3

Grant conducía su camión por la ciudad, reduciendo la velocidad para torcer en los cruces con mucho tráfico.

—Oye, Grant…

Busqué migas en la bolsa de papel arrugada, pero no encontré ninguna.

—No quiero ver a Elizabeth.

—¿Y?

Su respuesta era ambigua, como el mensaje del álamo blanco.

—¿Cómo que «y»?

—Pues que si no quieres verla, no la veas.

—¿No estará en el vivero?

—No ha estado en el vivero desde aquel día que fuiste con ella. ¿Cuánto tiempo hace de eso? ¿Diez años? —Grant contempló el mar por la ventanilla y no pude verle la cara, pero cuando volvió a hablar, su tono rayaba la ira—. No asistió al funeral de mi madre, ¿y tú crees que aparecerá hoy porque estás tú?

Bajó el cristal y el viento levantó un muro entre ambos.

Grant y Elizabeth no mantenían ningún contacto. Él ya me lo había dicho el día de los donuts, pero yo no me lo había creído. Grant debía de saber la verdad y, si así era, ¿qué le habría impedido contársela a Elizabeth? Traté de encontrar una explicación durante el resto del trayecto, pero cuando Grant detuvo el camión enfrente de la verja cerrada, todavía no se me había ocurrido nada. Se apeó y abrió la verja; luego volvió al camión y entramos en la finca.

Las flores me sacaron de mi ensimismamiento. Bajé y me arrodillé junto al camino. Debía de haber una valla que delimitara la propiedad, pero no se veía, y la extensión de flores parecía infinita.

Una estaca de jardinería con un nombre científico que no reconocí especificaba el género y la especie de la planta que tenía más cerca. Me acerqué aquellas flores pequeñas y amarillas a la cara como si encontrara agua después de muchos días en el desierto. El polen se me adhirió a las mejillas y los pétalos me llovieron sobre el pecho y los muslos. Grant se rio.

—Te dejo sola un minuto —dijo y volvió a subir al camión—. Cuando termines, ve detrás de la casa.

El camión levantó una nube de polvo al alejarse dando bandazos por el camino.

Me tumbé en el suelo, entre las hileras de plantas, y me perdí de vista.

Encontré a Grant detrás de la casa, sentado a una vieja mesa de picnic. En la mesa había una caja de bombones, dos vasos de leche y las hojas que yo le había dado aquella mañana. Me senté enfrente de él y apunté a las hojas con la barbilla.

—Bueno, ¿qué pasa?

Cogí la caja de bombones y examiné su contenido. Eran casi todos de chocolate negro, con frutos secos y caramelo. Exactamente los que yo habría elegido.

Grant paseó un dedo por una hoja, se detuvo en una línea y dio unos golpecitos sobre una palabra que no pude leer al revés.

—Avellano —leyó—. Reconciliación. ¿Por qué no «paz»?

—Por la historia de las Betulaceae, divididas durante siglos en dos familias, las Betulaceae y las Corylaceae. Hasta hace poco no se unieron como subgrupos dentro de la misma familia —expliqué—. Juntar: reconciliación.

Grant miró la hoja y su expresión me reveló que ya conocía esa historia.

—Nunca podré ganarte, ¿verdad?

—Ajá —repuse—. ¿De verdad me has traído aquí para intentarlo?

—No —admitió. Cogió un puñado de bombones y se levantó—. Come chocolate. Volveré enseguida y luego iremos a dar un paseo.

Me bebí la leche. Cuando volvió, Grant llevaba una vieja cámara colgada del cuello, negra y pesada, con una correa bordada. Parecía de la época victoriana, como el lenguaje de las flores.

Se descolgó la cámara y me la entregó.

—Para tu diccionario —declaró, y lo entendí enseguida. Yo crearía mi propio diccionario y sus flores lo ilustrarían—. Hazme una copia —continuó—, para que nunca haya malentendidos entre nosotros.

«Todo esto es un malentendido —me dije, cogiendo la cámara—. Yo no suelo ir en camiones con chicos ni me siento con ellos a comer bombones en mesas de picnic. No bebo leche mientras hablo de familias, ni de flores ni de ninguna otra cosa».

Grant se alejó y lo seguí. Me llevó hasta un camino sin asfaltar que se dirigía hacia el oeste; el sol descendía tras las colinas ante nosotros. El cielo, indeciso, alternaba entre el naranja y el azul detrás de unas nubes de tormenta que se acercaban, lleno de nerviosismo y expectación. Me abracé el torso y me rezagué un poco. Grant señaló una hilera de cobertizos de madera que había a la izquierda, todos cerrados con candado. Habían tenido un negocio de flores secas, me explicó, pero cuando su madre enfermó, él lo había cerrado. No le interesaban los cadáveres de lo que antaño había tenido vida. A la derecha había varias hectáreas de invernaderos iluminados, por cuyas puertas entreabiertas salían largas mangueras. Grant se acercó a uno y me abrió la puerta. Entré.

—Orquídeas —comentó señalando los estantes con tiestos de plantas arrodrigadas—. Todavía no están listas para ir al mercado.

No se veía ninguna flor.

Salimos y seguimos por el camino, que ascendía por una colina y descendía por la ladera opuesta. Más allá de los campos de flores empezaba el viñedo, pero la línea divisoria estaba demasiado lejos y no se apreciaba. Al final, el camino describía una curva bordeando las hectáreas de invernaderos y regresaba hacia la casa a través de campos abiertos.

Grant me guio por una pendiente hasta una rosaleda. Era pequeña y estaba muy bien cuidada; daba la impresión de pertenecer a la casa, no al vivero. Su mano rozó la mía mientras andábamos y me aparté un poco.

—¿Alguna vez has regalado a alguien una rosa roja? —me preguntó. Lo miré como si intentara darme de comer dedalera por la fuerza—. ¿Verdolaga? ¿Arrayán? ¿Clavellinas?

¿Confesión de amor? ¿Amor? ¿Amor puro? —pregunté para asegurarme de que compartíamos las mismas definiciones. Él asintió—. Pues no, no y no. —Cogí un capullo de un rojo claro y arranqué los pétalos uno a uno—. A mí me van más el cardo, la misantropía y la albahaca.

Misantropía, ira, odio —enumeró Grant—. Hum.

Me di la vuelta.

—Me lo has preguntado —repuse.

—Resulta irónico, ¿no crees? —comentó contemplando los rosales. Estaban todos en flor y no había ni una sola rosa amarilla—. Estás obsesionada con un lenguaje romántico, un lenguaje inventado para la comunicación de los amantes, y tú lo utilizas para expresar enemistad.

—¿Por qué están todos los rosales en flor? —inquirí haciendo caso omiso de su comentario. La temporada de rosas ya había pasado.

—Mi madre me enseñó a podarlos concienzudamente la segunda semana de octubre para que siempre tuviéramos rosas por Acción de Gracias.

—¿Celebras Acción de Gracias con una cena? —indagué mirando hacia la casa.

La ventana de la buhardilla todavía estaba rota, después de tantos años. Estaba cegada por dentro con un tablero de madera.

—No —respondió—. Cuando era pequeño, mi madre sí preparaba la cena, pero luego casi no se levantaba de la cama. Yo seguía podando los rosales como ella me había enseñado con la esperanza de que, al verlos desde su ventana, se animara a bajar a la cocina. Sólo funcionó una vez, el día de Acción de Gracias antes de su muerte. Ahora que ella no está, sigo haciéndolo por la fuerza de la costumbre.

Intenté recordar si ya había sido Acción de Gracias o si faltaba una semana. No prestaba mucha atención a los días festivos, aunque en el negocio de la floristería era difícil pasarlos por alto. Me pareció que todavía no había pasado. Cuando levanté la cabeza, Grant me miraba como si esperara una respuesta.

—¿Qué? —pregunté.

—¿Conoces a tu madre biológica?

Negué con la cabeza. Grant iba a preguntarme algo más, pero se lo impedí:

—En serio. No pierdas el tiempo haciéndome preguntas. No sé nada de ella que tú no sepas. —Me aparté, me arrodillé en el suelo y miré por el visor de la cámara. Tomé una fotografía desenfocada de un trozo de madera vieja y nudosa y de unas raíces que sobresalían.

—Es manual. ¿Sabes cómo funciona?

Negué de nuevo.

Grant señaló los botones y las roscas, definiendo términos de fotografía que yo desconocía. Yo sólo prestaba atención a la distancia entre sus dedos y la cámara, que todavía tenía colgada del cuello. Cada vez que Grant se acercaba demasiado a mi pecho, yo daba un paso atrás.

—Prueba —me animó cuando hubo terminado su explicación.

Levanté la cámara y moví la rosca del objetivo hacia la izquierda. La flor rosa que enfocaba pasó de verse borrosa a irreconocible.

—Hacia el otro lado —me corrigió.

Giré la rosca hacia la izquierda, alterada por la escasa distancia entre sus labios y mi oreja. Él cerró una mano alrededor de la mía y juntos giramos la rosca hacia la derecha. Sus manos eran suaves y mi piel no ardía bajo su roce.

—Eso es —aprobó—. Así.

Me cogió la otra mano, la llevó a la parte superior de la cámara y apretó con mi dedo un botón metálico. Mi corazón se paró un momento y luego volvió a latir. La lente se abrió y se cerró con un chasquido.

Grant retiró las manos, pero yo no bajé la cámara. No quería descubrirme la cara. No sabía si él vería alegría u odio en mis ojos, miedo o placer en mis encendidas mejillas. No sabía qué era aquello que sentía; sólo sabía que no podía respirar con normalidad.

—Haz correr la película para tomar otra fotografía —me indicó. No me moví—. ¿Te enseño cómo?

—No —rechacé, dando un paso atrás—. Ya está.

—¿Demasiada información para el primer día?

—Sí. —Me descolgué la cámara y se la devolví—. Demasiada. —Volvimos a la casa, pero Grant no me invitó a entrar. Fue derecho al camión, me abrió la puerta del pasajero y me ofreció una mano. Vacilé un momento y luego la acepté. Me ayudó a subir y cerró la puerta.

Volvimos a la ciudad en silencio. Empezó a llover, al principio poco, y luego con una intensidad inesperada y cegadora. Los coches se detenían y esperaban a que el chaparrón remitiera, pero no hizo sino intensificarse. Era la primera lluvia del otoño y la tierra se abría para recibir aquel riego tan esperado, rezumando un olor metálico. Grant conducía despacio, guiado más por su memoria que por la visión de las calles. El puente Golden Gate estaba desierto. La lluvia arreciaba. Imaginé que el agua entraba en el camión y ascendía hasta cubrirnos los pies, las rodillas, el cuerpo, el cuello…

Como no quería revelarle a Grant la ubicación del apartamento de Natalia, le pedí que me dejara en Bloom. Todavía llovía cuando paramos delante de la tienda. No sé si me dijo adiós con la mano, porque el agua que caía en el parabrisas me impidió verlo.

Natalia y su grupo estaban preparando los instrumentos cuando entré. Me saludaron con la cabeza. Subí la escalera, saqué las llaves de mi mochila, abrí mi portezuela, me metí en mi habitación y me acurruqué en el suelo. El agua que desprendía mi ropa empapó la moqueta de pelo y todo era azul, húmedo y frío. Me estremecí con los ojos bien abiertos. Esa noche no podría dormir.