdida.
Renata no me necesitaba hasta el domingo siguiente, pero el sábado por la tarde llamaron a mi puerta. Asomé la cabeza y vi a Natalia, que todavía iba en pijama; parecía enojada.
—Ha llamado Renata —me dijo—. Te necesita. Dice que te des una ducha y que vayas cuanto antes.
«¿Que me dé una ducha?». Me extrañó que Renata hubiese dicho eso. Seguramente necesitaba que la acompañara a hacer una entrega y pensaría, con acierto, que me había pasado la semana durmiendo y sin ducharme.
Me entretuve bastante en la ducha, enjabonándome, lavándome el pelo y enjuagándome la boca con agua tan caliente como pude soportar. Cuando me sequé con una toalla, tenía la piel roja y cubierta de manchas. Me puse mi mejor ropa: unos pantalones de traje negros y una fina blusa blanca con pliegues en la pechera, como las camisas de esmoquin. Antes de salir del cuarto de baño, me recorté el pelo con esmero y me quité los pelitos que cayeron sobre mi blusa con un secador.
Al acercarme a Bloom, vi una figura familiar sentada en la despejada acera, con una caja de cartón abierta en el regazo. Era Grant. Por eso me había llamado Renata. Me paré y observé su perfil, serio y atento. Él me vio y se levantó.
Caminamos el uno hacia el otro, dando pasos cortos, hasta que nos encontramos en medio de la empinada calle; Grant estaba más alto que yo. No nos hallábamos lo bastante cerca para que yo pudiera ver qué contenía la caja que él sostenía bajo la barbilla.
—Estás muy guapa —comentó.
—Gracias.
Le habría devuelto el cumplido, pero habría sido faltar a la verdad. Grant llevaba toda la mañana trabajando: se notaba porque tenía las rodilleras sucias de tierra y barro fresco en las botas. Además olía, y no a flores precisamente, sino a sucio: una mezcla de sudor, humo y tierra.
—No me he cambiado —se disculpó, como si de pronto se avergonzara de su aspecto—. Debí hacerlo.
—No importa —contesté con cordialidad, pero mis palabras sonaron desdeñosas. El rostro de Grant se ensombreció y sentí una punzada de rabia, no hacia Grant, sino hacia mí misma, por no haber dominado nunca las sutilezas de la entonación. Di un paso más hacia él y compuse un torpe gesto de disculpa.
—Ya lo sé —dijo él—. He venido porque creía que querrías esto. Para tu amiga.
Bajó la caja. Dentro estaban los seis tiestos de cerámica con el junquillo; las flores amarillas, altas y abiertas, formaban racimos y desprendían un aroma dulzón y embriagador.
Metí las manos en la caja y cogí los tiestos, tratando de sacar los seis a la vez. Quería rodearme de aquel color. Grant bajó la caja y, tras un breve tira y afloja, conseguí levantar los seis tiestos. Hundí la cara en los pétalos. Por un instante conseguí sujetarlos todos en mis brazos, pero entonces los dos del medio se me resbalaron y cayeron en la acera; los bulbos quedaron al descubierto y los tallos se doblaron. Grant se arrodilló y empezó a recoger el estropicio.
Abracé los cuatro tiestos que quedaban contra el pecho, bajándolos un poco para mirar a Grant por encima de las flores. Con sus fuertes manos, recogió los bulbos y enderezó los tallos, envolviéndolos con sus propias hojas para reforzarlos.
—¿Dónde quieres que los ponga? —me preguntó.
Me arrodillé a su lado.
—Aquí dije, indicándole que depositara las flores encima de las que yo sostenía.
Separó las plantas y colocó los bulbos desnudos sobre la tierra de los tiestos todavía intactos, protegiendo unas flores con las otras. No retiró las manos enseguida, pero su respiración, lenta y acompasada, me reveló que estaba a punto de marcharse.
Aflojé los brazos; los tiestos resbalaron de mi regazo a cámara lenta y quedaron junto a mis muslos, en la acera. Grant me puso las manos sobre las rodillas. Yo se las cogí y me las llevé a la cara, apretándolas contra mis labios, mejillas y párpados. Luego me las llevé a la nuca y tiré de él. Nuestras frentes se tocaron. Cerré los ojos y nuestros labios se rozaron. Grant tenía unos labios carnosos y suaves, aunque el superior rascaba un poco. Contuvo la respiración y volví a besarlo, esta vez más intensamente, con avidez. Arrastré las rodillas, derribando los tiestos, ansiosa por estar más cerca de él, por besarlo más fuerte, más rato, para demostrarle cuánto lo había echado de menos.
Cuando por fin nos separamos, uno de los tiestos había rodado hasta el final de la calle; sus flores, rectas y altas, eran de un amarillo casi cegador bajo el sol invernal.
«Quizá me equivoqué», pensé mientras veía oscilar la planta agitada por la brisa. Quizá fuera cierto que la esencia del significado de cada flor estaba misteriosamente contenida en el firme tallo o en la suave corola.
Me dije que Annemarie quedaría satisfecha con el junquillo.