5

Pasé una semana durmiendo mal y sin dar pie con bola. La moqueta de pelo de mi habitación tardó varios días en secarse y cada vez que me tumbaba en ella, la humedad me traspasaba la camisa, como las manos de Grant, y era un recordatorio constante de su roce. Cuando conseguía dormirme, soñaba que la cámara me enfocaba la piel y me fotografiaba las muñecas, la parte inferior del mentón y, en una ocasión, los pezones. Paseaba por calles desiertas y oía el chasquido del obturador; me daba la vuelta esperando ver a Grant, pero nunca había nadie.

A Renata no le pasó desapercibida mi incapacidad para articular frases coherentes o manejar la caja registradora. Era la semana de Acción de Gracias y la tienda estaba abarrotada, pero ella me relegó a la zona de trabajo, hasta el techo de cubos de flores naranjas y amarillas y largos tallos de hojas secas de llamativos colores otoñales. Me entregó un libro de fotografías de arreglos festivos, pero no lo abrí. No me encontraba muy espabilada, pero podía hacer arreglos florales aun dormida. Renata me traía pedidos anotados apresuradamente y volvía a recogerlos al cabo de un rato.

El viernes, pasado ya el ajetreo de la fiesta, me envió a la zona de trabajo y me pidió que barriera el suelo y lijara la mesa, que empezaba a combarse y astillarse después de tantos años de agua y trabajo. Una hora más tarde, cuando volvió a ver qué había hecho, me encontró dormida con la mejilla apoyada contra la áspera superficie de la mesa.

Me sacudió un poco para despertarme. Yo todavía tenía el papel de lija en una mano y me había dejado marcas en los dedos.

—Si no tuvieras tanto éxito, te despediría —me regañó, pero su voz no denotaba enfado, sino regocijo.

Me pregunté si creería que me había enamorado y pensé que la verdad era mucho más complicada.

—Vamos, en pie —dijo—. Ha venido esa mujer. Quiere verte.

Suspiré. No quedaban rosas rojas.

La mujer estaba apoyada con los codos en el mostrador. Llevaba una gabardina verde manzana y a su lado había otra mujer, más joven y más guapa, con un abrigo rojo con cinturón. Calzaban botas negras mojadas. Miré fuera. Volvía a llover, justo cuando mi ropa y mi habitación se habían secado. Me estremecí.

—Ésta es la famosa Victoria —dijo mi clienta, señalándome con la barbilla—. Victoria, te presento a mi hermana Annemarie. Y yo me llamo Bethany. —Me tendió la mano y se la estreché. Me hizo crujir los huesos con su fuerte apretón.

—¿Cómo estás?

—Mejor que nunca —respondió Bethany. Y contó—: Pasé el día de Acción de Gracias en casa de Ray. Ninguno de los dos había preparado nunca la cena de Acción de Gracias, así que acabamos metiendo un pavo precocinado en el homo y calentando unas latas de sopa de tomate. Quedó todo delicioso.

Por cómo lo dijo, resultaba evidente que se refería a algo más que a la sopa. Su hermana murmuró algo por lo bajo.

—¿Quién es Ray? —pregunté.

Renata se asomó al umbral escoba en mano y esquivé su mirada interrogante.

—Un compañero del trabajo. Hasta ahora sólo habíamos compartido quejas sobre ergonomía, pero el miércoles vino a mi mesa y me invitó a cenar.

Bethany había vuelto a quedar con Ray al día siguiente y quería algo para su apartamento, algo seductor, sugirió ruborizándose, pero no demasiado evidente.

—Orquídeas no —descartó, como si fueran flores sexuales y no un símbolo de belleza refinada.

—¿Y para tu hermana? —pregunté.

Annemarie parecía abochornada, pero no protestó cuando su hermana empezó a describir detalles de su vida sentimental.

—Ella está casada —explicó Bethany, enfatizando «casada» como si el origen de sus problemas pudiera encontrarse en la mismísima definición de la palabra—. Teme que su marido ya no se sienta atraído por ella, lo cual, mírala, es absurdo. Pero resulta que llevan mucho tiempo sin… Ya me entiendes.

Annemarie miró por la ventana y no defendió a su marido ni su matrimonio.

—Vale —afirmé reteniendo toda la información—. ¿Mañana?

—A mediodía —pidió Bethany—. Necesitaré toda la tarde para limpiar mi apartamento.

—¿Y a ti, Annemarie? ¿Te va bien a mediodía?

No me contestó enseguida. Olió las rosas y las dalias, los restos de flores naranjas y amarillas. Cuando levantó la cabeza, su mirada tenía una vacuidad que no me costó entender.

—Sí —confirmó—. Por favor.

—Hasta mañana —me despedí, y se marcharon.

Cuando se cerró la puerta, miré a Renata, que seguía en el umbral con la escoba.

—La famosa Victoria —repitió con sorna—. La que le da a la gente lo que quiere.

Me encogí de hombros y pasé a su lado. Descolgué el abrigo de la percha y me dispuse a marchar.

—¿Vengo mañana? —pregunté. Renata no me había dado ningún horario. Yo trabajaba cuando ella me lo pedía.

—Sí, a las cuatro. Hay una boda a primera hora de la tarde. Doscientos invitados.

Pasé la noche sentada en la habitación azul, cavilando sobre la petición de Annemarie. Conocía muy bien lo contrario del interés: la hortensia, apatía, era desde hacía tiempo una de mis flores favoritas. Florecía en los jardines bien cuidados de San Francisco seis meses al año y era útil para mantener alejadas a mis compañeras de casa y al personal de los hogares tutelados. Pero el interés, la proximidad y el placer sexual eran conceptos que nunca había necesitado investigar. Me pasé cuatro horas sentada bajo la bombilla, mientras la luz tornaba amarillas las hojas manchadas de agua de mi diccionario, buscando flores que pudieran servirme.

Estaba el tilo, que representaba el amor conyugal, pero eso no encajaba del todo. La definición se acercaba más a una descripción del pasado que a una sugerencia para el futuro. Además, planteaba la dificultad añadida de encontrar un tilo, arrancar una rama pequeña y explicarle a Annemarie por qué debía poner la rama en la mesa del comedor y no en un jarrón. No, decidí que el tilo no funcionaría.

Cuando el grupo de Natalia empezó a tocar en el piso de abajo me puse tapones para los oídos. Las páginas del libro vibraban sobre mi regazo. Encontré flores que simbolizaban afecto, sensualidad y placer, pero ninguna, por sí sola, parecía suficiente para combatir la mirada vacía de Annemarie. Llegué a la última flor del libro y volví al principio con sentimiento de frustración. Grant debía de saberlo, pero a él no podía preguntárselo. Habría sido darle demasiadas confianzas.

Mientras buscaba se me ocurrió que, si no encontraba las flores adecuadas, siempre podía prepararle un ramo de cualquier flor llamativa y mentirle sobre su significado. De hecho, las flores no tenían en sí mismas la capacidad de hacer realidad ninguna definición abstracta. Más bien daba la impresión de que Earl, y luego Bethany, se habían marchado a casa con un ramo de flores esperando un cambio, y el hecho de que creyeran en esa posibilidad había favorecido que se produjera. Así pues, sería mejor envolver un manojo de margaritas gerberas y decir que significaban satisfacción sexual antes que pedirle a Grant su opinión al respecto.

Cerré el libro, cerré los ojos y me propuse dormir.

Dos horas más tarde me levanté y me vestí para ir al mercado. Hacía frío y mientras me cambiaba de ropa y me ponía la chaqueta, supe que no podría darle las gerberas a Annemarie. Nunca había sido leal a nada salvo al lenguaje de las flores. Si empezaba a mentir sobre eso, no me quedaría nada hermoso ni sincero en la vida. Salí con premura por la puerta y recorrí las doce manzanas corriendo, con la esperanza de llegar antes que Renata.

Grant todavía estaba en el aparcamiento, descargando su camión. Esperé a que me diera unos cubos y los llevé dentro. En su puesto sólo había un taburete; me senté y Grant se apoyó en la pared de madera.

—Llegas muy pronto —observó.

Miré la hora en mi reloj. Sólo eran algo más de las tres de la madrugada.

—Tú también.

—No podía dormir —repuso.

Yo tampoco, pero no lo dije.

—He conocido a una mujer —le conté.

Aparté el taburete de Grant, como si fuera a atender a un cliente por la ventana, pero el mercado estaba casi vacío.

—¿Ah, sí? ¿Quién es?

—Una clienta. Vino a Bloom ayer. La semana pasada ayudé a su hermana. Afirma que su marido ya no la quiere. Bueno, ya me entiendes: que no quiere… —No supe cómo terminar la frase.

—Hum —dijo Grant. Noté su mirada en mi espalda, pero no me di la vuelta para mirarlo—. Es complicado. Ten en cuenta que en la era victoriana no se hablaba mucho de sexo.

Eso no se me había ocurrido. El mercado empezó a llenarse en silencio. Renata aparecería en cualquier momento y durante horas yo sólo podría pensar en flores para adornar una boda.

Deseo —propuso Grant por fin—. Yo probaría con deseo. Creo que es lo máximo que te puedes acercar.

Yo no sabía qué planta simbolizaba el deseo.

—¿Con qué?

—Junquillo. Es una especie de narciso. Crecen silvestres en los prados del Sur. Tengo algunos, pero los bulbos no florecen hasta la primavera.

Faltaban meses para la primavera y no parecía que Annemarie pudiera esperar tanto tiempo.

—¿No hay otra forma?

—Podríamos forzar los bulbos en mi invernadero. Normalmente no lo hago; las flores están muy asociadas con la primavera y no tienen mucha demanda hasta finales de febrero. Pero, si quieres, podemos intentarlo.

—¿Cuánto tardarían en florecer?

—No mucho. Podrías tener flores hacia mediados de enero.

—Se lo preguntaré —dije—. Gracias.

Me dispuse a marcharme, pero Grant me detuvo poniéndome una mano en el hombro. Me di la vuelta.

—¿Esta tarde? —me preguntó.

Pensé en las flores, en la cámara de Grant y en mi diccionario.

—Creo que acabaré sobre las dos —respondí.

—Pasaré a recogerte.

—Tendré hambre —le advertí mientras me alejaba.

—Ya lo sé —contestó sonriendo.

Annemarie se mostró más aliviada que decepcionada cuando le di la noticia. Dijo que enero le parecía bien, muy bien. Diciembre era un mes de mucho ajetreo, pasaría volando. Me anotó su número de teléfono, se ciñó el cinturón rojo del abrigo y salió por la puerta detrás de Bethany, que había salido antes que ella y ya había recorrido media manzana. A Bethany le había dado ranúnculos: Rebosas encanto.

Grant llegó antes de hora, como la semana anterior. Renata lo invitó a entrar. Se sentó a la mesa y se quedó viéndonos trabajar mientras comía pollo al curry de un humeante envase de plástico. A su lado tenía otro sin abrir. Cuanto terminé los centros de mesa, Renata me comunicó que ya podía marcharme.

—¿Y las flores para los ojales? —pregunté mirando en la caja donde ella estaba colocando los ramilletes de las damas de honor.

—Ya los terminaré yo. Tengo mucho tiempo. Vete, en serio. —Y señaló la puerta.

—¿Quieres comértelo aquí? —me preguntó Grant, ofreciéndome un tenedor de plástico y una servilleta.

—Mejor en el camión. No quiero desaprovechar la luz.

Renata nos miró con curiosidad, pero no preguntó nada. Era la persona menos indiscreta del mundo y al salir de la tienda sentí cariño por ella.

Por el largo trayecto hasta la casa de Grant, el curry y el vaho de nuestra respiración empañaron las ventanas. Íbamos en silencio y lo único que se oía era el zumbido constante del desempañador Fuera todo se veía mojado, pero la tarde se estaba despejando. Cuando Grant abrió la verja y pasó por delante de la casa, el cielo ya estaba azul. Fue a buscar la cámara y me sorprendió verlo entrar en un edificio cuadrado de tres plantas y no en la casa.

—¿Qué es eso? —le pregunté cuando volvió al camión, señalando el edificio del que acababa de salir.

—El depósito de agua. Lo convertí en un apartamento. ¿Quieres verlo?

—La luz se acabará pronto —repuse mirando el incipiente ocaso.

—Muy bien.

—Quizá después.

—Muy bien. ¿Quieres que te dé otra clase? —me preguntó Grant.

Se acercó y me pasó la correa de la cámara por la cabeza. Sus manos me rozaron la nuca.

Sacudí la cabeza.

—Tiempo de exposición, apertura, enfoque —recité, tocando las diferentes roscas y repitiendo el vocabulario que Grant me había explicado la semana anterior—. Puedo aprender sola.

—Muy bien —dijo—. Estaré ahí dentro.

Se dio la vuelta y fue hacia el depósito de agua. Esperé hasta ver que se encendía una luz detrás de la ventana del piso superior y entonces me dirigí a la rosaleda.

Empezaría con la rosa blanca; parecía un buen comienzo. Sentada ante un rosal en flor, saqué una libreta vacía de mi mochila. Para aprender fotografía por mí misma necesitaba documentar mis éxitos y fracasos. Si cuando revelara la película resultaba que sólo había una fotografía bien definida, necesitaba saber qué había hecho exactamente para conseguirla. Anoté los números del uno al treinta y seis en una columna.

Mientras la luz disminuía, fotografié repetidamente la misma rosa blanca, anotando con términos descriptivos, en absoluto técnicos, la lectura del fotómetro y la posición exacta de las diferentes roscas y botones. Registré el enfoque, la posición del sol y los ángulos de las sombras. Medí la distancia entre la cámara y la rosa en múltiplos de la longitud de la palma de mi mano. Cuando me quedé sin luz y sin película, paré.

Fui al edificio y encontré a Grant sentado a la mesa de la cocina. La puerta estaba abierta y dentro hacía el mismo frío que fuera. El sol ya había desaparecido, llevándose todo el calor. Me froté las manos para calentarlas.

—¿Té? —me ofreció Grant sosteniendo en alto una taza humeante.

—Sí, gracias.

Entré y cerré la puerta detrás de mí.

Nos sentamos frente a frente en una mesa de picnic de madera gastada idéntica a la que había fuera. Estaba junto a una ventanita que enmarcaba una vista de la finca: hileras de flores en declive, cobertizos e invernaderos y la casa abandonada. Grant se levantó para ajustar la tapa de un hervidor de arroz que escupía líquido por un agujerito. Abrió un armario, sacó una botella de salsa de soja y la puso sobre el irregular tablero de la mesa.

—La cena ya casi está lista —anunció. Miré los fogones. Sólo se estaba cocinando arroz—. ¿Quieres que te enseñe la casa?

Me encogí de hombros, pero me levanté.

—Esto es la cocina.

Los armarios estaban pintados de verde claro y las encimeras eran de formica gris con borde plateado. Por lo visto, Grant no utilizaba tabla de cortar y las encimeras tenían marcas y arañazos. Había una cocina antigua de fogones a gas, blanca y cromada, con una repisa plegable donde se alineaba una hilera de jarrones de cristal verde, vacíos, y una cuchara de madera. La cuchara tenía pegado un adhesivo blanco con el precio apenas visible, lo que me hizo pensar que nunca la habían utilizado o nunca la habían lavado. Fuera como fuese, no estaba impaciente por probar las artes culinarias de Grant.

En un rincón de la habitación había una escalera negra de caracol que ascendía por un pequeño agujero cuadrado. Grant subió por ella y yo lo seguí. En el primer piso había un salón con un sofá de dos plazas de velvetón naranja y una librería que ocupaba toda una pared. Una puerta abierta conducía a un cuarto de baño con baldosas blancas y una bañera con patas de león. No había televisor ni equipo de música. Ni siquiera vi ningún teléfono.

Grant volvió a la escalera y me guio hasta el segundo piso, ocupado de pared a pared por un grueso colchón de espuma. Había migajas de espuma desprendidas de los bordes y ropa amontonada en dos rincones; una doblada, la otra no. En lugar de almohadas había montones de libros.

—Mi dormitorio.

—¿Dónde duermes? —pregunté.

—En el medio. Normalmente, más cerca de los libros que de la ropa.

Se subió al colchón y apagó una lámpara de lectura. Me sujeté a la barandilla y bajé a la cocina.

—Muy bonito —declaré—. Apacible.

—A mí me gusta. Me olvido de dónde estoy, ¿entiendes?

Lo entendía. En el depósito de agua de Grant, en ausencia de cualquier aparato automático o digital, era fácil olvidar no sólo la situación, sino también la década en que vivíamos.

—El grupo de punk de mi compañera de piso ensaya por la noche en la planta que hay debajo del apartamento —comenté.

—Qué horror, ¿no?

—Pues sí.

Fue hasta la encimera y sirvió arroz caliente y pasado en unos cuencos de cerámica. Me tendió uno y una cuchara y empezamos a comer. El arroz me calentó la boca, la garganta y el estómago. Estaba más bueno de lo que esperaba.

—¿No tienes teléfono? —pregunté mirando alrededor.

Creía que yo era la única persona joven del mundo moderno que no dependía de un aparato para la comunicación. Grant negó con la cabeza.

—¿No tienes más familia? —continué.

Volvió a sacudir la cabeza.

—Mi padre nos dejó cuando yo nací; volvió a Londres. No lo conozco. Al morir, mi madre me dejó las tierras y las flores, nada más.

Comió un poco más de arroz.

—¿La echas de menos? —pregunté.

Grant se puso más salsa de soja en el arroz.

—A veces. Echo de menos cómo era cuando yo era pequeño; preparaba la cena todas las noches y me ponía en la mochila bocadillos y flores comestibles. Pero en los últimos tiempos empezó a confundirme con mi padre. Se ponía furiosa y me echaba de la casa. Luego se daba cuenta de lo que había hecho y me pedía perdón con flores.

—¿Por eso vives aquí?

—Sí. Y porque siempre me ha gustado vivir solo. Es algo que nadie entiende.

Yo sí lo entendía.

Se terminó el arroz y se sirvió otro cuenco; luego cogió el mío y también volvió a llenarlo. Terminamos de comer en silencio.

Grant se levantó para lavar su cuenco y lo colocó en un escurreplatos de metal. Yo lo imité.

—¿Nos vamos? —sugirió él.

—¿Y la película? —Cogí la cámara, que había dejado colgada en una percha, y se la di—. No sé cómo quitarla.

Grant rebobinó la película y la extrajo de la cámara. Me la metí en el bolsillo.

—Gracias.

Subimos al camión y enfilamos la carretera. Cuando estábamos a medio camino de la ciudad, me acordé de la petición de Annemarie. Aspiré entre los dientes.

—¿Qué pasa? —preguntó Grant.

—El junquillo. Se me ha olvidado.

—Lo he plantado mientras estabas en la rosaleda. Está en una caja, en el invernadero. Los bulbos necesitan oscuridad hasta que empiezan a crecer las hojas. El sábado que viene podrás ver cómo van.

El sábado siguiente. Como si ya tuviéramos una cita. Me quedé mirando el perfil de Grant, duro y serio. El sábado siguiente vería cómo iban. Era una afirmación sencilla, pero que lo cambiaba todo, como el descubrimiento de la rosa amarilla.

Celos, infidelidad. Soledad, amistad.