El muérdago reposaba sobre mi esternón. Lo veía subir y bajar a un ritmo irregular. Ni los latidos de mi corazón ni mi respiración habían vuelto a la normalidad desde que leí la respuesta de aquel desconocido en la palma de mi mano.
No recordaba qué había ocurrido con los cubos de flores amarillas. Debía de haber hecho algo con ellos, porque a mediodía estaban en la parte trasera de la furgoneta de Renata y, en ese momento, los ramos de sol iban por la autopista para iluminar la boda casi invernal de una pareja; yo me había quedado sola y me había tumbado sobre la mesa de trabajo. Renata me había pedido que mantuviera la tienda abierta, pero de momento no había entrado nadie. Los domingos solía estar cerrada, así que dejé la puerta abierta pero la luz apagada. Técnicamente no estaba desobedeciendo a Renata, a pesar de que tampoco podía decirse que estuviera promoviendo el negocio.
Tenía la frente perlada de sudor pese a que había hecho una mañana fría. Me hallaba paralizada, en un estado de fascinación semejante al terror. Durante años, mis flores cargadas de significado habían sido ignoradas sistemáticamente, un aspecto de mi estilo de comunicación que me reconfortaba. Pasión, conexión, desacuerdo, rechazo: nada de eso era posible en un lenguaje que no suscitaba respuestas. Sin embargo, aquel ramito de muérdago, suponiendo que quien me lo había regalado entendiera su significado, lo cambiaba todo.
Traté de tranquilizarme, racionalizando lo ocurrido y convirtiéndolo en una coincidencia. Al muérdago se lo considera una planta romántica. Seguramente, aquel chico me había imaginado atándolo con una cinta roja al marco de madera de su puesto y colocándome debajo para que él me besara. No me conocía lo suficiente para saber que yo jamás habría permitido semejante proximidad. Pero, aunque sólo habíamos intercambiado unas pocas palabras, no lograba librarme de la sensación de que él me conocía bastante bien para comprender que un beso estaba descartado.
Tendría que contestarle. Si me regalaba otra flor y su significado encajaba, ya no podría negar que me había entendido.
Me temblaban las piernas cuando bajé de la mesa y entré tambaleándome en la cámara. Me senté, rodeada de flores frescas, y me puse a pensar en mi respuesta.
Renata regresó y empezó a decirme todo lo que tenía que hacer en la cámara. Había un encargo pequeño que debía entregarse al pie de la colina. Cogió un jarrón de cerámica azul mientras yo recogía las flores amarillas que habían quedado.
—¿Cuánto? —pregunté, porque para hacer nuestros arreglos nos guiábamos por el precio.
—No importa. Pero dile que no puede quedarse el jarrón. Pasaré a buscarlo la semana que viene.
Cuando hube terminado el ramo, Renata me tendió un papel con una dirección garabateada en el centro.
—Llévaselo tú.
Al salir por la puerta con aquel jarrón en brazos, noté que Renata me metía algo en la mochila. Me di la vuelta. Ella había cerrado la puerta con llave detrás de mí y se dirigía hacia su furgoneta.
—Ya no te necesitaré hasta el próximo sábado, a las cuatro de la madrugada —me comunicó mientras se despedía con la mano—. Prepárate para un día largo y sin descansos.
Asentí con la cabeza y la vi subir a la furgoneta y alejarse. Cuando dobló la esquina, dejé el jarrón en el suelo y abrí mi mochila. Dentro había un sobre con cuatro billetes de cien dólares y una nota que rezaba: «El sueldo de tus dos primeras semanas. No me decepciones». Doblé los billetes y me los metí en el sujetador.
La dirección correspondía a un edificio que parecía de oficinas, a sólo dos manzanas de Bloom. En el interior no había luz y no supe distinguir si el negocio estaba cerrado por ser domingo o si no había tal negocio. Llamé con los nudillos y la puerta de cristal vibró en su marco de aluminio.
Se abrió una ventana en el primer piso y una voz dijo:
—Bajo enseguida.
Me senté en el bordillo con las flores junto a los pies.
Diez minutos más tarde, la puerta se abrió lentamente. La joven que la había abierto no estaba precisamente resollando. Extendió los brazos hacia las flores.
—Hola, Victoria —saludó—. Soy Natalia.
Se parecía a Renata: tenía la misma piel clara y los ojos del color del agua, pero llevaba el pelo mojado y teñido de rosa.
Le entregué las flores y me di la vuelta.
—¿Has cambiado de idea? —preguntó.
—¿Cómo dices?
Natalia dio un paso atrás, como invitándome a entrar.
—La habitación. Le dije a Renata que te advirtiera que no es más que un armario pero, por lo visto, ella creía que no te importaría.
Una habitación. El dinero de la mochila. Renata había decidido intervenir, aunque sin expresarme sus intenciones. Mi instinto me aconsejaba alejarme de aquella puerta abierta, pero no podía negar la realidad: no tenía adonde ir.
—¿Cuánto? —pregunté.
—Doscientos al mes. Ya verás por qué.
Miré a un lado y otro de la calle, sin saber qué decir. Cuando volví la cabeza, Natalia ya había atravesado el local vacío y subía por una escalera empinada.
—Entras o no —me dijo—, cierra la puerta.
Respiré hondo, exhalé entre los labios y entré en la casa.
El apartamento de un solo dormitorio que había sobre la tienda vacía parecía pensado para una oficina, con una moqueta fina sobre suelo de cemento y una cocina con una barra larga y una nevera pequeña. La ventana de la cocina estaba abierta y daba a un tejado plano.
—Legalmente no puedo alquilar la habitación —explicó Natalia señalando una pequeña puerta cerca del sofá del salón.
Parecía la puerta de un trastero o un pequeño cuarto. Natalia me dio un llavero con seis llaves, todas numeradas.
—Número uno —indicó.
Me arrodillé, abrí aquella puertecita y entré a gatas. La habitación estaba demasiado oscura para que viera nada.
—Levántate —me guio Natalia—. Hay una cuerda que cuelga de la bombilla.
Manoteé un poco en la oscuridad hasta notar la cuerda contra la cara. Tiré de ella.
Una bombilla desnuda alumbró un cuarto vacío y azul, un tono como el de una acuarela marina, brillante como el agua iluminada. La moqueta era de pelo blanco y casi parecía viva. No había ventanas. El espacio era suficiente para tumbarse en el suelo, pero no para poner una cama o una cómoda, aunque hubiera encontrado una que entrara por aquella puerta tan pequeña. En una pared había seis cerrojos de latón; me acerqué y comprobé que cerraban otra puerta, ésta de tamaño normal. La luz se filtraba por la rendija. Natalia tenía razón: aquella habitación era, literalmente, un armario.
—Mi último compañero de piso era un esquizofrénico paranoide —contó señalando los cerrojos—. La puerta comunica con mi habitación. Ésas son las llaves de todos los cerrojos. —Señaló el llavero que yo tenía en la mano.
—Me la quedo.
Salí al salón y dejé dos billetes de cien dólares sobre el brazo del sofá. Entonces regresé a mi flamante habitación, cerré la puerta con llave y me tumbé en medio de aquel azul.