Grant no vino a comer pastel de moras con nosotras. «Él se lo pierde», pensé mientras apuraba el fondo del molde a la mañana siguiente. Estaba delicioso.
Mientras dejaba el molde en el fregadero, Elizabeth entró por la puerta trasera, resollando. Llevaba el pelo suelto y me di cuenta de que en casi un año nunca la había visto sin un prieto moño en la nuca. Me sonrió; sus ojos irradiaban un gozo desenfrenado que nunca le había visto.
—¡Ya lo tengo! —exclamó—. Es absurdo que no se me haya ocurrido antes.
—¿El qué? —pregunté.
Su alegría, inexplicablemente, me produjo inquietud. La observé mientras lamía el jugo de moras que se había solidificado en una cuchara.
—Cuando yo estaba en el internado, Catherine y yo nos escribíamos cartas, hasta que mi madre empezó a interceptarlas.
—¿Qué significa «interceptar»?
—Cogerlas. Las leía todas. Mi madre no se fiaba de mí, creía que mis cartas podían corromper a Catherine, aunque yo sólo era una cría y Catherine ya casi una adulta. Pasamos años sin escribirnos. Pero, poco después de que mi hermana cumpliera veinte años, ella encontró un diccionario de flores Victoriano en la librería de mi abuelo. Empezó a enviarme dibujos de flores, con el nombre científico escrito con letra muy pulida en la esquina inferior derecha. Me envió montones y, a continuación, enviaba una nota que rezaba: «¿Sabes lo que te estoy diciendo?».
—¿Y tú lo sabías?
—No —respondió Elizabeth sacudiendo la cabeza, como si recordara la frustración que había sentido en su adolescencia—. Se lo pregunté a todos los bibliotecarios y maestros que encontré. Hasta que un buen día, meses más tarde, la bisabuela de mi compañera de habitación, que había venido de visita, vio los dibujos que yo había colgado en la pared y me explicó el significado de las flores. Busqué un diccionario en la biblioteca y le mandé inmediatamente una nota a mi hermana, con flores secas en lugar de dibujos, porque yo dibujaba muy mal.
Elizabeth entró en el salón y volvió con varios libros. Los puso encima de la mesa.
—Durante años nos comunicamos así. Yo le enviaba poemas e historias que componía atando flores secas en unos cordones, con palabras intercaladas escritas a máquina en pedacitos de papel: «y», «el», «si», «la». Mi hermana seguía mandándome dibujos, a veces paisajes enteros, con docenas de variedades florales, todas etiquetadas y numeradas para que yo supiera qué flor tenía que leer primero para descodificar la secuencia de sucesos y emociones de su vida. Aquellas cartas eran lo que me mantenía viva; iba a ver si había algo en el buzón varias veces al día.
—¿Y eso va a servir para que te perdone? —pregunté.
Elizabeth iba a salir al jardín, pero se paró en seco, giró sobre sí misma y me miró.
—Soy yo la que la perdono a ella —puntualizó—. No lo olvides. —Respiró hondo y continuó—: Pero voy a explicarte por qué va a servir. Catherine recordará lo unidas que estábamos; recordará que yo la entendía mejor que nadie en el mundo. Y aunque esté demasiado arrepentida para ponerse al teléfono, contestará con flores. Estoy segura.
Elizabeth salió fuera. Cuando volvió, traía un ramito de tres flores diferentes. Cogió una tabla de cortar que había en la encimera, la puso en la mesa de la cocina y colocó las flores y un cuchillo afilado encima.
—Te enseñaré cómo se hace —dijo—. Y tú me ayudarás.
Me senté a la mesa. Elizabeth había seguido enseñándome las flores y su significado, aunque no de forma seria y estructurada. El día anterior habíamos visto un monedero hecho a mano en la feria agrícola, con una tela con estampado de pequeñas flores blancas. «Pobreza para un monedero», había comentado Elizabeth sacudiendo la cabeza. Señaló las flores y me explicó los rasgos distintivos de las clemátides.
Sentada a su lado, me encantaba la idea de recibir una clase formal. Acerqué mi silla cuanto pude a la de Elizabeth. Ella cogió una flor de color morado oscuro y del tamaño de una nuez, con el centro amarillo.
—Prímula —nombró, haciendo girar la flor con forma de molinete entre el índice y el pulgar antes de dejarla, con la cara hacia arriba, sobre la palma de su mano—. Infancia.
Me incliné sobre la mano de Elizabeth, con la nariz a sólo unos centímetros de los pétalos. La prímula tenía un aroma intenso a alcohol con azúcar y al perfume de la madre de alguien. Aparté la nariz y exhalé con fuerza.
—A mí tampoco me gusta su olor —coincidió Elizabeth riendo—. Demasiado dulce, como si intentara enmascarar su verdadero olor, indeseable.
Le di la razón asintiendo con la cabeza.
—Veamos, si no supiéramos que esto es una prímula, ¿cómo podríamos averiguarlo? —Dejó la flor y cogió un libro de bolsillo—. Esto es una guía de campo de las flores silvestres de Norteamérica, divididas por colores. La prímula debería aparecer con las azul violáceas.
Me tendió el libro. Busqué las flores azul violáceas, pasando las páginas hasta que encontré el dibujo correspondiente a nuestra flor.
—Prímula cusickiana —leí—. Familia de las prímulas, Primulaceae.
—Muy bien. —Cogió la segunda de las tres flores, grande y amarilla, con seis pétalos puntiagudos—. Ahora ésta. Azucena, majestuosidad.
Busqué en el apartado de flores amarillas y encontré el dibujo correspondiente. Lo señalé con un dedo todavía húmedo y vi cómo se extendía la marca del agua. Elizabeth asintió con la cabeza.
—Supongamos que no has encontrado el dibujo, o que no está segura de haber encontrado el correcto. Entonces te interesa conocer las partes de las flores. Usar una guía de campo es como leer uno de esos libros de «Elige tu propia aventura». Empieza con preguntas sencillas: ¿Tiene pétalos tu flor? ¿Cuántos? Y cada pregunta te lleva a otras diferentes y más complicadas.
Elizabeth cogió un cuchillo de cocina y cortó la azucena por la mitad; los pétalos cayeron, abiertos, sobre la tabla de cortar. Señaló el ovario y apretó mi dedo contra el extremo pegajoso del estigma.
Contamos los pétalos y describimos su forma. Elizabeth me enseñó la definición de simetría, la diferencia entre los ovarios inferiores y los superiores y las distintas maneras en que las flores se reparten por el tallo. Por último, me puso a prueba con la tercera flor que había cortado, una violeta, pequeña y a punto de marchitarse.
—Muy bien —aprobó después de que yo contestara una serie de preguntas—. Estupendo. Aprendes deprisa. —Apartó mi silla y me levanté—. Ahora ve a sentarte en el jardín mientras yo preparo la cena. Quédate un rato delante de todas las plantas que conoces y hazte las mismas preguntas que acabo de formularte. Cuántos pétalos, de qué color, de qué forma. Si sabes que es una rosa, ¿qué es lo que hace que sea una rosa y no un girasol?
Aún seguía enumerando preguntas cuando me escabullí hacia la puerta de la cocina.
—¡A ver si encuentras algo para Catherine! —me gritó.
Bajé los escalones del porche a toda prisa.