Mis fotografías eran espantosas. Eran tan malas que eché la culpa al laboratorio rápido donde me las habían revelado y llevé la película a una tienda especializada. En el letrero se jactaban de revelar sólo trabajos de profesionales. Tardaron tres días en entregarme las copias y, cuando fui a recogerlas, resultó que eran igual de malas o incluso peores. Mis errores estaban aún más destacados, los borrones blancos y verdes aún más definidos entre el fondo turbio. Tiré las fotografías a una papelera y me senté en el bordillo delante de la tienda, vencida.
—¿Experimentas con la abstracción?
Me di la vuelta. Una joven estaba detrás de mí, mirando las fotografías que había cogido de la papelera. Llevaba puesto un delantal y fumaba un cigarrillo. La ceniza cayó alrededor de las fotos. Deseé que se quemaran.
—No —contesté—. Experimento con el fracaso.
—¿Cámara nueva?
—No. La nueva soy yo.
—¿Qué necesitas saber?
Cogí una fotografía y se la mostré.
—Todo —respondí.
La joven apagó el cigarrillo con el pie y examinó la copia.
—Creo que es un problema de sensibilidad de la película —dijo, y me indicó que entrara.
Me llevó a la pantalla de negativos y me enseñó unos números que había en las esquinas de los fotogramas y que yo ni siquiera había visto. El tiempo de exposición era demasiado lento, explicó, y la sensibilidad de la película demasiado baja para la escasa luz de la tarde. Anoté todo lo que me dijo en el dorso de las fotografías y me las guardé en el bolsillo de atrás.
El sábado siguiente estaba impaciente por salir del trabajo. La tienda estaba vacía; no habíamos tenido boda. Renata se ocupaba del papeleo y no se levantó de su escritorio en toda la mañana. Cuando me cansé de esperar a que me liberara, me puse de pie cerca de su mesa y empecé a dar golpecitos con el pie en el suelo de cemento.
—Vale, vete —accedió haciendo un ademán. Me di la vuelta y, cuando me disponía a salir por la puerta, añadió—: Y no vuelvas mañana, ni la semana que viene, ni la otra.
—¿Qué? —dije, parándome en seco.
—Has trabajado el doble de las horas que te he pagado. No me digas que no te has dado cuenta.
Yo no llevaba la cuenta de las horas trabajadas. No habría podido encontrar otro trabajo aunque hubiera querido. Ni siquiera tenía título de bachillerato, ni experiencia alguna. Daba por hecho que Renata lo sabía y que hacía conmigo lo que quería. No se lo reprochaba.
—¿Y qué?
—Tómate un par de semanas de fiesta. Pásate el domingo y te pagaré como si hubieras trabajado. Te debo ese dinero. Volveré a necesitarte por Navidad y tengo dos bodas el día de Año Nuevo.
Me entregó un sobre con dinero, el que tendría que haberme dado la próxima vez que me pagara. Lo guardé en mi mochila.
—Vale —acepté—. Gracias. Nos vemos dentro de dos semanas.
Grant estaba en el aparcamiento del mercado cargando un cubo de flores que no había vendido. Me acerqué y le mostré las fotos borrosas, dispuestas en abanico.
—¿Ahora quieres que te enseñe? —me preguntó, risueño.
—No. —Subí al camión.
Él sacudió la cabeza y preguntó:
—¿Chino o tailandés?
Estaba leyendo las notas que había garabateado en el dorso de aquellas fotografías penosas y no contesté.
Cuando Grant paró delante de un restaurante tailandés, me quedé esperando en el camión.
—Algo picante —le pedí por la ventanilla—. Con gambas.
Había comprado diez rollos de película de color, todos de diferentes sensibilidades. Pensaba empezar con la de 100 a primera hora de la tarde e ir subiendo hasta 800 a medida que disminuyera la luz. Grant se sentó a la mesa de picnic con un libro, lanzándome miradas cada pocas páginas. Me quedé casi todo el tiempo acurrucada entre dos rosales blancos. Todas las flores estaban abiertas; al cabo de una semana ya no quedarían rosas. Numeré todas las fotografías y anoté los ángulos y la composición, tal como había hecho la semana anterior. Estaba decidida a conseguirlo.
Cuando oscureció casi del todo, guardé mi cámara. Grant ya no estaba sentado a la mesa de picnic. Había luz en las ventanas del depósito de agua, cuyos cristales estaban empañados. Grant estaba cocinando y yo estaba muerta de hambre. Guardé los diez rollos en la mochila y entré en la cocina.
—¿Tienes hambre? —me preguntó.
Me vio cerrar la cremallera de la mochila y olfatear con avidez.
—¿Cómo preguntas eso?
Sonrió. Fui a la nevera y comprobé que estaba casi vacía; sólo había yogur y un cartón de zumo de naranja. Lo cogí y bebí un par de sorbos.
—Como si estuvieras en tu casa.
—Gracias. —Di otro sorbo y me senté a la mesa—. ¿Qué estás preparando?
Señaló seis latas vacías de ravioli de carne. Hice una mueca.
—¿Quieres cocinar tú? —me ofreció.
—Nunca cocino. En los hogares tutelados había cocineras; después he comido siempre fuera.
—¿Siempre has vivido en hogares tutelados?
—Después de Elizabeth, sí. Antes había vivido con diversas personas. Algunas cocinaban bien y otras, no.
Me miró sin disimular que le gustaría saber más, pero no entré en detalles. Nos sentamos a la mesa con nuestros platos de ravioli. Había empezado a llover otra vez, una lluvia intensa que amenazaba con convertir en ríos los caminos de tierra.
Cuando terminamos de cenar, Grant lavó su plato y subió arriba. Yo me quedé en la mesa de la cocina, esperando a que bajara y me llevara a casa, pero no bajó. Bebí más zumo y me puse a mirar por la ventana. Cuando volvió a entrarme hambre, busqué en los armarios y encontré un paquete de galletas sin abrir; me comí un par. Grant seguía sin volver. Puse a hervir agua para el té y me quedé de pie junto a los fogones, calentándome las manos con la llama azulada. El hervidor de agua empezó a silbar.
Llené dos tazas, cogí dos bolsitas de té de una caja que había en la encimera y subí la escalera.
Grant estaba sentado en el sofá naranja del segundo piso, leyendo un libro. Le di una taza y me senté en el suelo, enfrente de la librería. La habitación era tan pequeña que, pese a estar sentada lo más lejos posible de él, Grant habría podido tocarme la rodilla con los dedos del pie si hubiera estirado una pierna. Me volví hacia la librería. En el estante inferior había grandes volúmenes: manuales de jardinería, la mayoría, y algunos libros de texto de biología y botánica.
—¿Biología? —pregunté cogiendo uno; lo abrí al azar y encontré un dibujo científico de un corazón.
—Hice un curso en una escuela de adultos. Después de morir mi madre me planteé vender la casa e ir a la universidad. Pero dejé el curso a la mitad. No me gustaban las aulas. Había demasiada gente y muy pocas flores.
Del corazón salía una gruesa vena azul. Seguí su trazado con un dedo y miré a Grant.
—¿Qué lees?
—Gertrude Stein.
Sacudí la cabeza. Nunca había oído ese nombre.
—La poetisa —aclaró él—. Ya sabes, la de «Una rosa es una rosa es una rosa».
Volví a sacudir la cabeza.
—En su último año de vida, mi madre se obsesionó con ella —me explicó Grant—. Había pasado casi toda su vida leyendo a los poetas Victorianos, y cuando descubrió a Gertrude Stein se sintió reconfortada.
—¿Qué significa «Una rosa es una rosa es una rosa»? —Cerré de golpe el libro de biología y me encontré ante un esqueleto humano. Di unos golpecitos con el dedo en la cuenca vacía del ojo.
—Que las cosas son lo que son —contestó Grant.
—Una rosa es una rosa.
—Es una rosa —terminó él esbozando una sonrisa.
Pensé en todas las rosas que había en la rosaleda de Grant y en sus diferentes tonalidades de color y fases de desarrollo.
—Salvo cuando es amarilla —repuse—. O roja, o rosa, o esta cerrada, o muerta.
—Eso mismo he pensado yo siempre —convino Grant—. Pero quiero darle a Gertrude Stein la oportunidad de convencerme.
Bajó la mirada hacia el libro.
Cogí otro libro de un estante más alto. Era un volumen delgado de poesía. Elizabeth Barrett Browning. Había leído casi toda su obra en los primeros años de mi adolescencia, cuando descubrí que los poetas románticos mencionaban a menudo el lenguaje de las flores. Varias páginas de aquel libro estaban dobladas por la esquinas y tenían anotaciones en los márgenes. El poema que encontré al abrirlo al azar tenía once versos y todos empezaban con la palabra «Ámame». Me sorprendió. Estaba segura de haber leído aquel poema, pero no recordaba tantas referencias al amor, sólo a las flores. Devolví el ejemplar a su sitio y cogí otro, y luego otro. Mientras tanto, Grant seguía leyendo en silencio. Comprobé la hora: las diez y diez.
Grant levantó la cabeza. Comprobó también la hora y luego miró por la ventana. Seguía lloviendo.
—¿Quieres irte a casa?
—¿Tengo otra alternativa? No voy a dormir aquí contigo.
—Yo no dormiré aquí. Puedes dormir en mi cama. O en el sofá. O donde quieras.
—¿Y cómo sé que no volverás en medio de la noche?
Grant sacó las llaves del bolsillo y separó la del depósito de agua. Me la entregó y bajó la escalera. Lo seguí.
Cogió una linterna de un cajón de la cocina y una chaqueta de franela de una percha. Abrí la puerta; Grant salió y se quedó un momento bajo el tejadillo, protegido de la lluvia.
—Buenas noches —se despidió.
—¿Y la llave de repuesto?
Grant suspiró y sacudió la cabeza, aunque sonreía. Se agachó y levantó una regadera oxidada, medio llena de agua de lluvia. La levantó como si regara la grava empapada. En el fondo había una llave.
—Dudo mucho que funcione, con lo oxidada que está. Pero quédatela, por si acaso.
Me dio la llave y nuestras manos se cerraron alrededor del metal mojado.
—Gracias —dije—. Buenas noches.
Grant se quedó quieto mientras yo cerraba lentamente la puerta y echaba la llave.
Respiré hondo y subí la escalera hasta el segundo piso. Cogí la manta de la cama de Grant y volví a la cocina. Me acosté debajo de la mesa de picnic. Si se abría la puerta, la oiría.
Pero lo único que oí toda la noche fue la lluvia.
Grant llamó a la puerta a las diez y media de la mañana. Yo todavía estaba dormida debajo de la mesa. Había dormido doce horas y tenía el cuerpo entumecido. Me costó levantarme. Al llegar a la puerta me detuve, me apoyé en la hoja de madera maciza y me froté los ojos, las mejillas y la nuca. Abrí la puerta.
Grant llevaba la misma ropa que la noche anterior y sólo parecía un poco más despierto que yo. Entró en la cocina dando tumbos y se sentó a la mesa.
La tormenta ya había amainado. Al otro lado de la ventana, bajo un cielo despejado, brillaban las flores. Hacía un día perfecto para tomar fotografías.
—¿Vamos a la feria agrícola? —propuso Grant—. Los domingos siempre voy a vender allí en lugar de en el mercado de la ciudad. ¿Quieres venir?
Recordaba que diciembre era un mes malo para la fruta y la verdura. Había naranjas, manzanas, brócoli, col rizada. Pero, aunque hubiera sido pleno verano, no habría querido ir a la feria agrícola. No quería arriesgarme a ver a Elizabeth.
—No, gracias. Pero necesito carretes.
—Pues ven conmigo. Puedes esperar en el camión mientras vendo todo lo que me sobró ayer. Luego te llevaré a comprar carretes.
Grant subió a cambiarse de ropa y yo me lavé los dientes, aplicándome dentífrico con el dedo. Me eché agua en la cara y en el pelo y fui a esperar en el camión. Al cabo de unos minutos vino Grant; se había afeitado y puesto una sudadera gris limpia y unos vaqueros. Seguía pareciendo cansado y, tras cerrar con llave la puerta del depósito de agua, se puso la capucha.
El camino estaba encharcado y Grant condujo despacio. El camión oscilaba como un barco en el mar. Cerré los ojos.
Menos de cinco minutos más tarde, Grant detuvo el camión y abrí los ojos. Estábamos en un aparcamiento abarrotado. Me hundí en el asiento mientras Grant se apeaba, se calaba la capucha y bajaba los cubos. Cerré los ojos y apreté la oreja contra la puerta tratando de no oír el ruido del bullicioso mercado y no recordar todas las veces que había estado allí de niña. Grant no tardó mucho en volver.
—¿Lista? —me preguntó.
Me llevó a la tienda más cercana, un drugstore de pueblo donde vendían aparejos de pesca y productos farmacéuticos. Me ponía nerviosa estar tan expuesta y tan cerca de Elizabeth.
Me detuve antes de entrar.
—¿Y Elizabeth?
—Aquí no vas a encontrártela. No sé dónde compra, pero vengo aquí desde hace veinte años y nunca la he visto.
Aliviada, entré en la tienda y fui derecha al mostrador de revelado fotográfico. Metí mis películas en un sobre y las eché por una rendija.
—¿Una hora? —pregunté a una empleada con cara de aburrida que llevaba un delantal azul.
—Menos. Llevo días sin revelar nada.
Me escondí en el pasillo más cercano. En la tienda vendían camisetas rebajadas, tres por cinco dólares. Cogí las tres primeras del montón y las metí en mi cesta, junto con varios carretes, un cepillo de dientes y desodorante. Grant estaba junto al mostrador de la caja, comiéndose una barra de caramelo mientras me miraba recorrer los pasillos. Asomé la cabeza. Cuando vi que la tienda estaba casi vacía, me reuní con él en la caja.
—¿Desayuno? —propuse y él asintió.
Cogí una chocolatina PayDay y me comí los cacahuetes hasta que sólo quedó una barrita de caramelo pegajoso.
—Te dejas lo mejor —dijo Grant señalando el caramelo. Se lo di y él se lo comió rápidamente, como si temiera que me lo pensara y se lo quitara—. Vaya, debo de caerte mejor de lo que parece —observó sonriendo.
Se abrió la puerta y entró una pareja de ancianos cogidos de la mano. La mujer caminaba encorvada y el hombre no podía doblar la rodilla izquierda; daba la impresión de que ella lo arrastraba. El anciano me miró de arriba abajo y compuso una sonrisa juvenil que parecía fuera de lugar en su rostro cubierto de manchas.
—Hola, Grant —saludó, guiñándole un ojo y ladeando la cabeza hacia mí—. Buen trabajo, chico, buen trabajo.
—Gracias, señor —repuso Grant mirando al suelo.
El hombre pasó renqueando a su lado y unos pasos más allá se paró y le dio una palmada a su mujer en el trasero. Se volvió y le guiñó un ojo a Grant.
Grant me miró; luego miró al anciano y sacudió la cabeza.
—Era amigo de mi madre —comentó cuando la pareja ya no podía oírnos—. Cree que nosotros seremos así dentro de sesenta años.
Puse los ojos en blanco, cogí otro PayDay y fui a esperar junto al mostrador de fotografía. Que Grant y yo paseáramos cogidos de la mano pasados sesenta años debía de ser lo más improbable del mundo. La empleada me entregó el primer rollo, ya revelado; los negativos estaban cortados y metidos en un sobre transparente, Puse las fotografías sobre el mostrador amarillo.
Las diez primeras habían quedado borrosas. No eran borrones blancos indefinidos como los de mi primer intento, pero estaban borrosas. A partir de la undécima empezaban a ganar nitidez, aunque no podía estar orgullosa de ellas. La empleada siguió pasándome un carrete tras otro y seguí colocándolas en fila, procurando mantener el orden.
Grant estaba de pie abanicándose con envoltorios de caramelo. Me acerqué a él y le enseñé una fotografía. Era la número dieciséis del octavo rollo: una rosa blanca perfecta, nítida y brillante, destacada contra el fondo oscuro. Grant se inclinó como si fuera a olerla y asintió:
—Muy bonita.
—Bien, vámonos —dije.
Pagué las fotos, lo que llevaba en la cesta y los caramelos de Grant y me dirigí hacia la puerta.
—¿Y tus fotos? —me preguntó Grant, parándose a mirar el mar de fotografías que había dejado en el mostrador.
—Ésta es la única que necesito —contesté, mostrándole la de la rosa.