El cielo parecía más extenso en casa de Elizabeth. Formaba una bóveda que iba desde una línea del horizonte hasta la otra; el azul se filtraba en las colinas secas y apagaba el amarillo del verano. Se reflejaba en el tejado de zinc del cobertizo del jardín, en la caravana redondeada y en las pupilas de Elizabeth. Aquel color parecía ineludible y tan pesado como el repentino silencio de Elizabeth.
Sentada en una tumbona en un sendero del jardín, esperaba a que Elizabeth volviera de la cocina. Esa mañana me había preparado tortitas de melocotón y plátano y yo había comido hasta quedarme doblada por la cintura sobre la mesa de la cocina, sin poder moverme. Pero, en lugar de hacerme un montón de preguntas como era habitual (yo contestaba algunas y otras las desdeñaba), había permanecido inquietantemente callada. Se había limitado a comer un poco de su plato, escogiendo los melocotones y dejando el resto de la tortita en medio de un charco de almíbar.
Con los ojos cerrados, oí a Elizabeth arrastrar una silla, sus pies enfundados en calcetines cruzando el suelo de madera, y el entrechocar de nuestros platos cuando los puso en el fregadero. Pero, en lugar del chorro de agua que debería haber oído a continuación, lo que oí fue un ruido extraño. Levanté la cabeza y vi a Elizabeth apoyada en los armarios de la cocina, con la mirada fija en un anticuado teléfono de pared. Enroscó el cable espiral del auricular y miró el disco como si no recordara qué número quería marcar. Al cabo de un rato lo intentó, pero cuando llegó al sexto dígito se detuvo y colgó bruscamente. Ese ruido no le hizo ningún bien a mi empachado estómago y suspiré.
Elizabeth se sobresaltó y, cuando se dio la vuelta, me pareció que le sorprendía verme allí sentada, como si al concentrarse en esa llamada frustrada hubiera olvidado por completo mi existencia. Exhaló ruidosamente, me levantó de la silla y me llevó al jardín, donde me quedé esperándola.
Cuando por fin salió por la puerta trasera, llevaba una pala en una mano y una taza humeante en la otra.
—Bébete esto —me recomendó, acercándome la taza—. Te ayudará a hacer la digestión.
Cogí la taza con las manos vendadas. Ya hacía una semana que Elizabeth me había limpiado y vendado las heridas, y estaba acostumbrada al impedimento de las vendas. Ella cocinaba y limpiaba mientras yo me pasaba el día sin hacer nada; cuando me preguntaba cómo tenía las manos, contestaba que peor.
Soplé un poco la infusión, di un sorbo y escupí.
—No me gusta —dije; incliné la taza y derramé el líquido en el suelo, delante de mi tumbona.
—Inténtalo otra vez —insistió Elizabeth—. Te acostumbrarás. Las flores de menta significan calidez de sentimiento.
Bebí otro sorbo. Esta vez aguanté el líquido en la boca un poco más antes de escupirlo por encima del brazo de la tumbona.
—Querrás decir calidez de gusto horrible.
—No; calidez de sentimiento —me corrigió Elizabeth—. Ya sabes, ese cosquilleo que notas cuando ves a una persona que te gusta.
Yo no conocía esa sensación.
—¡Calidez de vómito! —exclamé.
—El lenguaje de las flores no es negociable, Victoria —replicó al mismo tiempo que se daba la vuelta para ponerse los guantes de jardinería.
Cogió la pala y empezó a remover la tierra donde yo había arrancado una docena de plantas buscando la cuchara.
—¿Qué quiere decir que no es negociable? —pregunté. Di un sorbo a la infusión de menta, tragué e hice una mueca mientras esperaba a que mi estómago se calmara.
—Quiere decir que sólo hay una definición, un significado para cada planta. Como el romero, que significa…
—Recuerdo —completé—. Por Shakespeare, quienquiera que sea.
—Exacto —confirmó Elizabeth, sorprendida—. Y la aguileña…
—Abandono.
—¿Acebo?
—Previsión.
—¿Lavanda?
—Desconfianza.
Elizabeth dejó sus herramientas de jardinería, se quitó los guantes y se arrodilló a mi lado. Tenía una mirada tan penetrante que me retiré, hasta que la tumbona empezó a inclinarse hacia atrás y ella estiró una mano para sujetarme por el tobillo.
—¿Por qué me dijo Meredith que eras incapaz de aprender nada?
—Porque lo soy —respondí.
Me cogió de la barbilla y me volvió la cara hasta que pudo mirarme a los ojos.
—No me lo creo —repuso llanamente—. Meredith me contó que tras cuatro años de escuela primaria no has aprendido ni los rudimentos de la lectura. Dijo que te pondrían en educación especial, si es que conseguías entrar en una escuela pública. ¿Es verdad?
En cuatro años, yo había repetido primer y segundo grado. No fingía ineptitud; lo que pasaba era que nunca me preguntaban. Después del primer año, tenía tal reputación de imprevisible y taciturna que me aislaban de todas las clases en que entraba. Con unas hojas de ejercicios fotocopiadas aprendía las letras, los números, las matemáticas elementales. Aprendí a leer con los libros ilustrados que se les caían de las mochilas a mis compañeros de clase o que robaba de las estanterías del aula.
Hubo un tiempo en que creí que la escuela podría ser diferente. El primer día, sentada ante un pupitre en miniatura en una pulcra fila, me di cuenta de que el profundo abismo que mediaba entre mis compañeros y yo no era visible. La primera maestra que tuve, la señorita Ellis, pronunciaba mi nombre en voz baja, acentuando la sílaba central, y me trataba como a todos los demás. Me sentó al lado de una niña aún más menuda que yo, cuyas delgadas muñecas rozaban las mías cuando íbamos en fila del aula al patio y otra vez al aula. La señorita Ellis creía que era bueno alimentar el cerebro y todos los días, tras la hora del patio, depositaba un vaso de plástico con una sardina en cada pupitre. Después de comernos la sardina, teníamos que poner el vaso boca abajo y leer la letra que estaba escrita en la base. Si podíamos decir el nombre y el sonido de la letra y pensar en una palabra que empezara por esa letra, nos dejaba comernos otra sardina. La primera semana memoricé todas las letras y sus sonidos y siempre conseguí la segunda sardina.
Pero cuando llevaba cinco semanas en la escuela, Meredith me colocó con otra familia en otro barrio, y cada vez que pensaba en aquel pescado resbaladizo me enfadaba. La rabia que sentía volcaba pupitres, cortaba cortinas y robaba fiambreras. Me expulsaron temporalmente, me trasladaron y volvieron a expulsarme. A finales de aquel primer año, todos me conocían por mi carácter violento y se habían olvidado de mi educación.
Elizabeth me apretó el mentón, exigiéndome una respuesta con la mirada.
—Sé leer —afirmé.
Ella siguió escudriñando mi cara, como decidida a sonsacarme todas las mentiras que yo había dicho en mi corta vida. Cerré los ojos hasta que me soltó.
—Bueno, va bien saberlo —comentó.
Negó con la cabeza y siguió con sus trabajos de jardinería. Se puso los guantes y colocó en unos pequeños hoyos las plantas que yo había arrancado. Observé cómo acomodaba en su sitio la capa superior del suelo y daba suaves palmaditas alrededor de cada tallo. Cuando terminó, levantó la cabeza y dijo:
—Le he pedido a Perla que venga a jugar contigo. Necesito descansar un poco y te irá bien tener una amiga antes de empezar la escuela mañana.
—Perla no va a ser amiga mía —repuse.
—Pero ¡si ni siquiera la conoces! —exclamó Elizabeth, exasperada—. ¿Cómo sabes si va a ser amiga tuya o no?
Yo sabía que Perla no iba a ser amiga mía porque en nueve años jamás había tenido ninguna amiga. Meredith debía de habérselo contado a Elizabeth. Se lo había contado a todas mis otras madres de acogida, que advertían a los otros niños de la casa de que comieran deprisa y durmieran con sus caramelos de Halloween escondidos en las fundas de sus almohadas.
—Ven conmigo. Ya debe de estar esperándote junto a la verja.
Me guio por el jardín hasta la valla blanca de madera que había al final. Perla aguardaba apoyada en la valla. Estaba lo bastante cerca para haber oído todo lo que habíamos dicho, pero no parecía disgustada, sino ilusionada. Sólo era un par de centímetros más alta que yo y tenía un cuerpo blando y redondeado. Llevaba una camiseta demasiado corta y demasiado ceñida. La tela, verde lima, se tensaba sobre su barriga y terminaba antes de que empezara la cinturilla de sus pantalones. Tenía unas marcas rojas en los brazos que le habían dejado los elásticos de las mangas abullonadas antes de ir ascendiendo poco a poco hasta perderse bajo sus axilas. Se bajó las mangas, primero una y luego la otra.
—Buenos días —la saludó Elizabeth—. Te presento a mi hija Victoria. Victoria, te presento a Perla.
Al oír la palabra «hija» volvió a dolerme el estómago. Di una patada al suelo y le lancé polvo a Elizabeth hasta que ella me pisó ambos pies con uno de los suyos y me sujetó por la nuca. La piel me ardió bajo su mano.
—Hola, Victoria —dijo Perla con timidez.
Se cogió una gruesa trenza negra que hasta ese momento reposaba en su hombro y se puso a chupar el extremo, que ya estaba mojado.
—Muy bien —aprobó Elizabeth, como si las tranquilas palabras de Perla y mi obstinado silencio hubieran establecido algo—. Voy dentro a descansar un rato. Victoria, quédate aquí fuera y juega con Perla hasta que te llame.
Sin esperar respuesta, echó a andar hacia la casa. Perla y yo nos quedamos mirando el suelo. Al cabo de un rato, alargó un brazo con vacilación y rozó mis manos vendadas con un dedo regordete.
—¿Qué te ha pasado?
Tiré de las gasas con los dientes; de repente, estaba impaciente por volver a utilizar las manos.
—Espinas —contesté—. Quítamelas.
Perla tiró de los bordes del esparadrapo y yo agité las manos para soltar las vendas. Tenía la piel pálida y arrugada; las cicatrices eran círculos pequeños y secos. Me arranqué una costra con la uña; se desprendió fácilmente y revoloteó hasta el suelo.
—Iremos a la misma clase —anunció Perla—. Sólo hay una clase de cuarto grado.
No dije nada. Elizabeth estaba convencida de que yo iba a ir a la escuela, así como de que iba a ser su hija y podía obligarme a tener una amiga. Se equivocaba en todo. Fui hacia el cobertizo del jardín y Perla me siguió con andares pesados. No sabía qué iba a hacer, pero de pronto quería que Elizabeth entendiera exactamente lo equivocada que estaba sobre mí. Agarré un cuchillo y unas tijeras de podar de un estante que había junto al cobertizo y rodeé el jardín con sigilo.
Al otro lado del almendro, fui bordeando unas suculentas grises y verdes hasta llegar a una extensión de grava. Allí, donde la polvorienta carretera sin asfaltar topaba contra el exuberante jardín, crecía un cactus enorme y retorcido. Era más alto que el coche de Meredith y de tronco marrón y postilloso, como si sus propias espinas lo hubieran cortado una y otra vez. Cada rama era una colección de manos planas que crecían unas de otras, a derecha, izquierda y derecha, de modo que cada rama conseguía el equilibrio necesario para mantenerse recta y erguida.
Entonces supe qué iba a hacer.
—Es un nopal —aclaró Perla cuando señalé el cactus—. Una chumbera.
—¿Una qué?
—Una chumbera. ¿Ves esos frutos? En México los venden en el mercado. Son buenos, pero hay que pelarlos muy bien.
—Córtalo —le ordené.
Perla se quedó inmóvil.
—¿Qué? ¿Todo entero?
Negué con la cabeza.
—Sólo esa rama, la que tiene tantos frutos. La quiero para regalarsela a Elizabeth. Pero tienes que cortarla tú o me haré daño en las manos.
Perla seguía sin moverse, pero miraba el cactus, que le doblaba la estatura. En lo alto de cada una de las palmas crecían unos frutos de un rojo intenso que parecían dedos hinchados. Le acerqué el cuchillo a Perla, apuntándole a la barriga con la hoja roma.
Perla alargó un brazo, comprobó la punta de la hoja con un dedo regordete, se acercó más a mí y asió el cuchillo por el mango.
—¿Por dónde? —me preguntó en voz baja.
Señalé un sitio, cerca del tronco marrón, de donde crecía una larga rama verde. Perla apoyó la hoja contra el cactus y cerró los ojos antes de inclinarse hacia delante, haciendo fuerza con todo el cuerpo. La piel era dura, pero una vez que atravesó la membrana exterior, el cuchillo se deslizó fácilmente y la rama cayó al suelo. Señalé los frutos y Perla los cortó uno a uno. Quedaron en el suelo, rezumando un jugo rojo.
—Espera aquí —ordené, y corrí por el jardín hasta donde había dejado tiradas las vendas sucias.
Cuando volví, Perla no se había movido un centímetro. Recogí los frutos con la venda, cogí el cuchillo y, con cuidado, fui quitando las espinas de los higos chumbos, maduros y comestibles, como si despellejara un animal muerto. Luego se los ofrecí a Perla.
—Toma.
Ella me miró desconcertada.
—¿No los querías para Elizabeth? —preguntó.
—Llévaselos si quieres. La parte que necesito es ésta.
Envolví las tiras de piel espinosa con las vendas.
—Y ahora, vete a tu casa —dije.
Perla recogió los frutos en las manos ahuecadas y se alejó lentamente, suspirando, como si esperara algo más de mí por su demostración de lealtad.
Pero yo no tenía nada que ofrecerle.