14

La forma sólida de la silla en que me había sentado empezó a licuarse. Al cabo de un rato, sin saber cómo había llegado allí, estaba tumbada boca abajo en el suelo de la biblioteca, rodeada de libros que formaban un semicírculo. Cuanto más leía, menos entendía. La aguileña simbolizaba abandono y temeridad; la amapola, imaginación y extravagancia. La flor del almendro, que según el diccionario de Elizabeth significaba indiscreción, aparecía en otros como esperanza y, a veces, irreflexión. Las definiciones no sólo eran diferentes, sino que a menudo eran contradictorias. Hasta el cardo, el elemento básico de mi comunicación, simbolizaba unas veces misantropía y otras, austeridad.

La temperatura dentro de la biblioteca aumentaba a medida que el sol se elevaba en el cielo. A media tarde ya estaba transpirando y me enjugaba el sudor de la frente con una mano húmeda, como si tratara de secar los recuerdos de una mente saturada. Le había regalado a Meredith una peonía: ira, pero también vergüenza. Admitir mi vergüenza ante Meredith habría sido lo más parecido a ofrecerle una disculpa. En todo caso, ella debería haberme regalado ramos y ramos de peonías, edredones cubiertos de peonías, pasteles decorados con peonías. Si la peonía podía malinterpretarse, ¿cuántas veces, o cuántas personas había enviado un mensaje equívoco? Esa idea hizo que se me revolvieran las tripas.

Las plantas que había elegido para el florista colgaban como amenazas desconocidas. El rododendro mantenía la definición de advertencia en todos aquellos diccionarios, pero debía de haber centenares, si no miles, de diccionarios más en circulación. Era imposible saber cómo había interpretado él mis mensajes o qué estaria pensando mientras esperaba en la cafetería. Eran más de las cinco. Debía de estar esperándome con la mirada clavada en la puerta.

Tenía que marcharme. Dejé los libros esparcidos por el suelo de la biblioteca, bajé cuatro pisos de escaleras y salí a la calle cuando empezaba a oscurecer.

Llegué a la cafetería casi a las seis. Abrí la puerta y lo vi sentado solo a una mesa, con media docena de donuts en una caja rosa ante sí.

Fui hasta su mesa, pero no me senté.

—Rododendro —enuncié, como solía decir Elizabeth.

—Advertencia.

—Muérdago.

—Supero todos los obstáculos.

Asentí con la cabeza y continué.

—Boca de dragón.

—Presunción.

—Álamo blanco.

—Tiempo.

Volví a asentir y esparcí por la mesa los cardos que había recogido mientras atravesaba la ciudad.

—Cardo —nombró él—. Misantropía.

Me senté. El chico había aprobado el examen. El alivio que senti era desproporcionado para sus cinco respuestas correctas. De repente me di cuenta de que estaba muerta de hambre y saqué un donut de jarabe de arce de la caja. No había comido nada en todo el día.

—¿Por qué cardo? —me preguntó mientras cogía uno de chocolate.

—Porque es lo único —dije entre enormes bocados—, que necesitas saber sobre mí.

Se terminó el donut y empezó a comerse otro. Sacudió la cabeza.

—No puede ser.

Cogí un donut glaseado y otro con chispas de colores y los puse sobre una servilleta. El chico comía tan deprisa que temí que la caja se vaciara antes de que yo me hubiera acabado el primero.

—¿De qué más los hay? —pregunté con la boca llena.

El chico me miró a los ojos y respondió:

—¿Dónde has estado los últimos ocho años?

Su pregunta me dejó helada.

Dejé de masticar e intenté tragar, pero me había metido un trozo demasiado grande en la boca. Escupí una bola marrón en una servilleta blanca y levanté la cabeza.

Entonces lo vi. No sé si me impactó más el descubrimiento o el hecho de que hubiéramos vuelto a encontramos; fuera como fuese, no entendía cómo no lo había reconocido al instante. El niño que había sido estaba oculto en el interior del hombre en que se había convertido; su mirada todavía era profunda y asustadiza, y su cuerpo, ya completo, aún tenía los hombros metidos, en un gesto defensivo. Recordé la primera vez que lo había visto: un adolescente desgarbado, apoyado en el lateral de una ranchera, lanzando rosas.

—Tú eres Grant…

Él asintió.

Mi instinto me recomendaba echar a correr. Llevaba años procurando no pensar en lo que había hecho, procurando no recordar todo lo que había perdido. Pero, aunque quería huir, mi deseo de saber qué había sido de Elizabeth y del viñedo era más fuerte.

Me tapé la cara con las manos. Me olían a azúcar. Susurré una pregunta entre los dedos, sin saber qué me contestaría.

—¿Y Elizabeth?

Permaneció callado. Lo miré por las rendijas entre mis dedos. No parecía enfadado, como yo esperaba, sino atormentado. Se tiró del pelo de encima de una oreja y la piel se le separó del cráneo.

—No lo sé —contestó—. No he vuelto a verla desde…

Se interrumpió; miró por la ventana y luego me miró a mí. Me quité las manos de la cara y escudriñé la suya en busca de rabia, pero sólo encontré aflicción. El silencio pesaba entre nosotros.

—No entiendo por qué me has pedido que viniera aquí —declaré por fin—. No entiendo por qué querías verme, después de todo lo que pasó.

Grant exhaló y la tensión desapareció de sus cejas.

—Yo temía que tú no quisieras verme.

Se chupó un dedo. Las luces fluorescentes le iluminaron los ojos y se reflejaron en los rastrojos que cubrían su barbilla. Yo no estaba acostumbrada a tratar con hombres, pues había pasado toda la adolescencia en casas de acogida para niñas y sólo había tenido algún maestro y algún psicólogo varones, y no recordaba haber estado nunca tan cerca de un hombre joven y guapo. Grant era muy diferente de todo a lo que yo estaba acostumbrada: desde el tamaño de sus manos —grandes, apoyadas sobre la mesa— hasta la voz baja y sosegada que resonaba en el silencio que manteníamos.

—¿Te enseñó tu madre? —pregunté señalando los cardos.

—Sí. Pero murió hace siete años. Tu rododendro fue la primera flor con mensaje que recibía desde entonces. Me sorprendió no haber olvidado la definición.

—Lo siento —dije—. Lo de tu madre.

Mis palabras no sonaron sinceras, pero Grant no pareció notarlo. Se encogió de hombros.

—¿A ti te enseñó Elizabeth? —inquirió.

Asentí con la cabeza.

—Me enseñó lo que sabía —contesté—, pero no lo sabía todo.

—¿Qué quieres decir?

—«El lenguaje de las flores no es negociable, Victoria» —repetí imitando la voz severa de Elizabeth—. Y hoy, en la biblioteca, he descubierto que la flor del almendro tiene tres definiciones contradictorias, Indiscreción.

—Sí y no.

Le expliqué que el álamo blanco no aparecía en mi diccionario y que había ido a la biblioteca y había visto el dibujo de la rosa amarilla.

Celos —respondió cuando le describí la pequeña ilustración de la portada del libro.

—Eso ponía, exactamente —confirmé—, pero no es lo que yo aprendí.

Me terminé el último donut, me chupé los dedos y saqué el viejo diccionario de mi mochila. Lo abrí por la R y busqué «rosa amarilla». Señalé la línea.

Infidelidad. —Leyó Grant y abrió mucho los ojos—. ¡Uau!

—Eso lo cambia todo, ¿verdad?

—Sí —convino—. Lo cambia todo.

Metió una mano en su mochila y sacó un libro con cubiertas de tela roja y guardas verdes. Buscó la página donde aparecía la rosa amarilla y puso un diccionario al lado del otro. Celos, infidelidad. Esa sencilla discrepancia y los sentidos en que la rosa amarilla había alterado nuestras respectivas vidas colgaban entre nosotros. Grant quizá conociera los detalles, pero yo no, y no pregunté nada. Estar con él ya era suficiente; no tenía ningún interés por hacer más descubrimientos relacionados con el pasado.

Me pareció que él tampoco tenía intención de remover el pasado. Cerró la caja de donuts, ya vacía.

—¿Tienes hambre?

Yo siempre tenía hambre. Pero, además, todavía no quería irme. Grant no estaba enfadado; estar con él era como ser perdonada. Quería empaparme de aquella sensación, hacerla mía, afrontar el día siguiente un poco menos angustiáda, un poco menos aborrecible.

Inspiré y dije:

—Estoy muerta de hambre.

—Yo también. —Cerró los dos diccionarios y deslizó el mío por la mesa hacia mi mochila—. Vamos a cenar y a compararlos. Es la única manera.

Decidimos cenar en Mary’s Diner, porque estaba abierto toda la noche. Teníamos centenares de páginas de flores que comparar y debatimos sobre cuál era la mejor definición para cada discrepancia. Convinimos en que el perdedor debía tachar la definición vieja de su diccionario y escribir la nueva.

Nos atascamos en la primera flor. Según el diccionario de Grant, la acacia significaba amistad, y según el mío, amor secreto.

Amor secreto —decidí—. Siguiente.

—¿Siguiente? ¿Así, por las buenas? No has defendido mucho tu caso.

—Es espinosa y tiene vainas. Sólo con verla oscilar piensas en esos hombres de mirada furtiva de las tiendas de comestibles: sospechosos.

—¿Y qué tiene que ver «sospechoso» con «amor secreto»?

—Todo —espeté.

Grant se quedó sin saber qué responder, así que decidió cambiar de enfoque.

—Acacia. Subfamilia: Mimosoideae. Familia: Fabaceae. Legumbres. Proporcionan alimento, energía y satisfacción al cuerpo humano. Lo mismo que un buen amigo.

—Bah —resoplé—. Cinco pétalos. Tan pequeños que casi quedan ocultos bajo un estambre enorme. Ocultos —repetí—. Secreto. Estambre: amor. —Me ruboricé al decirlo, pero no desvié la mirada. Grant tampoco.

—Tuya —concedió al fin, y cogió el rotulador negro que teníamos encima de la mesa.

Seguimos así varias horas, comiendo y discutiendo. Grant era la única persona que conocía capaz de comer tanto como yo, como me sucedía a mí, nunca parecía ahíto. Cuando amaneció, habíamos pedido tres menús cada uno y nos los habíamos zampado, y sólo íbamos por la mitad de la C.

Grant se rindió con los crisantemos y cerró su diccionario de golpe. No le había dejado ganar ni una sola vez.

—Creo que hoy no iré al mercado —anunció, observándome con gesto compungido.

Comprobé la hora: eran las seis. Renata ya debía de estar allí, lanzándole una mirada de sorpresa al puesto vacío de Grant. Me encogí de hombros.

—Noviembre es flojo y los martes también. Tómate un día libre.

—¿Y qué hago? —preguntó Grant.

—Yo qué sé. —De pronto, me sentía cansada y me apetecía estar sola.

Me levanté, me desperecé y guardé el diccionario en la mochila. Deslicé la cuenta hacia Grant y salí del restaurante sin decirle adiós.