Aunque no pudiera ver su silueta detrás del cristal, estaba segura de que Elizabeth me observaba desde la ventana. La puerta trasera seguía cerrada con llave. Temblando, vi cómo se ocultaba el sol. Me quedaban unos diez minutos, no más; luego tendría que buscar la cuchara a oscuras.
No era la primera ocasión en que me dejaban fuera. La primera vez yo contaba cinco años; tenía el estómago hinchado y vacío en una casa con demasiados niños y demasiadas botellas de cerveza. Sentada en el suelo de la cocina, observaba a una pequeña chihuahua blanca que se comía la cena que le habían puesto en un cuenco de cerámica. Me acerqué con cuidado, muerta de envidia. No tenía intención de quitarle la comida a la perra, pero cuando mi padre de acogida me vio con la cara a sólo unos centímetros del cuenco, me agarró por la nuca del suéter de cuello alto y me echó fuera. «Si te comportas como un animal, te trataré como a un animal», declaró. Una vez fuera, intenté absorber el calor de la casa pegada a la puerta corredera de cristal, al tiempo que observaba cómo la familia se preparaba para acostarse. No podía creer que fueran a dejarme allí toda la noche, pero lo hicieron. Temblaba de miedo y frío y pensaba en cómo se sacudía aquella perrita cuando se asustaba y en cómo le vibraban las orejas triangulares. Mi madre de acogida bajó al cabo de unas horas y me lanzó una manta por una de las altas ventanas de la cocina, pero no me abrió la puerta hasta el amanecer.
Ahora, sentada en los escalones de la casa, me comí la pasta y los tomates que tenía en los bolsillos mientras decidía si buscar la cuchara o no. Si la encontraba y se la daba a Elizabeth, quizá me hiciera dormir fuera de todas formas. Hacer lo que me ordenaban nunca había sido garantía de conseguir lo que me prometían. Pero antes de bajar había visto de pasada mi habitación y parecía más cómoda que aquellos escalones de madera astillada. Decidí intentarlo.
Deambulé lentamente por el jardín hasta llegar al sitio donde había tirado la cuchara. Me arrodillé bajo el almendro y busqué a tientas; metí las manos en la tupida maleza y me pinché con las espinas. Aparté tallos altos y desprendí pétalos de densos arbustos. Rompí hojas y ramas. Pero no la encontraba.
—¡Elizabeth! —grité, cada vez más frustrada.
En la casa no se oía nada.
La oscuridad estaba volviéndose espesa y pesada. El viñedo parecía extenderse en todas direcciones como un mar inexorable y de repente me entró miedo. Cogí con ambas manos el tronco de una mata y tiré con todas mis fuerzas; las espinas se me clavaron en las palmas. Arranqué la planta. Seguí arrancando todo lo que conseguía asir, hasta que el suelo quedó pelado. En medio de la tierra removida apareció la cuchara, que reflejaba la luz de la luna.
Me limpié las manos ensangrentadas en los pantalones, cogí la cuchara y corrí hacia la casa, tropezando, cayéndome y levantándome, pero sin soltar mi trofeo. Subí los escalones a toda prisa y golpeé repetidamente la puerta de madera con la cuchara de metal. La llave giró en la cerradura y Elizabeth apareció.
Nos quedamos un momento mirándonos en silencio, con dos pares de ojos muy abiertos que no parpadeaban; entonces lancé la cachara dentro de la casa con toda la fuerza de mi delgado brazo. Apunté a la ventana del fregadero de la cocina. La cuchara pasó volando a escasos centímetros de la oreja de Elizabeth, describió un arco y rebotó en la ventana antes de caer con estrépito en el fregadero de porcelana. Una de las botellitas azules se tambaleó en el borde de la repisa, cayó y se rompió.
—Ahí tienes tu cuchara —dije.
Elizabeth inspiró, controlándose a duras penas, y se abalanzó sobre mí. Sus dedos se me hincaron bajo las costillas y me transportó al fregadero, casi hasta meterme dentro. Me apretó contra el borde de la encimera de baldosas y me bajó la cara tan cerca de los cristales rotos que, por un instante, lo vi todo azul.
—Eso —señaló, acercándome aún más la cara a los cristales—, era de mi madre.
Me tenía inmovilizada, pero yo notaba cómo la ira iba acumulándose en sus dedos, amenazando con acercarme más a los cristales.
Me dio una sacudida y me apartó del fregadero de un empujón. Caí hacia atrás. Ella se quedó erguida, cerniéndose sobre mí, y esperé a recibir el bofetón de rigor. Era lo que necesitaba, una buena bofetada: Meredith volvería antes de que se me hubiera ido la marca y aquel nuevo experimento habría terminado. Me declararían inadoptable y Meredith dejaría de buscarme una familia; estaba preparada, más que preparada.
Pero Elizabeth bajó la mano y dio un paso atrás, separándose de mí.
—A mi madre no le habrías gustado —dijo. Me dio unos golpecitos con el pie para que me levantara—. Sube y acuéstate.
«Vaya —pensé decepcionada—, esto no se acaba aquí». Me invadió un temor palpable, denso y abrumador. No había ni la más remota posibilidad de que mi colocación en casa de Elizabeth se prolongara mucho y quería liquidar el asunto cuanto antes, a ser posible, sin pasar ni una sola noche allí. Di un paso hacia ella con la barbilla levantada en gesto desafiante, con la esperanza de que mi actitud provocadora la hiciera traspasar los límites.
Pero el momento ya había pasado. Elizabeth miraba más allá de mi cabeza y respiraba pausadamente.
Me di la vuelta con brusquedad, cogí una loncha de jamón de encima de la mesa y subí la escalera. La puerta de mi habitación estaba abierta. Me quedé un momento en el umbral, contemplando todo lo que sería temporalmente mío: los muebles de madera oscura, la alfombra redonda de color rosa y la lámpara de mesa con pantalla de cristal perlado. Todo parecía nuevo: el mullido edredón blanco y las cortinas a juego, la ropa pulcramente colgada en el armario y doblada formando montoncitos en los cajones de la cómoda. Me metí en la cama, mordisqueé el jamón, que tenía un sabor salado y metálico allí donde lo había tocado con las manos ensangrentadas. Entre mordisco y mordisco, me paraba y escuchaba.
Que yo recordara, había vivido en treinta y dos hogares y lo único que todos tenían en común era el ruido. Fuera: autobuses, frenazos, trenes estrepitosos. Dentro: peleas entre televisores, pitidos de microondas y calienta biberones, timbres de puerta y teléfono, palabrotas, chasquidos de pestillo. Y también los ruidos de los otros niños: bebés que lloraban, hermanos que chillaban al ser separados, el aullido de una ducha demasiado fría y los gemidos de la pesadilla de una compañera de habitación. Pero la casa de Elizabeth era diferente. Como el viñedo al aposentarse en el crepúsculo, el interior de la casa estaba en silencio. Por la ventana abierta sólo entraba un débil y agudo rumor. Me recordó al zumbido de la electricidad en los cables, pero, como estaba en el campo, imaginé que procedía de algo natural: una cascada, quizá, o un enjambre de abejas.
Entonces oí que Elizabeth subía la escalera. Me cubrí hasta la cabeza con el edredón y me tapé los oídos para no escuchar sus pasos. Me sobresalté al notar que se sentaba con cuidado en el borde de mi cama. Aparté un poco las manos de mis orejas, aunque no me destapé la cara.
—Yo tampoco le gustaba a mi madre —susurró Elizabeth con tono dulce, de disculpa.
Tuve la tentación de asomarme por debajo del edredón; aquella voz amortiguada sonaba tan diferente de la que me había retenido contra el fregadero que, por un instante, pensé que no era la de Elizabeth.
—Al menos tenemos eso en común. —Y al decirlo apoyó una mano en la parte baja de mi espalda.
Me aparté de ella, apretando el cuerpo contra la pared de la cama; el trozo de jamón se me pegó a la cara. Elizabeth siguió hablando: me contó del nacimiento de su hermana mayor, Catherine, y de los siete años de abortos y partos de niños muertos que siguieron, cuatro bebés en total, todos niños.
—Cuando nací yo, mi madre pidió a los médicos que me llevaran. Yo no lo recuerdo, pero mi padre me contó que fue mi hermana, que sólo era siete años mayor, la que me alimentó, me bañó y me vistió hasta que fui capaz de hacerlo por mí misma.
Siguió hablando, describiendo la depresión de su madre y la devoción con que su padre se dedicaba a cuidarla. Me contó que, antes de aprender a hablar, había aprendido dónde colocar los pies exactamente al andar de puntillas por los pasillos para evitar que crujieran los viejos tablones del suelo. A su madre no le gustaba el ruido, ningún ruido.
Yo la escuchaba. Me interesaba la emoción de su voz; casi nunca me habían hablado como si yo fuera capaz de comprender la experiencia de otra persona. Tragué un trocito de jamón.
—Era culpa mía —continuó Elizabeth—. La enfermedad de mi madre. Eso no me lo ocultaba nadie. Mis padres no querían tener otra hija; se decía que las niñas carecían de las papilas gustativas necesarias para distinguir una uva de vino madura. Pero yo les demostré que se equivocaban.
Me dio unas palmaditas en la espalda y comprendí que había terminado de hablar. Me comí el último trozo de jamón.
—¿Te ha gustado el cuento de esta noche? —preguntó.
En medio del silencio reinante, su voz sonó demasiado alta, fingiendo un optimismo que ella no sentía.
Saqué la nariz de debajo del edredón y respiré.
—No mucho —contesté.
Elizabeth rio con una brusca exhalación.
—Creo que tú también puedes demostrar que los demás se equivocan, Victoria. Tú no eres lo que haces. Tu comportamiento es una elección.
Pensé que, si de verdad lo creía, el futuro le depararía muchas decepciones.