Apoyada en el tronco de una vid gruesa, oí a Elizabeth escurriendo la fregona. Debería estar dando mi paseo matutino, pero no me apetecía hacerlo. Elizabeth había abierto todas las ventanas para que entrara la primera brisa cálida de la primavera y desde donde yo estaba, en la fila de vides más cercana a la casa, la oía en todo momento.
Llevaba seis meses con Elizabeth y ya me había acostumbrado a su concepto de estudiar en casa. No tenía pupitre. Tampoco me compró una pizarra, ni libros de texto, ni tarjetas pedagógicas. Pero colgó un horario en la puerta de la nevera —una hoja fina de papel de arroz escrita con caligrafía delicada, sujeta por unos imanes redondos y plateados— y me hizo responsable de las actividades y tareas anotadas en él.
La lista era detallada, agotadora y exacta, pero nunca aumentaba ni cambiaba. Todos los días, después del desayuno y el paseo matutino, yo escribía en el diario con tapas de piel negra que me había comprado Elizabeth. Escribía bien y sin faltas de ortografía, pero cometía errores a propósito para mantener a Elizabeth a mi lado revisando y corrigiendo las páginas. Cuando terminaba, la ayudaba a preparar la comida: medíamos y vertíamos, nos dividíamos las recetas. Los platos de la vajilla, ordenados en montones, se convertían en fracciones, y las tazas de legumbres secas, en complicados problemas aritméticos. Con el calendario que Elizabeth utilizaba para registrar el clima, me enseñó a calcular promedios, porcentajes y probabilidades.
Todos los días, a última hora, Elizabeth me leía. Tenía estantes llenos de clásicos infantiles, libros antiguos de tapa dura con el título grabado en letras doradas: El jardín secreto, Pollyanna y Un árbol crece en Brooklyn. Pero yo prefería sus libros de viticultura, las ilustraciones de plantas y las ecuaciones químicas, que eran la clave del mundo que me rodeaba. Memorizaba el vocabulario —filtración de nitratos, captura de carbono, gestión integral de plagas— y lo empleaba en nuestras conversaciones con una seriedad que hacía reír a Elizabeth.
Antes de acostarme, tachábamos los días en un calendario que tenía en mi habitación. A lo largo de enero me limité a poner una X roja en la casilla correspondiente a cada fecha, pero hacia finales de marzo empecé a anotar la temperatura máxima y la mínima, como hacía Elizabeth en su calendario, lo que habíamos cenado y una lista de lo que habíamos hecho ese día. Elizabeth recortó un montoncito de pósits del tamaño de las casillas del calendario y todas las noches yo rellenaba cinco o seis antes de meterme en la cama.
Más que un ritual nocturno, el calendario era una cuenta atrás. El 2 de agosto, el día después de mi hipotético cumpleaños, estaba destacado y toda la casilla pintada de rosa. Con rotulador negro, Elizabeth había escrito: «11 h - 3.a planta - despacho 305.» La ley exigía que yo hubiera vivido con Elizabeth un año entero para que pudiera hacerse efectiva mi adopción; Meredith había programado nuestra cita en el juzgado para un año después del día de mi llegada.
Miré el reloj que me había regalado Elizabeth. Faltaban diez minutos para que me dejara entrar en la casa. Apoyé la cabeza en las ramas desnudas de la vid. Las primeras hojas, de un verde brillante, habían brotado de unas prietas yemas y las examiné: eran versiones perfectas, del tamaño de una uña, de lo que acabarían siendo. Olí una y mordisqueé una esquina pensando que escribiría en mi diario cómo sabía una vid antes de que salieran las uvas. Volví a mirar la hora: cinco minutos.
De pronto, oí la voz de Elizabeth. Hablaba con claridad y seguridad y al principio creí que me llamaba. Corrí hasta la casa, pero me paré al comprobar que estaba hablando por teléfono. Aunque no había vuelto a mencionar a su hermana desde nuestra visita al vivero, supe enseguida que había llamado a Catherine. Me senté en el suelo, junto a la ventana de la cocina, conmocionada.
—Otra cosecha —dijo—. Superada. Yo no bebo, pero últimamente entiendo mejor a papá. Entiendo la tentación de echar un trago de whisky nada más levantarse «para aplacar el miedo a las heladas», como solía decir él. —Hizo una breve pausa y comprendí que hablaba con el contestador automático de Catherine—. Bueno, ya sé que me viste aquel día de octubre. ¿Viste a Victoria? ¿Verdad que es guapa? Está claro que no querías hablar conmigo y yo he querido respetarte y darte más tiempo. Por eso no te he llamado hasta ahora. Pero ya no puedo esperar más. He decidido llamarte otra vez, todos los días. Seguramente más de una vez al día, hasta que te dignes hablar conmigo. Te necesito, Catherine. ¿No lo entiendes? Eres la única familia que tengo.
Al oír eso cerré los ojos. «Eres la única familia que tengo». Llevábamos ocho meses juntas, comiendo en la mesa de la cocina, trabajando codo con codo. Faltaban menos de cuatro meses para mi adopción. Y sin embargo, Elizabeth no me consideraba familia suya. En lugar de pena sentí rabia, y cuando oí el chasquido del auricular, seguido del borbotón de agua sucia vaciada por un desagüe, subí los escalones del porche pisando fuerte. Llamé a la puerta con los puños. «¿Y yo qué soy? —quería gritar—. ¿A qué viene esta farsa?».
Pero cuando Elizabeth abrió la puerta y vi su cara de sorpresa, rompí a llorar. No recordaba haber llorado nunca y aquellas lágrimas eran como una traición a mi ira. Me abofeteé las húmedas mejillas. El dolor de las bofetadas me hizo llorar aún más.
Elizabeth no me preguntó por qué lloraba; se limitó a hacerme entrar en la cocina. Se sentó en una silla y me atrajo con torpeza hacia su regazo. Faltaba poco para que yo cumpliera diez años. Era demasiado mayor para sentarme en su regazo, demasiado mayor para que me abrazaran y me consolaran. También era demasiado mayor para que me devolvieran. De pronto, sentí pánico de que me llevaran a otro hogar tutelado y, al mismo tiempo, sorpresa de que la táctica de Meredith hubiera funcionado. Hundí la cara en el cuello de Elizabeth y seguí sollozando. Ella me abrazaba. Esperé a que me dijera que me calmara, pero no lo hizo.
Pasaban los minutos. Sonó el reloj automático de la cocina, pero Elizabeth no se movió. Cuando por fin levanté la cabeza, la cocina olía a chocolate. Elizabeth había preparado un suflé para celebrar que había cambiado el tiempo y desprendía un aroma intenso y dulce. Me enjugué las lágrimas en la blusa de Elizabeth y me incorporé para mirarla. Cuando nuestras miradas se encontraron, vi que ella también lloraba. Las lágrimas se quedaban un momento colgando del borde de su mentón y luego caían.
—Te quiero —dijo Elizabeth, y yo rompí a llorar de nuevo.
En el horno, el suflé de chocolate empezó a quemarse.