13

Elizabeth estaba sentada en los escalones del porche, con los pies metidos en un barreño de agua. Desde la parada del autobús, donde estaba yo de pie, parecía muy menuda y sus tobillos, muy blancos.

Al verme, levantó la cabeza y sentí angustia. No había terminado conmigo; de eso estaba segura. Aquella mañana, el chillido de Elizabeth, seguido de un fuerte taconazo en el suelo de linóleo, me había anunciado que había descubierto las espinas de cactus. Me había levantado y vestido y había bajado corriendo, pero cuando entré en la cocina, ella ya estaba sentada a la mesa, comiéndose los cereales tranquilamente. No me miró cuando entré, ni dijo nada cuando me senté a la mesa.

Su pasividad me enfureció.

—¿Qué piensas hacer conmigo? —le espeté, y su respuesta me dejó de una pieza.

Mirándome con gesto burlón, contestó que los cactus significaban amor apasionado. Agité la cabeza con furia, pero ella me recordó lo que me había explicado en el jardín: que cada flor tenía un solo significado, para evitar confusiones. Cogí mi mochila y fui hacia la puerta, pero Elizabeth me alcanzó y apretó un ramito contra mi nuca.

—¿No quieres ver mi respuesta? —me preguntó.

Me di la vuelta y me encontré ante un ramo de diminutas flores moradas.

—Heliotropo —me explicó—. Cariño ferviente.

No tomé aire antes de hablar y mis palabras sonaron como un susurro fogoso:

—El cactus significa que te odio.

Y salí y cerré a mi espalda de un portazo.

Ya había transcurrido todo un día de clase y mi rabia se había diluido y transformado en algo parecido al arrepentimiento. Pero, al verme, Elizabeth sonrió con cordialidad, como si hubiera olvidado por completo mi declaración de odio de sólo unas horas atrás.

—¿Cómo te ha ido el primer día de clase? —me preguntó.

—Fatal.

Subí los escalones de dos en dos, estirando las piernas al máximo para pasar cuanto antes más allá de Elizabeth, pero ella alargó una mano de dedos huesudos y me agarró por el tobillo.

—Siéntate —ordenó.

Me tenía fuertemente sujeta, frustrando cualquier intento de huida. Me di la vuelta y me senté un escalón más abajo que ella para no tener que mirarla a los ojos, pero ella me tiró del cuello de la camisa hasta que la miré.

—Mejor así —dijo, y me entregó un plato con una pera cortada y un bollo—. Y ahora, come. Tengo un trabajo para ti que quizá te lleve toda la tarde, así que empezarás en cuanto te hayas terminado esto.

Me exasperaba que Elizabeth fuera tan buena cocinera. Me alimentaba tan bien que yo todavía no había tocado el queso que tenía guardado en el cajón de mi cómoda. La pera del plato estaba pelada y cortada; el bollo tenía pedacitos calientes de plátano y gotas de mantequilla de cacahuete. Me lo acabé todo; Elizabeth cogió el plato y me dio un vaso de leche.

—Muy bien —aprobó—. Ahora ya podrás trabajar todo el tiempo que sea necesario para retirar hasta la última espina de mis zapatos. —Me pasó dos guantes de piel, demasiado grandes para mí, unas pinzas y una linterna—. Cuando hayas terminado, te los pondrás y subirás y bajarás los escalones tres veces, para comprobar que no queda ni una.

Tiré los guantes al pie de los escalones, donde quedaron como unas manos olvidadas. Metí las manos desnudas en uno de sus zapatos palpando el interior en busca de espinas. Encontré una y la cogi con las uñas; la saqué y la arrojé al suelo.

Elizabeth me observaba mientras yo trabajaba, callada y concentrada: primero la cara interna de la pala de piel, luego la plantilla y los laterales y por último la punta. El zapato que Elizabeth se había puesto era el más difícil, pues con la presión había clavado las espinas que habían atravesado la piel. Las arranqué una a una con las pinzas como un cirujano chapucero.

—Bueno, y si no es amor apasionado, ¿qué es? —preguntó cuando estaba a punto de terminar mi tarea—. Si no es tu devoción eterna y tu apasionado compromiso conmigo, ¿qué es?

—Ya te lo he dicho antes de ir a la escuela —repuse—. El cactus significa que te odio.

—No —replicó ella con firmeza—. Si quieres, puedo enseñarte la flor que significa odio, pero la palabra «odio» es muy imprecisa. El odio puede ser apasionado o desapasionado; puede provenir de la aversión, pero también del miedo. Si me explicas qué sientes exactamente, podré ayudarte a encontrar la flor idónea para transmitir tu mensaje.

—No me caes bien. No me gusta que me dejes fuera de la casa ni que me metas la cabeza en el fregadero de la cocina. No me gusta que me toques la espalda, ni que me cojas la cara, ni que me obligues a jugar con Perla. No me gustan tus flores, ni tus mensajes, ni tus dedos huesudos. No me gusta nada de ti y tampoco me gusta nada de la gente.

—¡Eso está mejor! —Elizabeth pareció impresionada por mi monólogo cargado de odio—. Es evidente que la flor que buscas es el cardo que simboliza la misantropía. «Misantropía» significa aversión o desconfianza hacia el género humano.

—¿«Género humano» significa todo el mundo?

—Sí.

Reflexioné sobre aquello. Misantropía. Nadie había descrito nunca mis sentimientos con una sola palabra. Me la repetí hasta convencerme de que no se me olvidaría.

—¿Tienes cardos?

—Sí. Acaba tu trabajo y lo revisaremos juntas. Tengo que llamar por teléfono y no voy a salir de la cocina hasta que haya terminado de hablar. Cuando las dos hayamos acabado, iremos juntas a buscar cardos.

Elizabeth entró renqueando en la casa y, cuando se cerró la puerta mosquitera, subí con sigilo los escalones y me agaché debajo de la ventana. Froté la blanda piel de los zapatos con las manos, buscando espinas que no hubiera detectado. Si Elizabeth se había decidido a realizar esa llamada de teléfono que llevaba días intentando hacer, yo quería oír lo que hablaba. Me intrigaba que Elizabeth, a la que jamás se le trababa la lengua, tuviera dificultad para decir algo. Me asomé a la ventana y la vi sentada en la encimera de la cocina. Marcó rápidamente siete números, escuchó un momento, quizá el primer tono de llamada, y luego colgó. Volvió a marcar, más despacio. Esa vez mantuvo el auricular junto a la oreja. Desde fuera me pareció que contenía la respiración. Se quedó largo rato escuchando.

Al final habló.

—Catherine. —Tapó el micrófono con una mano y emitió un sonido entre un grito ahogado y un sollozo. La vi enjugarse las lágrimas. Destapó el micrófono y volvió a acercarse el auricular a la cara—. Soy Elizabeth.

Hizo otra pausa; agucé el oído tratando de captar la voz de su interlocutora, en vano. Continuó con voz frágil:

—Ya sé que han pasado quince años y ya sé que seguramente creías que nunca volverías a tener noticias de mí. La verdad es que yo también creía que nunca volverías a tenerlas. Pero ahora tengo una hija y no paro de pensar en ti.

Entonces comprendí que Elizabeth estaba hablando con un contestador automático, no con una persona. Ganó velocidad y sus palabras empezaron a salir en tropel.

—Mira, lo primero que hacen todas las mujeres que conozco cuando tienen un hijo es llamar a su madre; quieren tener a su madre al lado, incluso las mujeres que odian a sus madres. —Entonces se rio y relajó los hombros, que hasta ese momento había tenido encogidos. Se puso a juguetear con el cable del teléfono—. Y ahora lo entiendo de una manera completamente diferente. Ahora que nuestros padres no están, tú eres lo único que tengo y pienso en ti constantemente. De hecho, no puedo pensar en nada más. —Hizo una pausa, quizá para meditar qué diría a continuación, o cómo lo diría—. No tengo un bebé. Pensaba tenerlo. Es decir, adoptarlo. Pero acabé con una niña de nueve años. Algún día te contaré toda la historia, cuando nos veamos. Espero que nos veamos. Bueno, cuando conozcas a Victoria lo entenderás. Tiene unos ojos de fierecilla salvaje, como yo cuando era pequeña, después de comprender que la única forma de hacer salir a nuestra madre de su habitación era quemar una sartén o romper todos los tarros de melocotones de la temporada. —Volvió a reír y se enjugó las lágrimas. Estaba llorando, aunque no parecía triste—. ¿Te acuerdas? Bueno, te he llamado para decirte que te perdono por lo que pasó. Hace ya mucho tiempo, toda una vida. Debí llamarte hace años y siento no haberlo hecho. Espero que me llames o que vengas a verme. Te echo de menos. Y quiero conocer a Grant. Te lo pido por favor. —Esperó, escuchó y colgó el auricular pausadamente, de tal modo que apenas oí el chasquido.

Volví a sentarme a toda prisa en los escalones y me quedé mirando los zapatos de Elizabeth, con la esperanza de que ella no se diera cuenta de que había estado escuchando a hurtadillas. Al final salió de la cocina y bajó los escalones cojeando. Ya no tenía lágrimas en los ojos, pero le brillaban, y en general parecía más animada, hasta más feliz, de lo que la había visto nunca.

—Bueno, déjame ver si lo has hecho bien —pidió—. Póntelos. —Me puse sus zapatos, me los quité, extraje una espina que no había detectado debajo del dedo gordo y volví a ponérmelos. Subí y bajé los escalones tres veces.

—Gracias —dijo; se calzó un zapato en el pie indemne y suspiró con alivio—. Esto está mejor. —Se levantó despacio—. Ahora ve a la cocina y coge un tarro de mermelada vacío del armario de los vasos, un trapo y las tijeras que hay encima de la mesa.

Lo hice, y cuando volví la encontré de pie en el primer escalón, tratando de apoyar el peso del cuerpo en el pie lastimado. Miró de la carretera al jardín varias veces como si tratara de decidir adonde quería ir.

—Los cardos crecen por todas partes —me explicó—. Quizá por eso los humanos somos tan crueles unos con otros. —Dio un primer paso hacia el camino y torció el gesto—. Tendrás que ayudarme o no llegaremos nunca —dijo, y alargó una mano hacia mi hombro.

—¿No tienes un bastón o algo? —pregunté, alejándome de su mano para evitar que me tocara.

—No, ¿y tú? —contestó riendo—. No soy ningún vejestorio, aunque a ti te lo parezca.

Alargó de nuevo el brazo y esta vez no me aparté. Elizabeth era tan alta que tuvo que doblarse por la cintura para apoyarse en mí. Fuimos hacia la carretera dando pasos pequeños. Ella paró una vez para colocarse bien el zapato y luego seguimos andando. Me ardía el hombro bajo su mano.

—Allí —indicó cuando llegamos a la carretera. Se sentó en la grava y se apoyó en el poste del buzón—. ¿Lo ves? Están por todas partes.

Señaló la zanja que separaba la carretera de las hileras de vides. Era una zanja profunda, casi tanto como yo de alta, y estaba llena de plantas secas y rígidas, sin una sola flor.

—No veo nada —dije, contrariada.

—Métete ahí —me ordenó.

Me di la vuelta y resbalé por el terraplén de tierra. Elizabeth me pasó el tarro de mermelada y las tijeras.

—Tienes que buscar unas flores del tamaño de monedas de diez centavos; en su momento eran moradas, aunque en esta época del año ya se han vuelto marrones, como todo lo que crece en el norte de California. Pero son pinchudas, así que cuando las encuentres, cógelas con cuidado.

Cogí el tarro y las tijeras y me agaché entre los tallos. La maleza era espesa, dorada y olía a los últimos días estivales. Corté una planta seca por la raíz y permaneció tiesa en el mismo sitio, apoyada por los tallos que la rodeaban. La desenredé y la lancé hacia el regazo de Elizabeth.

—¿Es esto?

—Sí, pero ésta no tiene flores. Sigue buscando.

Trepé un poco por el terraplén para ver mejor, pero no vi nada morado. Cogí una piedra del suelo y la lancé con todas mis fuerzas, frustrada. Golpeó el terraplén del lado opuesto y rebotó de tal modo que tuve que apartarme para que no me diera. Elizabeth rio.

Volví a meterme entre la maleza, apartándola con las manos y examinando cada tallo reseco.

—¡Aquí! —exclamé al fin, y arranqué una flor del tamaño de un trébol.

La metí en el tarro. Parecía un pequeño pez globo dorado con un copete desteñido de pelo morado. Volví junto a Elizabeth para enseñarle la flor, que se movía dentro del tarro como si tuviera vida. Tapé el tarro con una mano para impedir que escapara.

—¡Cardo! —anuncié, ofreciéndole el tarro—. Para ti.

Estiré torpemente una mano y le di una palmada en el hombro. Quizá fuera la primera vez que iniciaba un contacto con otro ser humano; al menos, que yo recordara. Meredith me había contado que, de bebé, era muy sobona y que continuamente intentaba agarrar dedos, orejas o pelo si los tenía a mano —o, a falta de eso, las correas del asiento para niños del coche—, con unos furiosos puñitos morados. Pero yo no lo recordaba y por eso me sorprendió tanto aquel acto voluntario: el breve contacto de la palma de mi mano el omóplato de Elizabeth. Di un paso atrás y la miré con odio, como si ella me hubiera obligado a tocarla.

Pero Elizabeth se limitó a sonreír.

—Si no conociera su significado, estaría emocionada —comentó—. Creo que éste es el gesto más amable que has tenido conmigo y todo para expresar tu odio y tu desconfianza hacia el género humano.

Por segunda vez aquella tarde, las lágrimas asomaron a sus ojos, aunque, igual que la vez anterior, no parecía triste.

Fue a abrazarme, pero antes de que pudiera hacerlo, me escabullí y volví a meterme en la zanja.