La imagen de la cara de Grant, en la que se reflejaban la decepción y la amargura, me mantuvo despierta toda la noche. Antes del amanecer me senté a la mesa de la cocina, esperando oír el motor del camión. De pronto, me sobresalté al oír unos débiles golpes en la puerta. Abrí. Era Grant, que pasó por mi lado y subió la escalera. Oí correr el agua de la ducha y caí en la cuenta de que era domingo.
Quería volver a la habitación azul, a Renata, al día de cobro y al frenesí previo a los días de fiesta. Llevaba demasiado tiempo en casa de Grant. Pero ese día él no iría a la ciudad. Me senté en el primer peldaño de la escalera de caracol y le di vueltas a cómo convencerlo para que me llevara a la ciudad en su día libre, un viaje de ida y vuelta de tres horas.
Todavía estaba reflexionando cuando Grant me empujó con el pie entre los omóplatos. Aquella presión inesperada me hizo resbalar del peldaño y caer en el suelo de la cocina.
—Levántate —ordenó Grant—. Te llevo a tu casa.
Sus palabras me resultaron familiares. Recordé las variaciones que había oído a lo largo de los años de aquella frase: «Recoge tus cosas», «Alexis no quiere seguir compartiendo su habitación», «Somos demasiado mayores para pasar otra vez por esto», etc. La mayoría de las veces era un sencillo: «Va a venir Meredith», en ocasiones con un «Lo siento» añadido.
Le contesté a Grant lo que contestaba siempre:
—Lo tengo todo.
Cogí mi mochila, donde llevaba la cámara de Grant y docenas de carretes, y subí al camión. Grant condujo deprisa por las carreteras secundarias, todavía oscuras, invadiendo el carril contrario para adelantar a camiones cargados de productos alimenticios. Tomó la primera salida al sur del puente y luego paró en el arcén de la vía de salida. No vi ninguna parada de autobús. Me quedé quieta mirando a un lado y a otro de la calle.
—Tengo que volver a la feria agrícola —dijo sin mirarme a la cara.
Grant apagó el motor, se bajó del camión y lo rodeó por delante. Abrió la puerta del pasajero y recogió mi mochila, que yo tenía encima de los pies. Su pecho me rozó las rodillas y, cuando se apartó, el calor entre nuestros cuerpos se dispersó en una fría ráfaga de aire de diciembre. Salté y cogí mi mochila.
«Bueno, ahora ya sé cómo terminan estas cosas», pensé, con una cámara llena de instantáneas de un vivero al que nunca volvería. Ya echaba de menos las flores, pero no pensaba echar de menos a Grant.
Tuve que subirme a cuatro autobuses para llegar a Potrero Hill, pero fue porque cogí el 38 en la dirección equivocada y acabé en Point Lobos. Cuando llegué a Bloom era media mañana y Renata estaba abriendo la tienda. Al verme sonrió.
—Llevo dos semanas sin trabajo y sin necesitar ayuda —dijo—. Me he aburrido como una ostra.
—¿Por qué no se casa la gente en diciembre? —pregunté.
—¿Qué tienen de romántico los árboles pelados y los cielos grises? Las parejas esperan a la primavera y el verano: cielos azules, flores, vacaciones y todo eso.
A mi entender, el azul era tan poco romántico como el gris, y la luz intensa no favorecía en las fotografías. Pero las novias eran irracionales; al menos, eso lo había aprendido de Renata.
—¿Cuándo vas a necesitarme? —pregunté.
—Tengo una boda importante el día de Navidad. Luego te necesitaré todos los días hasta el primer fin de semana de enero.
Le confirmé que podía contar conmigo y pregunté a qué hora quería que llegara.
—¿El día de Navidad? No sé, no muy pronto. La boda será tarde y compraré las flores el día antes. No vengas más tarde de las nueve.
Asentí con la cabeza. Renata sacó un sobre de dinero de la caja registradora.
—Feliz Navidad —me deseó.
Más tarde, en la habitación azul, abrí el sobre y vi que Renata me había pagado el doble de lo prometido. «Todavía estás a tiempo de comprar los regalos de Navidad», me dije con ironía, guardándome el dinero en la mochila.
Me gasté casi toda la paga extra en una maleta de fotografía que compré en una tienda al por mayor y el resto, en una tienda de material artístico de Market. Mi diccionario no sería un libro; en lugar de eso, compré dos ficheros forrados de tela, uno naranja y otro azul, tarjetas de cartón rectangulares de 12 × 17 cm, un pegamento en espray y un rotulador plateado.
Faltaban diez días para Navidad. Descansé un poco de la fotografía y sólo tomé imágenes de mí abandonado jardín de McKinley Square: el brezo y el helenio habían sobrevivido pese al mal tiempo y la falta de cuidados. En casa de Grant había gastado veinticinco carretes y tardé los diez días en revelar los rollos, escoger las fotografías, montarlas sobre las tarjetas y etiquetarlas. Bajo cada imagen escribí el nombre común, seguido del nombre científico, y en el dorso escribí su significado. Hice dos copias de cada flor y puse un juego en cada fichero.
Para Nochebuena, todas las fotografías estaban montadas y secas. Natalia y su grupo se habían marchado a donde sea que se va la gente a pasar las fiestas y el apartamento estaba maravillosamente tranquilo. Bajé los ficheros y repartí las tarjetas en hileras por la vacía sala de ensayo, con pasillos lo bastante anchos para caminar entre ellos. Las tarjetas del fichero naranja las puse con la flor hacia arriba, y las del fichero azul, con la flor hacia abajo. Me paseé por los pasillos durante horas, ordenando las flores alfabéticamente, y después los significados. Volví a meter todas las tarjetas en los ficheros y abrí el diccionario de Elizabeth para admirar lo mucho que había avanzado. Estábamos a mediados de invierno y mi diccionario ilustrado ya iba por la mitad.
La pizzería del final de la calle estaba vacía. Me llevé la pizza y la comí en la cama de Natalia, contemplando la calle desierta por la ventana. Cuando terminé, me tumbé en la habitación azul. Aunque había silencio y oscuridad y no hacía frío, se me abrían los ojos continuamente. La pálida luz blanca de una farola entraba en la habitación y se colaba por el resquicio de la puerta del armario. Era una franja muy fina y trazaba una línea por la pared de enfrente y el medio de mis ficheros. El fichero azul era exactamente del mismo color que la pared, y el naranja, que estaba encima del azul, parecía flotar en el aire. Aquél no era su sitio.
Su sitio era la librería de Grant, enfrente de su sofá naranja. Había escogido ese color a propósito, aunque no quisiera admitirlo. Grant se había ido. Ya no había necesidad de evitar los malentendidos relacionados con el lenguaje de las flores y, sin embargo, había comprado otro fichero, uno naranja, y duplicado las tarjetas. Abrí la portezuela que conducía al salón y saqué el fichero naranja de mi habitación.