8

Renata y yo trabajamos en silencio casi toda la mañana. La tienda era pequeña; detrás del mostrador había una trastienda más amplia, con una mesa larga de madera y una cámara de refrigeración. Alrededor de la mesa había seis sillas. Me senté en la más cercana a la puerta.

Renata me facilitó un libro titulado Bodas de girasol. Se me ocurrió un subtítulo adecuado: «Cómo comenzar un matrimonio basado en la falsedad y el materialismo». Sin hacer caso al volumen, compuse dieciséis arreglos de mesa con los girasoles, las calas y una maraña de esparraguera. Renata se ocupó de los ramilletes del cortejo nupcial y, cuando los terminó, empezó una escultura floral en un cubo metálico que le llegaba más arriba de la cintura. Cada vez que se oía chirriar la puerta, Renata salía a la tienda. Conocía a todos sus clientes y les escogía las flores sin pedirles indicaciones.

Cuando terminé, me planté enfrente de Renata y esperé a que levantara la cabeza. Echó un vistazo a los jarrones que yo había puesto en fila encima de la mesa.

—Muy bien —dijo, asintiendo—. Francamente bien. Asombroso. Cuesta creer que nadie te haya enseñado.

—Nadie me ha enseñado.

—Ya lo sé. —Me miró de arriba abajo de una forma que no me gustó—. Carga la furgoneta. Acabo enseguida.

Llevé los jarrones cuesta arriba, de dos en dos. Cuando Renata terminó lo suyo, llevamos el jarrón más alto entre las dos y lo pusimos con cuidado en la parte trasera, que ya estaba llena. Volvimos a la tienda; ella cogió todo el dinero de la caja registradora y cerró el cajón con llave. Pensé que iba a pagarme pero, en lugar de eso, me dio un trozo de papel y un lápiz.

—Te pagaré cuando vuelva —prometió—. La boda es al otro lado de la colina. Quédate en la tienda y di a mis clientes que pueden pagarme la próxima vez que vengan.

Esperó hasta que yo asentí con la cabeza; luego se marchó.

Me quedé sola, sin saber qué hacer. Permanecí un rato de pie detrás de la caja registradora manual, examinando la pintura verde, desconchada. La calle estaba tranquila. Pasó una familia sin detenerse y sin mirar el escaparate. Se me ocurrió abrir la puerta y sacar unos cubos de orquídeas fuera, pero entonces recordé mi costumbre de birlar los artículos expuestos frente a las tiendas. Pensé que Renata no lo habría aprobado.

Fui a la zona de trabajo, recogí los restos de tallos que habían quedado sobre la mesa y los tiré a la papelera. Limpié la superficie con un trapo húmedo y barrí el suelo. Como no se me ocurría nada más, abrí la puerta metálica de la cámara de refrigeración y me asomé al interior. Estaba oscuro y fresco, y lleno de cubos de flores. Aquel lugar me atraía y tuve ganas de desatarme la manta marrón que llevaba a modo de enagua y quedarme dormida entre aquellos cubos. Estaba cansada. Llevaba toda la semana durmiendo a trompicones, porque continuamente me despertaban voces, pesadillas o ambas cosas. El cielo siempre estaba blanco, pues de la fábrica de cerveza no paraban de salir nubes de vapor. Todas las mañanas tardaba unos minutos en recuperarme del pánico, hasta que mis sueños llenos de humo se dispersaban por el cielo, como el vaho. Me quedaba quieta y me recordaba que tenía dieciocho años y que estaba sola: ya no era una niña y no tenía nada que perder.

En la seguridad de la floristería vacía, me entraron ganas de dormir. La puerta se cerró detrás de mí; resbalé hasta sentarme en el suelo y apoyé la sien contra un cubo.

Acababa de encontrar una postura cómoda cuando oí una voz amortiguada fuera de la cámara.

—¿Renata?

Me puse en pie de un brinco. Me pasé rápidamente los dedos por el pelo, salí de la cámara y entorné los ojos, deslumbrada.

Había un hombre de pelo canoso apoyado en el mostrador, tamborileando con dedos impacientes.

—¿Y Renata? —preguntó al verme.

Negué con la cabeza.

—Ha ido a llevar unas flores a una boda. ¿Necesita algo?

—Necesito flores. ¿Para qué crees que he venido? —Abrió un brazo señalando el local, como si creyera necesario recordarme mi ocupación—. Renata nunca me pregunta lo que quiero. No sé distinguir una rosa de un rábano.

—¿Para qué son? —pregunté.

—Mi nieta cumple dieciséis años. Estoy seguro de que no quiere celebrarlo conmigo, pero su madre insiste. —Cogió una rosa blanca de un cubo azul y aspiró su aroma—. No me apetece mucho. Esa chica se ha vuelto muy arisca.

Traté de recordar qué flores había en la cámara y eché un vistazo a la tienda. Un regalo de cumpleaños para una adolescente arisca. Las palabras de aquel hombre mayor eran un rompecabezas, un reto.

—Las rosas blancas son una buena elección para una adolescente —elucubré—. Y quizá unos lirios de los valles. —Saqué uno cogiéndolo por el largo tallo, del que colgaban unas campanillas color marfil.

—Lo que a ti te parezca.

Mientras arreglaba las flores y las envolvía en papel marrón, como le había visto hacer a Renata, sentí un optimismo parecido al que había experimentado al deslizar las dalias por debajo de las puertas de los dormitorios de mis compañeras la mañana que cumplí dieciocho años. Era una sensación extraña: la emoción de un secreto combinada con la satisfacción de saberme útil. Era algo tan inusual y tan agradable que sentí el impulso de hablarle a aquel hombre de las flores, de explicarle sus significados ocultos.

—¿Sabe qué? —pregunté, procurando sonar desenfadada y cordial, pese a notar cómo las palabras se atascaban en mi garganta por la emoción—. Dicen que los lirios del valle devuelven la alegría.

El hombre arrugó la nariz con impaciencia e incredulidad.

—Eso sería un milagro —contestó, sacudiendo la cabeza. Le di las flores—. Me parece que no he oído reír a esa chica desde que tenía doce años y te aseguro que lo echo de menos.

Sacó su cartera, pero levanté una mano.

—Renata me ha dicho que puede pagar otro día.

—Muy bien —repuso él, y se dio la vuelta—. Dile que ha venido Earl. Ella ya sabe dónde encontrarme.

Dio un portazo al salir y las flores vibraron en sus cubos.

Cuando volvió Renata, una hora más tarde, yo había atendido a media docena de personas. En el papel que me había dado lo había anotado todo: nombres de los clientes, flores y cantidades. Renata leyó la lista por encima y asintió con la cabeza, como si hubiera sabido exactamente quiénes iban a ir a la tienda y qué iban a pedir. Metió el papel dentro de la caja registradora y sacó un fajo de billetes de veinte dólares, del que separó tres.

—Sesenta dólares —contó—. Seis horas. ¿Vale?

Asentí con la cabeza, pero no me moví. Ella me miró a los ojos como esperando.

—¿Vas a preguntarme si te necesito el sábado que viene o piensas seguir ahí sin abrir la boca? —me animó al fin.

—¿Me necesitas?

—Sí, a las cinco de la mañana. Y el domingo también. No entiendo cómo se le ocurre a la gente casarse un domingo de noviembre, pero no es cosa mía. Ésta suele ser una época del año bastante floja, y de momento tengo más trabajo que nunca.

—Pues hasta la semana que viene —me despedí, y cerré la puerta con cuidado al salir.

Con dinero en la mochila, la ciudad parecía otra. Bajé por la colina mirando los escaparates con interés, leyendo menús y comparando el precio de las habitaciones en los moteles baratos que había al sur de Market. Mientras, pensaba en mi primer día de trabajo: una tranquila cámara de refrigeración llena de flores, una tienda que casi siempre estaba vacía y una jefa que me trataba con franqueza y desapego. Era el empleo perfecto para mí. Sólo una cosa me había resultado incómoda: mi breve conversación con el florista del mercado. La perspectiva de volver a verlo el sábado siguiente me producía desasosiego. Decidí que tendría que llegar preparada.

Cogí un autobús y bajé en North Beach. Era por la tarde y la niebla empezaba a derramarse por Russian Hill, transformando los faros y los pilotos traseros de los coches en vaporosas esferas amarillas y rojas. Caminé hasta que encontré un albergue juvenil, sucio y barato. Le mostré mi dinero a la recepcionista y esperé.

—¿Cuántas noches? —me preguntó.

Apunté con la barbilla a los billetes que había dejado encima del mostrador.

—¿Para cuántas tengo?

—Para cuatro, pero sólo porque estamos en temporada baja. —Me extendió un recibo y señaló al final del pasillo—. El dormitorio de las chicas está a la derecha.

Los cuatro días que siguieron dormí, me duché y comí las sobras de los turistas en Columbus Avenue. Cuando se me acabaron las noches en el albergue, volví al parque, preocupada por aquel chico grandote y por tantos otros como él, pero consciente de que tenía muy pocas opciones. Cuidé de mi jardín y esperé a que llegara el fin de semana.

El viernes me quedé despierta, pues temía dormirme y llegar tarde a mi cita con Renata. Pasé toda la noche deambulando por las calles y, una vez me cansé, me paseé por delante de la discoteca que había al pie de la colina, donde la música hacía vibrar mis párpados caídos. Cuando llegó la furgoneta, yo la esperaba apoyada en la puerta de cristal de Bloom.

Renata sólo redujo la velocidad lo suficiente para que yo saltara al vehículo y empezó a cambiar de sentido antes de que hubiera cerrado la puerta.

—Tendría que haberte dicho que vinieras a las cuatro —rezongó—. No miré la agenda. Necesitamos flores para cuarenta mesas y el cortejo nupcial lo forman más de veinticinco personas. ¿A quién se le ocurre celebrar una boda con doce damas de honor? —No supe si me estaba consultando o si era una pregunta retórica. Guardé silencio—. Si yo me casara, no habría ni doce invitados —añadió—, al menos no en este país.

«Yo no tendría ni uno solo —pensé—, ni en este país ni en ningún otro». Renata aminoró la marcha al llegar a la rotonda y recordó qué salida debía tomar.

—Vino Earl —anunció—. Me pidió que te transmitiera que su nieta estaba muy alegre. Insistió en que era importante que te dijera «alegre», y no otra cosa. Comentó que habías hecho algo con las flores para sacarle la alegría de dentro.

Sonreí y miré por la ventanilla, esquivando a Renata. Así que se había acordado. Me sorprendió comprobar que no lamentaba la decisión de divulgar mi secreto. Pero no quería revelárselo a Renata.

—No entiendo a qué se refería —mentí.

Renata desvió un momento la mirada de la calzada y me observó con una ceja arqueada. Tras un breve silencio, continuó:

—Verás, Earl es un viejo peculiar. Por lo general tiene un carácter agrio, pero, cuando menos te lo esperas, muestra una dulzura muy especial. Ayer me confesó que tiene edad suficiente para confiar de nuevo en Dios tras haber renunciado a Él.

—¿Qué significa eso?

—Supongo que cree que el fin de semana pasado tú consultaste con Él antes de escogerle las flores.

—¡Ja! —exclamé con ironía.

—Sí, vale. Pero me dijo que volvería hoy, porque quiere que le elijas algo para su mujer.

Me estremecí de emoción al saber que iban a hacerme un nuevo encargo.

—¿Cómo es ella? —pregunté.

—Tranquila —contestó Renata—. No sé mucho más. Una vez Earl me contó que su mujer era poetisa, pero que apenas habla y que ya nunca escribe. Él le lleva flores casi todos los fines de semana; creo que siente nostalgia de cómo era ella antes.

Vincapervinca, pensé: recuerdos tiernos. Sería difícil formar un ramo con ellas, pero no imposible. Las rodearía con algo alto y de tallos firmes.

El mercado de flores no estaba tan lleno como la semana anterior, pero Renata lo recorrió a toda prisa, como si estuvieran subastando el último ramo de rosas. Necesitábamos quince docenas de rosas naranjas y más calas Stargazer de las que cabían en los cubos que yo transportaba. Me llevé las flores fuera y volví por más. Cuando lo hube metido todo en la furgoneta, regresé al ajetreado edificio y busqué a Renata.

La vi en el puesto que yo había estado evitando, regateando por un ramo de ranúnculos rosas. El precio al por mayor, garabateado en una pequeña pizarra negra con una letra casi ilegible, era de cuatro dólares. Renata agitó un billete de un dólar por encima de los cubos de flores. El vendedor no reaccionó; de hecho, ni siquiera la miró: me miró a mí mientras recorría el pasillo hasta que me planté ante él. No había dejado de pensar en el diálogo que habíamos mantenido la semana anterior y había recorrido McKinley Square hasta encontrar la flor con que podría detener su injustificado interés. Me descolgué la mochila y saqué un tallo con hojas.

—Rododendro —anuncié.

Lo dejé sobre la mesa de caballetes que el joven tenía delante. El racimo de flores moradas todavía no estaba abierto y los capullos apuntaban hacia él, prietos y tóxicos. Advertencia.

Él examinó la planta y luego mi mirada. Cuando miró hacia otro lado, supe que había entendido que aquella flor no era un regalo. La cogió con el pulgar y el índice y la tiró a un cubo de basura.

Renata seguía regateando, pero el vendedor la interrumpió con un rápido movimiento de la mano. Agitando los dedos con impaciencia, le dio a entender que podía quedarse las flores y marcharse.

Renata se dio la vuelta y yo la seguí.

—¿Qué ha sido eso, Victoria? —me preguntó cuando ya estábamos lo bastante lejos del muchacho para que no pudiera oírnos.

Me encogí de hombros y seguí caminando. Ella volvió la cabeza hacia el puesto, luego me miró a mí y otra vez al puesto con cara de desconcierto.

—Necesito vincapervinca —comenté, cambiando de tema—. No la venden cortada. Sirve de cubierta vegetal.

—Conozco la vincapervinca —repuso ella, apuntando con la barbilla a una pared del fondo donde había plantas en cubos con las raíces intactas.

Me dio unos billetes y no me hizo más preguntas.

Trabajamos frenéticamente toda la mañana. La boda se celebraba en Palo Alto, una ciudad situada unos cincuenta kilómetros al sur, y Renata tuvo que hacer dos viajes para entregar todas las flores. Se llevó la primera mitad de los arreglos mientras yo trabajaba en la segunda mitad. Durante su ausencia, mantuve la puerta de la tienda cerrada con llave y las luces del taller apagadas. Los clientes esperaban fuera a que Renata regresara. Yo me sentía a gusto en aquella oscura soledad.

Cuando volvió, Renata me encontró examinando mi obra: retirando polen con la yema de los dedos y recortando alguna hoja irregular con unas tijeras afiladas. Echó un vistazo a mis ramilletes. Apuntó con la barbilla a la cola de gente que tenía detrás.

—Yo me encargaré del cortejo nupcial, tú ocúpate de la tienda. —Me dio una hoja de precios plastificada y la pequeña llave dorada de la caja registradora—. Y ni se te ocurra pensar que no sé cuánto dinero hay ahí dentro.

Earl ya estaba esperándome junto al mostrador, haciéndome señas. Me acerqué a él.

—Necesito algo para mi mujer —anunció—, ¿no te lo ha dicho Renata? Sólo tengo unos minutos y quiero que busques algo para hacerla feliz.

—¿Feliz? —repetí, barriendo la tienda con la mirada para ver qué flores había disponibles. Me sentí decepcionada—. ¿No podría ser más concreto?

Él ladeó la cabeza y reflexionó un momento.

—Mira, ahora que lo pienso, ella nunca ha sido una mujer verdaderamente feliz. —Sonrió para sí—. Pero era apasionada. E ingeniosa. Y vivaz. Siempre tenía su propia opinión, incluso sobre cosas sobre las que no sabía nada. Echo de menos todo eso.

Era precisamente la petición para la que yo estaba preparada.

—Ya entiendo —contesté, y puse manos a la obra.

Estiré los zarcillos de vincapervinca hasta alisarlos y cogí una docena de crisantemos araña de un blanco reluciente. Enrollé la vincapervinca alrededor de los tallos de crisantemo como si los atara con una cinta y, con alambre de floristería, di forma a los extremos alrededor de los crisantemos, dispuestos a varias alturas. Quedó un ramo espectacular; parecía una explosión de fuegos artificiales.

—Desde luego, este ramo merece algún tipo de reacción —comentó Earl cuando se lo entregué. Me dio un billete de veinte—. Quédate con el cambio, tesoro.

Consulté la hoja de precios que me había dado Renata, metí el billete de veinte en el cajón y retiré uno de cinco para mí.

—Gracias —dije.

—Hasta la semana que viene —se despidió.

—Quizá —respondí, pero él ya había salido.

Ese día no dejaban de entrar clientes y dirigí mi atención hacía el siguiente de la cola. Envolví rosas, orquídeas y crisantemos de todos los colores, y entregué ramilletes a parejas, ancianas y adolescentes a los que habían enviado con ese recado. Mientras trabajaba, pensaba en la esposa de Earl, tratando de formarme una imagen de aquella mujer antaño apasionada: su rostro cansado, reservado y confiado. ¿Reaccionaría ante aquel descabellado ramo de crisantemos y vincapervinca, verdad y recuerdos tiernos? Estaba convencida de que sí, e imaginé el alivio y la gratitud reflejados en la cara de Earl mientras hervía agua para el té, animando a aquella mujer de firmes opiniones a entablar una agradable discusión sobre política o poesía. Esa imagen hacía que mis dedos trabajaran más deprisa y aligeraba mis pasos.

Cuando la tienda por fin se vació, Renata terminó los ramilletes del cortejo nupcial.

—Carga la furgoneta —me ordenó.

Transporté las flores tan aprisa como pude. Eran casi las dos. Renata se sentó al volante y me pidió que me ocupara de la tienda hasta su regreso, una hora más tarde.

La entrega le llevó mucho más tiempo del que había calculado. Llegó a Bloom a las cinco y media, despotricando contra las pajaritas y las flores en el ojal. Me quedé callada, esperando a que me pagara para poder marcharme. Había trabajado doce horas y media sin parar y estaba deseando llegar a una habitación con llave en la puerta y, con suerte, incluso darme un baño. Pero Renata no abría su bolso.

Cuando concluyó su frustrado monólogo, abrió la caja registradora y rebuscó entre billetes arrugados, talones y recibos.

—No tengo suficiente dinero en efectivo —se disculpó—. Pasaré por el banco antes de ir a cenar. Ven conmigo. Hablaremos de negocios.

Habría preferido coger el dinero y perderme, pero la seguí, consciente de la precariedad de mi posición.

—¿Comida mexicana? —propuso.

—Vale.

Torció hacia Mission.

—No hablas mucho, ¿verdad? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—Al principio creía que no eras de hábitos mañaneros —admitió—. Mis sobrinos y sobrinas no se oyen antes de mediodía, pero después acabas rezando para que se callen. —Me miró como si esperara algún comentario.

—Ah —dije.

Ella rio.

—Tengo doce sobrinos y sobrinas, pero los veo muy poco. Sé que debería esforzarme más, pero no lo hago.

—¿No?

—Pues no. Los adoro, pero sólo los tolero en pequeñas dosis. Mi madre siempre se burla de mí diciendo que no heredé su gen maternal.

—¿Qué es eso?

—Ya sabes, ese impulso biológico que hace que las mujeres se pongan a hacer carantoñas en cuanto ven a un bebé por la calle. Yo nunca he sentido eso.

Renata aparcó enfrente de una taquería; junto a la puerta, dos mujeres se inclinaban sobre una sillita de bebé como si corroboraran sus palabras.

—Entra y pide lo que te apetezca —me dijo—. Pagaré cuando vuelva del banco.

Estuvimos cenando hasta las ocho. Fue tiempo suficiente para que ella tomara un taco y tres Coca-Cola light, y para que yo me comiera un burrito de pollo, dos enchiladas con queso, una guarnición de guacamole y tres raciones de nachos. Renata me observaba con una sonrisa de satisfacción. Se encargó de llenar el silencio con historias sobre su infancia en Rusia y me describió cómo una bandada de hermanas había atravesado el Atlántico para llegar a Estados Unidos.

Cuando terminé, me recliné en la silla y noté la pesadez de toda la comida ingerida. Se me había olvidado lo que podía llegar a tragar y también la parálisis absoluta que seguía a mis atracones.

—Dime, ¿cuál es tu secreto? —me preguntó Renata.

Entorné los ojos inquisitivamente y tensé los hombros.

—Para mantener la línea —aclaró—, con lo que llegas a comer.

«Es muy sencillo —pensé—: estar pelada como una rata y no tener familia ni amigos. Pasarme semanas comiendo las sobras de otros, o nada».

—La Coca-Cola light —dijo Renata llenando el silencio, como si no quisiera oír mi respuesta, o ya la supiera—. Ése es mi secreto. Cafeína y calorías vacías. También es otra de las razones por las que nunca quise tener hijos. ¿Cómo sería el bebé de una madre que se alimenta así?

—Un bebé hambriento —contesté.

Renata sonrió.

—Hoy te he visto preparando el ramo para Earl. Se ha marchado muy contento. Me imagino que volverá una semana tras otra buscándote.

«¿Y me encontrará? —me pregunté—. ¿Es ésta su forma de ofrecerme un empleo fijo?».

—Así fue como creé mi negocio —añadió—, sabiendo qué querían mis clientes incluso antes que ellos. Anticipándome a sus deseos. Envolviendo las flores antes de que entraran en la tienda, adivinando qué días vendrían con prisa y qué días querrían curiosear un poco y charlar. Creo que tú tienes ese don, esa clase de intuición. Si lo quieres.

—Sí, lo quiero —me apresuré a confirmar.

Entonces recordé aquellas palabras de Meredith: «Tienes que quererlo»; me las había dicho en la Casa de la Alianza y en muchas ocasiones más. «Tienes que querer ser una hija, una hermana, una amiga, una alumna», me había repetido una y otra vez. Yo no había querido ninguna de esas cosas, y ninguna de las promesas, amenazas o chantajes de Meredith habían conseguido alterar mi convicción. Pero, de pronto, sabía que quería ser florista. Quería pasarme la vida escogiendo flores para personas desconocidas, alternando día tras día entre el frío de la cámara y el chasquido de la caja registradora.

—Muy bien, pues te pagaré en negro —me propuso Renata—. Todos los domingos. Doscientos dólares por veinte horas de trabajo, y trabajarás siempre que yo te lo pida. ¿De acuerdo?

Asentí con la cabeza. Ella me tendió la mano y se la estreché.

A la mañana siguiente, Renata estaba esperándome en las puertas de cristal del mercado de flores. Miré la hora: ambas habíamos llegado pronto. La boda de ese día era pequeña: sólo cincuenta invitados, sentados a dos mesas largas, y sin cortejo nupcial. Deambulamos por el mercado buscando diferentes tonos de amarillo. Ésa había sido la única exigencia de la novia: quería flores que dieran luz, por si llovía. No llovía, pero el cielo estaba gris; debería haberse casado en junio.

—Su puesto está cerrado los domingos —comentó Renata mientras caminábamos, apuntando hacia el tenderete del florista misterioso.

Sin embargo, al acercarnos vimos una silueta con capucha, sentada en un taburete y apoyada contra la pared. Al verme, el joven se levantó y se inclinó hacia los cubos sin flores; su imagen se reflejó en los círculos lisos de agua. Del bolsillo de la sudadera sacó algo verde y delgado. Lo sostuvo en alto y me lo tendió.

Renata lo saludó al pasar por su lado. Yo sólo acusé su presencia alargando un brazo para agarrar lo que quería darme, pero sin levantar la vista del suelo. Después de doblar la esquina, cuando ya no podía verme, miré: unas hojas ovaladas, verde grisáceo, entre una maraña de ramitas color lima, y unas bayas traslúcidas y viscosas aferradas a las ramas como gotas de lluvia. El ramito me cabía exactamente en la palma de la mano.

Muérdago.

Supero todos los obstáculos.