Cuando subí al autobús escolar, el conductor se apartó de mí. Reconocí su expresión —lástima, desagrado y un poco de miedo— y, al sentarme, dejé caer con fuerza la mochila en el asiento vacío. La única razón por la que aquel hombre debía sentir lástima por mí, pensé furiosa, era por que iba a tener que contemplar su cabeza fea y calva durante todo el trayecto.
Perla iba sentada al otro lado del pasillo y me entregó su bocadillo de jamón antes de que yo se lo reclamara. Ya hacía dos meses que íbamos a la escuela y Perla sabía qué tenía que hacer. Lo troceé y me llevé a la boca un pedazo enorme mientras recordaba cómo Elizabeth había salido a toda prisa de la casa esa mañana; había tenido que meter yo sola mi comida en la mochila y buscar mis zapatos. No quería ir a la escuela y había suplicado a Elizabeth que me dejara quedarme en la casa el primer día de la vendimia. Pero ella había desdeñado mis súplicas, incluso cuando se volvieron violentas. «Si me quisieras, te gustaría que me quedara aquí», le había dicho, lanzándole mi libro de matemáticas a la cabeza cuando ella salía por la puerta. Elizabeth bajó los escalones del porche a toda velocidad, sin volverse siquiera al oír cómo el libro golpeaba el marco de la puerta. Por su forma de andar comprendí que no pensaba en mí. No había pensado en mí en toda la mañana. El estrés de la vendimia consumía todo el tiempo disponible y Elizabeth estaba deseando que yo me marchara, que me quitara de en medio. Era la primera vez que tenía la impresión de entender a Elizabeth y, furiosa, le grité que era igual que el resto de madres de acogida. Fui dando zancadas hasta la parada del autobús, sin prestar atención a las miradas de los jornaleros que iban llegando con camiones.
El conductor me miraba por el espejo retrovisor, atento a cada trozo de bocadillo que me metía en la boca con los mismos ojos con que debería haber estado mirando la carretera. Abrí la boca al masticar y él hizo una mueca de asco.
—¡Pues no mires! —le grité levantándome del asiento—. ¡Si tanto asco te da, no mires!
Cogí mi mochila con la vaga idea de saltar del autobús en marcha y hacer el resto del camino a pie, pero, en lugar de eso, tomé impulso y la descargué en la reluciente coronilla del conductor. Se oyó un satisfactorio chasquido, pues mi termo metálico le golpeó el cráneo. El autobús zigzagueó bruscamente, el chófer soltó juramentos y los niños prorrumpieron en chillidos de pánico. Entre la cacofonía reinante me pareció distinguir la vocecilla de Perla suplicándome que parara y prorrumpiendo en llanto. Cuando por fin logramos detenernos en el arcén, aún seguían oyéndose sus sollozos.
—¡Fuera del autobús! —me ordenó el conductor, furioso.
Le estaba saliendo un chichón enorme en la cabeza y se lo tocaba con una mano mientras con la otra buscaba su radio. Me puse la mochila y me apeé del vehículo. Me volví y miré por la puerta abierta, el polvo del camino arremolinándose alrededor.
—Dime cómo se llama tu madre —exigió el hombre, señalándome con un dedo.
—No tengo madre.
—Pues tu tutor.
—El estado de California.
—Pues ¿con quién coño vives? —La radio crepitó y el conductor la apagó.
Ahora el silencio era total en el autobús. Hasta Perla dejó de llorar y se quedó inmóvil en el asiento.
—Elizabeth Anderson —respondí—. No sé su número de teléfono ni su dirección. —Llevaba toda la infancia negándome a memorizar los números de teléfono precisamente para no poder contestar a preguntas como aquélla.
El conductor tiró la radio al suelo, furioso. Me miró con odio y yo le sostuve la mirada, desafiante. Estaba deseando que se largara y me dejara tirada en la cuneta, y me deleitaba pensando que seguramente el incidente le costaría su puesto al conductor. Se puso a tamborilear con los dedos en el volante, como si no supiera qué hacer.
Entonces Perla se levantó y se acercó al conductor.
—Puede llamar a mi padre —ofreció—. Él vendrá a buscarla.
Miré a Perla con los ojos entornados y ella desvió la mirada.
Carlos fue a buscarme. Me hizo subir a su camioneta, escuchó la versión de los hechos del conductor y me devolvió al viñedo en silencio. Yo miraba por la ventanilla, fijándome en todos los detalles como si viera aquel paisaje por primera vez. Después de aquello, Elizabeth no me querría más en su casa. Tenía el estómago revuelto.
Sin embargo, cuando Carlos le contó a Elizabeth lo que yo había hecho, mientras me sujetaba por la nuca con una mano áspera, obligándome a mirarla, ella sólo se rio. El breve sonido de su risa me sorprendió tanto que creí haberlo imaginado.
—Gracias, Carlos —dijo Elizabeth entonces, y se puso seria.
Alargó un brazo para estrecharle la mano y se la soltó rápidamente; aquel apretón era, a la vez, agradecido y desdeñoso. Carlos se dispuso a marcharse.
—¿Necesitan algo los jornaleros? —le preguntó Elizabeth antes de que se alejara. Él negó con la cabeza—. Bien, volveré dentro de una hora, quizá más. Ocúpate de la vendimia hasta mi regreso.
—Muy bien —contestó él, y desapareció detrás de los cobertizos.
Elizabeth fue derecha hacia su camioneta. Al ver que yo no la seguía, se detuvo.
—Ven conmigo —ordenó—. Ahora.
Dio un paso hacia mí y recordé el día que me había arrastrado hasta la casa, dos meses atrás. Yo había crecido desde entonces y había recuperado los kilos perdidos, pero no tenía ninguna duda de que Elizabeth podría meterme en la ranchera si se lo proponía. La seguí y me imaginé lo que vendría a continuación: el trayecto hasta la oficina de servicios sociales, la sala de espera con las paredes blancas, Elizabeth marchándose antes incluso de que la asistenta social de turno pudiera rellenar mi ficha. Todo eso ya había pasado otras veces. Apreté los puños y miré por la ventanilla.
No obstante, cuando arrancamos, sus palabras me sorprendieron:
—Vamos a ver a mi hermana —anunció—. Esta enemistad ya dura demasiado, ¿no crees?
Me puse en tensión. Elizabeth se quedó mirándome como si esperara alguna respuesta, así que asentí rígidamente con la cabeza mientras asimilaba sus palabras.
Iba a continuar conmigo.
Las lágrimas me afloraron. La rabia que había sentido hacia Elizabeth esa mañana se disolvió, sustituida por la emoción. Nunca me había creído su afirmación de que por nada que yo hiciera me devolvería. Y sin embargo, poco después de aquel incidente en el autobús —después me expulsarían temporalmente de la escuela, si no definitivamente—, Elizabeth se ponía a hablarme de su hermana. La confusión y un sentimiento inesperado —alivio, o incluso alegría— revoloteaban dentro de mí. Apreté los labios para no sonreír.
—Catherine no se va a creer que le hayas dado en la cabeza al conductor con el autobús en marcha —comentó—. No se lo va a creer porque yo también lo hice. ¡Hice exactamente lo mismo! Pero fue cuando estaba… en segundo, creo. No me acuerdo. Pero, el tipo iba conduciendo y de pronto me miró con desdén por el retrovisor. Sin pensármelo dos veces, me levanté del asiento y le grité: «¡Mira la carretera, gordo de mierda!». Gordo lo era, te lo aseguro.
Me eché a reír y, una vez que empecé, ya no pude parar. Doblada por la cintura, con la frente apoyada en el salpicadero, la risa se me escapaba en bocanadas bruscas que sonaban como sollozos. Me tapé la cara con las manos.
—El conductor de mi autobús no es gordo —repuse cuando por fin pude hablar—, aunque es feo como un demonio.
Volví a reírme, pero el silencio de Elizabeth me hizo callar.
—No quiero que pienses que te animo —aclaró—. Es evidente que has obrado mal. Pero siento haber hecho caso omiso de tu enfado y haberte enviado a la escuela en el estado en que estabas. Debí explicarme mejor y dejarte decidir.
Elizabeth me entendía.
Despegué la frente del salpicadero y apoyé la cabeza en su regazo; de pronto, acurrucada allí, con el volante a sólo un par de centímetros de la nariz, me sentía menos sola de lo que me había sentido en toda mi vida. Si a Elizabeth le sorprendió mi repentina afectuosidad, no lo demostró. Levantó la mano del cambio de marchas y me acarició la frente y el puente de la nariz.
—Espero que esté en casa —dijo.
Volvía a pensar en Catherine. Puso el intermitente y dejó pasar unos cuantos coches antes de salir del camino y entrar en la carretera.
Elizabeth no había dejado de pensar en su hermana en las semanas anteriores a la vendimia. Yo lo sabía por las llamadas, docenas de ellas, y por los mensajes que dejaba en el contestador automático de Catherine. Los primeros fueron parecidos al que yo había escuchado a hurtadillas desde el porche: recuerdos inconexos seguidos de una declaración de perdón. Pero últimamente sus mensajes eran diferentes, más largos e informales; a veces duraban tanto que el contestador la cortaba y tenía que volver a llamar. Hablaba de las minucias de nuestra vida cotidiana y describía la interminable toma de muestras y la limpieza de los cuévanos con que recogerían las uvas. Muchas veces describía lo que estaba cocinando y se enredaba con el largo cable del teléfono al ir y venir de los fogones al especiero.
Cuanto más tiempo pasaba Elizabeth hablando con Catherine, o mejor dicho, con el contestador automático de Catherine, más me daba cuenta de lo poco que hablaba Elizabeth con nadie más. Sólo salía de la finca para ir a la feria agrícola, a la tienda de comestibles, a la ferretería y, de vez en cuando, a la oficina de correos. Esto último tenía como único objetivo recoger plantas que compraba por correo de un catálogo de jardinería, nunca enviar ni recibir cartas. Desde luego conocía a todos los miembros de aquella pequeña comunidad: siempre se despedía del carnicero pidiéndole que saludara a su mujer de su parte y, cuando se acercaba a los vendedores de los puestos de la feria agrícola, los saludaba a todos por su nombre. Pero nunca mantenía conversaciones con esas personas.
De hecho, no la había visto mantener ni una sola conversación en lodo el tiempo que llevaba en su casa. Hablaba con Carlos siempre que era necesario, pero sólo sobre aspectos concretos del cultivo y la recolección de las uvas, sin desviarse jamás del tema.
Mientras íbamos a casa de Catherine —yo seguía con la cabeza en su regazo—, comparé la tranquila vida que llevaba en aquella casa con todos los elementos que hasta entonces creía que componían una vida: familias enormes, casas ruidosas, oficinas de asistencia social, ciudades bulliciosas, arranques de ira. No quería volver. Elizabeth me caía bien. Me gustaban sus flores, sus uvas y la atención concentrada que me dirigía. Me di cuenta de que, por fin, había encontrado un sitio donde quería quedarme.
Salimos de la carretera, Elizabeth aparcó la ranchera y respiró hondo, nerviosa.
—¿Qué te hizo? —le pregunté. De pronto, sentía un interés inusual.
A Elizabeth no pareció sorprenderle mi pregunta, pero no contestó enseguida. Me acarició la frente, la mejilla y el hombro. Cuando por fin habló, fue en un susurro.
—Plantó las rosas amarillas.
Puso el freno de mano y asió la manija de la puerta.
—Vamos —dijo—. Ya va siendo hora de que conozcas a Catherine.