10

En julio había mucho ajetreo en la feria agrícola. Los compradores, cargados de productos y los críos con la cara manchada de nectarina abarrotaban los pasillos, y los ancianos con carretillas, impacientes, hacían señas con los brazos a sus despistadas mujeres. Al andar pisaba cáscaras de pistacho. Avancé brincando para alcanzar a Elizabeth, que iba hacia el puesto de moras.

Elizabeth me había dicho que después de comer haríamos tarta de moras y helado. Era un soborno para mantenerme dentro de la casa, lejos del calor sin precedentes y de las uvas, que maduraban rápidamente; y yo me había dejado convencer. Ambas habíamos trabajado codo con codo en el viñedo toda la primavera y yo me resistía a dejar las plantas en paz ahora que no había más que hacer, sólo esperar. Echaba de menos las largas mañanas arrancando los chupones que asomaban en la base del tronco para mantener la energía de la vid concentrada. Echaba de menos ir detrás del pequeño tractor que utilizaba Elizabeth para gradar la tierra, arrancando a mano las malas hierbas que quedaban, tal como ella me había enseñado: primero soltaba las raíces con la punta de un cuchillo de cocina y luego extraía las plantas del suelo. Llevaba más de tres meses manejando el cuchillo cuando le conté a Elizabeth que dejar que los niños acogidos utilizaran cuchillos iba contra las leyes de protección de la infancia, pero Elizabeth no me lo quitó. «Tú no eres ninguna niña acogida», se limitó a comentar. Y aunque yo ya no me sentía como una niña acogida, de hecho, me sentía tan diferente de la niña que había llegado hacía cerca de un año que casi todas las mañanas, cuando Elizabeth me llamaba para que bajara a desayunar, me miraba en el espejo del cuarto de baño y buscaba señales físicas de un cambio del que era muy consciente, eso no era del todo cierto. Seguía siendo una niña acogida y lo sería hasta el día de mi cita en el juzgado, en agosto.

Me abrí paso entre la multitud y llegué al lado de Elizabeth. «¿Moras?», me ofreció, pasándome una bandeja de cartulina verde. En una mesa cubierta con una tela roja, el vendedor exponía altos montones de zarzamoras, moras Olallie, frambuesas y moras Boysen. Cogí una mora de la bandeja y me la metí en la boca. Era gorda y dulce y me tiñó los dedos de morado.

Elizabeth metió seis bandejas en una bolsa de plástico y pagó su compra; luego se dirigió al puesto siguiente. La seguí por todo el mercado, llevando las bolsas que no cabían en el bolso de lona de Elizabeth, ya lleno. Paramos junto al camión de un lechero y Elizabeth me compró una botella.

—¿Ya estamos? —pregunté.

—Casi. Ven —ordenó, y me guio hacia el final del mercado.

Antes de que Elizabeth pasara por delante de los albaricoques de Blenheim, el último vendedor de la fila al que conocíamos, comprendí adonde íbamos. Me puse la resbaladiza botella de leche bajo el brazo y le di alcance; le cogí la manga y tiré de ella. Pero Elizabeth aceleró el paso. No se paró hasta que llegó al puesto de flores.

La mesa estaba cubierta de manojos de rosas. De cerca, la perfección de las flores era asombrosa: tenían unos pétalos tersos y suaves, apretados unos contra otros, con la punta pulcramente enroscada. Elizabeth se quedó inmóvil examinando las flores, como yo. Señalé un ramo variado con la esperanza de que ella escogiera un manojo, pagara y se diera la vuelta sin haber dicho nada. Sin embargo, antes de que Elizabeth hubiera escogido un ramo, el adolescente recogió las flores que quedaban en la mesa y las lanzó a la parte trasera de su camión. Comprendí que el chico no quería venderle flores a Elizabeth. La miré para ver cómo reaccionaba, pero su gesto era inescrutable.

—Hola, Grant —saludó.

Él no respondió; ni siquiera la miró. Elizabeth volvió a intentarlo:

—Soy tu tía Elizabeth. Supongo que ya lo sabes.

El chico se inclinó sobre la parte trasera del camión y colocó una lona sobre las flores. No apartaba la vista de las rosas y mantenía la barbilla levantada. De cerca, parecía mayor. Tenía pelusilla sobre el labio superior, y sus brazos y piernas, que a mí me habían parecido enclenques, estaban bien definidos. Sólo llevaba una sencilla camiseta blanca, y al mover los omóplatos la fina tela subía y bajaba de una forma que encontré cautivadora.

—¿Piensas desdeñarme? —le preguntó Elizabeth.

Al no contestarle, Elizabeth cambió de tono, como yo le había visto hacer las primeras semanas qué pasé en su casa: parecía estricta y paciente y de pronto se enfadaba:

—Al menos, mírame, ¿no? Mírame cuando te hablo.

Grant no la miró.

—Esto no tiene nada que ver contigo. Nunca ha tenido nada que ver. Llevo años viéndote crecer de lejos y mi mayor deseo era venir corriendo hasta aquí y cogerte en brazos.

Grant aseguró la lona con una cuerda y se le marcaron los músculos de los brazos. Costaba imaginar que alguien pudiera cogerlo en volandas; costaba imaginar que no hubiera sido siempre tan fuerte. Ató un último nudo y se dio la vuelta.

—Pues si tanto lo deseabas, debiste hacerlo —respondió con frialdad inexpresiva—. Nadie te lo impedía.

—No —repuso Elizabeth sacudiendo la cabeza—. No sabes lo que dices.

Hablaba en voz baja, subrayando sus palabras con una honda vibración que yo conocía de anteriores casas de acogida: era el preludio de una ofensiva. Sin embargo, Elizabeth no se abalanzó sobre Grant, como yo creía que haría. Dijo algo tan sorprendente que él se volvió hacia mí y nuestras miradas se encontraron por primera vez.

—Victoria va a preparar un pastel de moras —dijo Elizabeth—. Deberías venir a probarlo.