12

Natalia era la hermana menor de Renata. Eran seis hermanas, todas chicas. Renata era la segunda y Natalia la última. Me llevó toda una semana reunir esa información y lo agradecí. La mayoría de los días, Natalia dormía hasta última hora de la tarde, y cuando estaba despierta no hablaba mucho. Una vez me dijo que no le gustaba derrochar su voz. El hecho de que considerara conversar conmigo un desperdicio no me ofendió en absoluto.

Natalia era la cantante de un grupo de punk que, como decía ella, había «triunfado» en un radio de veinte manzanas alrededor de su apartamento. El grupo tenía unos seguidores entusiastas en Mission y unos cuantos admiradores alrededor de Dolores Park, y era desconocido en todos los otros barrios y en el resto de la ciudad. Ensayaban en la planta baja. El resto del edificio alojaba oficinas; algunas estaban alquiladas y otras vacías, pero todas estaban cerradas a partir de las cinco. Natalia me proporcionó una caja de tapones para los oídos y un montón de almohadas. Con esas dos cosas conseguía reducir la música a una mera vibración en la moqueta de pelo, lo que hacía que ésta pareciera aún más viva. La mayoría de las noches, el grupo empezaba a ensayar pasada la medianoche, de modo que yo sólo tenía unas pocas horas de tranquilidad antes de levantarme.

No volví a trabajar hasta el sábado siguiente, pero esa semana me paseé todos los días por los alrededores del mercado de flores, mirando cómo los floristas al por mayor metían unos camiones rebosantes en el abarrotado aparcamiento dando marcha atrás. No buscaba al misterioso florista; al menos, eso me decía a mí misma. El día que lo vi, me colé en un callejón y corrí hasta que me faltó el aliento.

El sábado ya había decidido cuál sería mi respuesta: boca de dragón, presunción. Llegué al mercado de flores a las cuatro de la mañana, una hora antes que Renata, con un billete de cinco dólares y un gorro de punto nuevo color mostaza, calado hasta las cejas.

El florista estaba agachado, descargando montones de azucenas, rosas y ranúnculos y metiéndolos en unas cubas blancas de plástico. No me vio llegar. Aproveché la ventaja que tenía para devolverle la mirada descarada que él le había dedicado a mi cuerpo la primera vez que nos habíamos visto, examinándolo desde la nuca hasta las embarradas botas de trabajo. Llevaba la misma sudadera con capucha del primer día, pero más sucia, con unos pantalones de faena con motitas blancas. Eran de esos con una presilla para colgar un martillo, sólo que no llevaba ningún martillo. Cuando se incorporó, yo estaba de pie justo enfrente de él, con los brazos cargados de bocas de dragón. Me había gastado cinco dólares en aquellas flores y, como las había comprado al por mayor, me habían dado seis ramos de flores moradas, rosas y amarillas mezcladas. Mantenía las flores a cierta altura, de modo que el borde de mi gorro terminara donde empezaban las bocas de dragón, ocultando mi cara por completo.

Noté cómo sus manos rodeaban los extremos de los tallos; sus dedos, que rozaron los míos, tenían la temperatura del cielo a primera hora de una mañana de noviembre. Sentí el fugaz deseo de calentarlos: no con mis propias manos, que no estaban mucho más calientes, sino con mi gorro o mis calcetines, algo de lo que pudiera desprenderme. El joven cogió las flores y me quedé de pie ante él, expuesta; el calor me subió a la cara tiñéndola de manchas rojas. Me di rápidamente la vuelta y me alejé.

Renata me esperaba junto a la puerta, frenética y aturullada.

Tenía otra gran boda y la novia, que acababa de participar en un éxito de taquilla de Hollywood, era exigente y tenía gustos extravagantes. Había entregado a Renata una lista de varias páginas de flores que le gustaban y no le gustaban, especificando el color con muestras de pintura y el tamaño en centímetros. Renata rasgó la lista en dos y me dio una mitad, junto con un sobre con dinero.

—¡No pagues el precio de salida! —me gritó cuando ya me había marchado—. ¡Diles que son para mí!

* * *

A la mañana siguiente, Renata me envió al mercado de flores sola. Habíamos hecho centros y atado ramilletes hasta las cinco para una boda que se celebraba a las seis y el estrés la había agotado a tal punto que tuvo que acostarse. En adelante, la tienda abriría todos los domingos; Renata había colgado un letrero nuevo y había anunciado a todos sus clientes fijos que, cuando ella no estuviera, yo los atendería. Me entregó dinero en efectivo, su tarjeta de comprador al por mayor y una llave. Anotó su número de teléfono y lo enganchó con celo en la caja registradora, y me pidió que no la molestara sin motivo.

Cuando llegué al mercado de flores, el cielo todavía estaba oscuro y casi no lo vi, de pie a la derecha de la entrada. Estaba quieto y no llevaba flores; tenía la cabeza gacha pero miraba al frente, esperando. Caminé hacia la puerta con paso decidido, con la vista clavada en el picaporte metálico. Sabía que dentro del mercado habría ruido y bullicio, pero fuera apenas se oía nada. Al pasar por su lado, el joven levantó la mano con que sujetaba un papel enrollado y atado con una cinta amarilla. Cogí el rollo como un atleta que recoge el testigo, sin perder el paso, y abrí la puerta. Me recibió el bullicio de la multitud. Cuando volví la cabeza, el chico se había ido.

El puesto del florista, de madera blanca, estaba vacío. Me agaché, me metí dentro y desenrollé el papel, viejo, amarillento y con las esquinas gastadas. Se resistía a que lo alisara. Sujeté las dos esquinas inferiores con la punta de los pies y las superiores con los pulgares.

Era un dibujo hecho a lápiz, no de una flor, sino del tronco de un árbol, con la corteza muy texturizada. Pasé la yema de un dedo por la corteza; aunque el papel era liso, el dibujo era tan realista que casi sentí los nudos rugosos. En la esquina inferior derecha estaba escrito «Alamo blanco» con letra curvilínea.

Álamo blanco. Aquella planta no me la sabía de memoria. Me descolgué la mochila y saqué mi diccionario de flores. Primero busqué por la A y luego por la B, pero no aparecían ni «álamo blanco» ni «blanco, álamo». Si aquel árbol tenía un significado, no iba a encontrarlo en mi diccionario. Volví a enrollar el papel y lo até con la cinta, pero antes de terminar de hacer el lazo me detuve.

Cerca de un extremo de la cinta, con una letra de rasgos angulosos que relacioné con los precios de las flores en una pizarra, ponía: «Lunes a las 17, calle 16 con Mission. Donuts para cenar». La tinta negra se había corrido por la seda y el texto era casi ilegible pero la hora y el lugar estaban muy claros.

Esa mañana compré flores sin pensar, sin regatear, y cuando abrí la tienda, una hora más tarde, me sorprendió ver lo que me había llevado.

La mañana fue floja y lo agradecí. Sentada en un taburete alto detrás de la caja registradora, hojeaba un grueso listín telefónico. En el leléfono de la Biblioteca Pública de San Francisco salía un largo mensaje de contestador. Lo escuché dos veces y anoté horarios y direcciones en el dorso de mi mano. La Biblioteca Central cerraba a las cinco de la tarde los domingos, igual que Bloom. Tendría que esperar hasta el lunes. Entonces, según el significado que descubriera, decidiría si iba a cenar donuts o no.

Al final de la jornada, justo cuando estaba trasladando las flores expuestas del escaparate a la cámara, se abrió la puerta. Entró una mujer solay se quedó mirando, desconcertada, el espacio vacío.

—¿En qué puedo ayudarla? —le pregunté, impaciente por marcharme.

—¿Eres Victoria?

Asentí con la cabeza.

—Me envía Earl. Me ha pedido que te diga que necesita más de lo mismo, exactamente lo mismo. —Me dio treinta dólares—. Y me ha dicho que te quedes con el cambio.

Dejé el dinero encima del mostrador y entré en la cámara; no sabía si tenía suficientes crisantemos araña. Entonces vi el enorme manojo que había comprado aquella mañana y solté una risita. La vincapervinca que quedaba estaba en el suelo, donde la había dejado la semana anterior. Renata no había regado la planta y estaba seca, aunque no muerta.

—¿Por qué no ha venido Earl? —pregunté y empecé a arreglar el ramo.

Mientras me observaba trabajar, la mujer desviaba continuamente la mirada hacia el escaparate, nerviosa como un pájaro enjaulado.

—Quería que te conociera.

No dije nada, ni levanté la cabeza. Con el rabillo del ojo vi cómo tiraba de su pelo castaño caoba; seguramente, el color cubría un cabello entrecano.

—Dijo que quizá podrías prepararme un ramo, algo especial.

—¿Con qué propósito? —inquirí.

Hizo una pausa y volvió a mirar por el escaparate.

—Soy soltera, pero… no quiero seguir siéndolo.

Miré alrededor. Mi éxito con Earl me había infundido seguridad. Decidí que aquella mujer necesitaba rosas y lilas, pero yo no había comprado ninguna. Eran dos flores que solía evitar.

—El sábado que viene —dije—. ¿Puede volver el sábado que viene?

Ella asintió.

—Te aseguro que sé esperar —afirmó mirando al techo, y luego observó cómo mis dedos volaban describiendo círculos alrededor de los crisantemos.

Diez minutos más tarde, cuando salió por la puerta, parecía más ligera y trotó por la acera hacia la casa de Earl como si se hubiera quitado unos años de encima.

A la mañana siguiente fui en autobús a la Biblioteca Central y esperé en los escalones hasta que abrieron. No tardé mucho en encontrar lo que buscaba. Los libros sobre el lenguaje de las flores estaban en el piso superior, entre los poetas Victorianos y una extensa colección sobre jardinería. Había muchos más de los que esperaba encontrar, desde volúmenes en cartoné muy viejos, medio desmenuzados, como el que llevaba en la mochila, hasta ediciones en rústica ilustradas que parecían salidas de antiguas mesitas de salón. Todos los libros tenían una cosa en común: se notaba que llevaban años sin ser tocados. Elizabeth me había explicado que el lenguaje de las flores había estado muy extendido en otros tiempos y yo no entendía cómo podía haberse convertido en algo prácticamente desconocido. Cogí tantos libros como pude transportar con mis temblorosos brazos.

Me senté a la mesa que tenía más cerca y abrí un volumen encuadernado en piel; el título, repujado en oro, había quedado reducido a una sombra dorada. La tarjeta que había en la solapa interior estaba sellada por última vez antes de mi supuesto nacimiento. El libro contenía una historia completa del lenguaje de las flores. Empezaba con el diccionario de flores original publicado en Francia en el siglo XIX; incluía una larga lista de parejas reales que habían utilizado ese lenguaje durante el cortejo y ofrecía descripciones detalladas de los ramos que habían intercambiado. Pasé al final del libro, donde había un breve diccionario de flores. El álamo blanco no aparecía.

Revisé media docena de libros más, mientras mi ansiedad iba en aumento. Temía descubrir la respuesta del desconocido, pero temía aún más no encontrar la definición y quedarme sin saber qué había intentado decirme. Tras veinte minutos de búsqueda, por fin encontré lo que buscaba: una sola entrada, entre «ajenuz» y «aliaga». «Álamo blanco». Tiempo. Exhalé, aliviada, aunque al mismo tiempo confundida.

Cerré el libro y apoyé la cabeza en su fría cubierta. Tiempo, como respuesta a presunción, era más abstracto de lo que yo esperaba. ¿El tiempo dirá? ¿Dame tiempo? La respuesta del florista era imprecisa; estaba claro que no había aprendido con Elizabeth. Abrí otro libro y luego otro, con la esperanza de encontrar una definición más extensa del álamo blanco, pero tras revisar toda la colección no encontré ninguna referencia más. No me sorprendió. El álamo blanco, un árbol, no parecía una planta ideal para la comunicación romántica. No quedaba muy romántico regalarse palos o largas tiras de corteza.

Estaba a punto de devolver los libros a los estantes cuando me llamó la atención un volumen de bolsillo. La portada estaba ilustrada con dibujos de flores sobre una cuadrícula y la definición aparecía en letra diminuta bajo cada imagen. En la hilera inferior había unos dibujos muy delicados de rosas de todos los colores. Bajo una rosa amarillo claro se leía: celos.

Si se hubiera tratado de cualquier otra flor, quizá no me habría fijado en aquella discrepancia. Pero nunca había olvidado la pena que se reflejaba en el rostro de Elizabeth cuando señalaba sus rosales amarillos ni el esmero con que cortaba cada capullo en primavera, para luego dejar que se secaran en un montón junto a la valla del jardín. Sustituir infidelidad por celos… era modificar completamente el significado. Lo uno era una acción, y lo otro, sólo una emoción. Abrí el librito y lo hojeé; luego lo dejé y abrí otro.

Pasé horas revisando cientos de páginas con información nueva. Estaba inmóvil: sólo se movían las hojas de los libros al pasarlas. Mirando las flores de una en una, comparé todo lo que había memorizado con la información de los diccionarios que tenía encima de la mesa.

No tardé mucho en comprenderlo. Elizabeth se había equivocado respecto al lenguaje de las flores tanto como respecto a mí.