Grant era difícil de olvidar, como Elizabeth. Era algo más que el cruce de nuestros pasados y algo más que el dibujo del álamo blanco que, una vez resuelto el misterio, me había revelado la verdad sobre el lenguaje de las flores. Era algo sobre su persona, la importancia que daba a las flores o su tono de voz al discutir conmigo, a la vez suplicante y contundente. Cuando le dije que sentía la muerte de su madre, se había encogido de hombros, y eso también me intrigaba. Su pasado, a excepción de los momentos que yo había atisbado de niña, era para mí un misterio. Las niñas de los hogares tutelados divulgan su pasado sin ningún pudor y, en las raras ocasiones en que yo había conocido a alguien que no estaba dispuesto a exponer los detalles de su infancia, había sentido alivio. Con Grant era diferente. Después de una sola noche, yo quería saber más.
Durante una semana me levanté temprano y me dediqué a comparar definiciones en la biblioteca. Me llené los bolsillos de guijarros que cogí de un montaje que había delante de la tetería japonesa de Golden Gate Parky las usaba de pisapapeles. Colocaba los diccionarios ocupando dos mesas, los abría todos por la misma letra y ponía piedrecitas en las esquinas de las páginas. Iba de un libro a otro comparando las entradas, flor a flor. Cuando encontraba informaciones contradictorias, mantenía largos y agotadores debates mentales con Grant. A veces le dejaba ganar. El sábado llegué al mercado de flores antes que Renata. Le di a Grant las hojas donde había recogido mi trabajo: una lista de definiciones hasta la letra J, con las correcciones que había hecho al índice que habíamos redactado juntos. Una hora más tarde, cuando Renata y yo volvimos al puesto de Grant, él todavía estaba leyendo las hojas. Levantó la cabeza y vio a Renata examinando sus rosas.
—¿Alguna boda hoy? —preguntó.
—Sí, dos, pero pequeñas. Una es la de mi sobrina mayor. Se ha fugado con su novio, aunque a mí me lo ha contado porque quiere que le regale las flores. —Renata puso los ojos en blanco—. Ya ves, me utiliza.
—Entonces cerrarás pronto, ¿no? —inquirió Grant mirándome a mí.
—Seguramente, porque Victoria se quita el trabajo de encima enseguida. Me gustaría cerrar la tienda a las tres. En esta época del año no pasa mucha gente por la calle.
Grant envolvió las rosas de Renata y le dio más cambio del que le correspondía. Renata había dejado de regatear con él; ya no había necesidad. Nos dimos la vuelta.
—Hasta luego, pues —se despidió Grant.
Volví la cabeza y lo miré con gesto interrogante. Él levantó tres dedos.
Mi caja torácica se expandió. De pronto tuve la impresión de que la atmósfera adquiría un resplandor artificial y se llenaba en exceso de oxígeno. Me concentré en exhalar y cumplí las indicaciones de Renata sin pensar. Ya lo habíamos cargado todo en su camioneta cuando recordé la promesa que había hecho la semana anterior.
—Un momento —dije; cerré la puerta de la furgoneta y dejé a Renata dentro.
Corrí por el mercado en busca de lilas y rosas rojas. Grant tenía muchísimas, pero pasé por delante de su puesto sin mirarlo. De regreso hacia la furgoneta, volví a pasar por delante de él. Grant levantó tres dedos de nuevo y compuso una sonrisa tímida. Yo estaba muerta de vergüenza: confiaba en que Grant no creyera que las flores que llevaba eran para él.
Trabajé todo el día en un estado de intenso nerviosismo. La puerta abría y cerraba y los clientes entraban y salían, pero yo nunca levantaba la cabeza.
A la una y media, Renata me apartó el pelo de la frente y acercó los ojos a escasos centímetros de los míos.
—¡Hola! ¿Hay alguien ahí? Te he llamado tres veces —dijo—. Hay una mujer esperándote.
Cogí las rosas y las lilas de la cámara y salí a la tienda. La mujer miraba hacia la puerta como si fuera a marcharse, con los hombros caídos.
—No se me olvidó —le dije al verla.
Ella se dio la vuelta.
—Oh, cuánto te lo agradezco. Earl me aseguró que te acordarías.
Se quedó mirando cómo repartía las lilas blancas alrededor de las rosas hasta que no pudo verse el color rojo. Añadí unos ramitos de romero —en la biblioteca había descubierto que podían significar compromiso y recuerdo— alrededor de los tallos, a modo de cinta. Era un romero joven y tierno y no se rompió cuando le hice un nudo. Añadí una cinta blanca para sujetarlo todo y envolví el ramo con papel marrón.
—El enamoramiento, el amor verdadero y el compromiso expliqué, entregándole el ramo.
Ella me dio cuarenta dólares. Saqué el cambio de la caja, pero cuando se lo tendí ella ya se había marchado.
Volví a la mesa de trabajo y Renata me observó sonriendo.
—¿Qué hacías ahí fuera?
—Darle a la gente lo que quiere —respondí poniendo los ojos en blanco como había hecho ella el día que nos conocimos, cuando me la encontré en la acera con docenas de tulipanes fuera de temporada.
—Eso, hay que darles lo que quieran —coincidió Renata mientras cortaba unas afiladas espinas del tallo de una rosa amarilla.
Una rosa amarilla para la boda de su sobrina fugitiva y aprovechada. Celos, infidelidad. Me dije que, en aquel caso, los detalles de la definición no importaban mucho; el resultado no podía ser muy prometedor. Terminé mi último centro de mesa y miré la hora: las dos y cuarto.
—Voy a cargar todo esto —informé a Renata, cogiendo tantos jarrones como pude.
Estaban demasiado llenos y el agua que se desbordaba me mojó la camisa.
—No te preocupes —repuso Renata—. Grant lleva dos horas esperando ahí fuera. Le he dicho que si pensaba quedarse allí sentado, más valía que no ahuyentara a mis clientes y que, a cambio, tendría que ayudarme a cargar la furgoneta.
—¿Y ha dicho que sí?
Renata asintió con la cabeza y dejé los jarrones en el suelo. Me colgué la mochila y le dije adiós con la mano, esquivando su mirada. Grant estaba sentado en la acera, apoyado en la pared de ladrillo calentada por el sol. Al verme salir por la puerta, se sobresaltó y se levantó de un brinco.
—¿Qué haces aquí? —Me sorprendió el tono acusador de mi voz.
—Quiero llevarte a mi vivero. No estoy de acuerdo con tus definiciones, pero lo entenderás mejor viendo mis flores. Ya sabes que no se me dan bien los debates.
Miré a un lado y otro de la calle. Quería ir, pero estar con él me ponía nerviósa. Tenía algo ilícito. No sabía si esa sensación guardaba relación con el tiempo que había pasado con Elizabeth o si sólo era algo demasiado parecido al enamoramiento o la amistad, dos cosas que llevaba toda la vida evitando. Me senté en el bordillo y pensé.
—Muy bien —dijo él, como si el hecho de sentarme fuera una señal de aprobación. Me enseñó las llaves de su coche y señaló al otro lado de la calle—. Si quieres, puedes esperar en el camión mientras yo cargo las flores de Renata. He comprado comida.
La mención a la comida superó mis reticencias. Cogí sus llaves y fui hasta el camión. En el asiento del pasajero encontré una bolsa de papel blanca. La aparté y trepé al vehículo. El suelo estaba cubierto de restos de flores y tallos cortados, y había pétalos marchitos remetidos en la tapicería de los asientos. Me senté y abrí la bolsa, que contenía un bocadillo de pavo, beicon, tomate y aguacate con mayonesa. Le di un mordisco.
Al otro lado de la calle, Grant trasladaba los jarrones de dos en dos, colina arriba. Sólo se paró una vez al llegar a lo alto y desde allí miró en dirección al camión. Sonrió y preguntó moviendo los labios: «¿Está bueno?».
Escondí la cara detrás del bocadillo.