Me guardé el billete de cinco dólares de la florista en el sujetador y di un paseo por el distrito de Mission. Todavía era temprano y en el barrio había abiertos más bares que cafeterías. En la esquina de la calle Veinticuatro con Alabama, entré en una cafetería y pasé dos horas comiendo donuts y esperando a que abrieran las tiendecitas de Valencia Street. A las diez conté el dinero que me quedaba —un dólar con ochenta y siete— y caminé hasta encontrar una tienda de telas. Compré medio metro de cinta de raso blanca y un alfiler con cabeza de perla.
Cuando regresé a McKinley Square ya era casi mediodía y me metí en mi jardín sin hacer ruido, pisando el césped. Temía que aquella pareja siguiera tumbada sobre mis flores, pero ya se habían ido. Lo único que quedaba era la huella de la espalda del chico sobre mi helenio y la botella de tequila sobresaliendo de un arbusto tupido.
Sólo tenía una oportunidad. Estaba convencida de que la florista necesitaba ayuda: se la veía pálida y tenía la cara surcada de arrugas, como Elizabeth las semanas antes de la vendimia. Me contrataría si lograba convencerla de mis aptitudes. Con el dinero que ganara, alquilaría una habitación con una puerta que pudiera cerrarse con llave y cuidaría de mi jardín sólo durante el día, cuando pudiera vigilar si se acercaban desconocidos.
Sentada bajo un árbol, me puse a analizar mis opciones. Las flores de otoño estaban en todo su esplendor: verbenas, solidagos, crisantemos y rosas de floración tardía. Los jardines de flores que adornaban el parque, bien cuidados, tenían varias capas de plantas y flores con textura, pero muy poco color.
Me puse a trabajar teniendo en cuenta la altura, la densidad, la textura y las diferentes fragancias, retirando los pétalos estropeados mediante cuidadosos pellizcos. Cuando terminé, unos crisantemos blancos emergían en espiral de un cojín de verbena blanca como la nieve, mientras unos racimos de pálidas rosas trepadoras bordeaban el ramillete y pendían de él. Retiré todas las espinas. El ramo era blanco como un vestido de novia y hablaba de oraciones, verdades y un corazón enajenado, pero eso nadie tenía por qué saberlo.
La mujer estaba cerrando la tienda cuando llegué. Todavía no era mediodía.
—Si buscas otros cinco dólares, llegas tarde —comentó, señalando la furgoneta con la cabeza. Estaba llena de pesados arreglos florales—. Me habría venido bien tu ayuda.
Le mostré mi ramo.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Mi experiencia —contesté, ofreciéndole las flores.
Olió los crisantemos y las rosas; luego metió un dedo entre la verbena y se examinó la yema. Limpia. Echó a andar hacia su furgoneta y me indicó que la siguiera.
De la parte trasera del vehículo cogió un ramillete de rosas blancas, rígidas, muy apretadas y atadas con una cinta de raso rosa. Puso los dos ramos uno al lado del otro. No había comparación. Me lanzó las rosas blancas y yo las atrapé con una sola mano.
—Llévalas a Spitari’s, al final de la calle. Pregunta por Andrew y dile que te he enviado yo. Te dará de comer a cambio de las flores.
Asentí con la cabeza y ella subió a la furgoneta.
—Me llamo Renata. —Encendió el motor—. Si quieres trabajar el sábado que viene, ven a las cinco de la mañana. Si llegas aunque sólo sea un minuto tarde, me iré sin ti.
Me dieron ganas de correr calle abajo, invadida por una intensa sensación de alivio. Poco importaba que sólo me hubieran prometido un día de trabajo, ni que con el dinero que ganara seguramente sólo me alcanzaría para alquilar una habitación unas pocas noches. Ya era algo. Y si demostraba mi valía, la florista volvería a invitarme. Me quedé de pie en la acera, sonriendo y moviendo los dedos de los pies.
Renata arrancó; entonces detuvo la furgoneta y bajó la ventanilla.
—¿Cómo te llamas?
—Victoria —respondí, levantando la cabeza y reprimiendo una sonrisa—. Victoria Jones.
Ella asintió y se alejó.
El sábado siguiente llegué a Bloom poco después de medianoche. Me había quedado dormida en mi jardín con la espalda apoyada en una secuoya, montando guardia, y desperté de golpe al oír risas que se acercaban. Esta vez era un grupo de jóvenes borrachos. El que pasó más cerca de mí, un chico grandullón, con pelo largo, me sonrió como si fuéramos dos amantes que se encuentran en el lugar acordado. Esquivé su mirada, fui con paso ligero hasta la farola más cercana y bajé por la colina hasta la floristería.
Mientras esperaba, me apliqué desodorante y fijador de pelo; luego me puse a dar vueltas a la manzana, obligándome a permanecer despierta. Cuando vi aparecer por la calle la furgoneta de Renata, me había mirado en dos ocasiones en los retrovisores de coches aparcados y me había arreglado la ropa tres veces. Pese a todas esas precauciones, sabía que empezaba a tener el aspecto y el olor de una vagabunda.
Renata paró la furgoneta, quitó el seguro de la puerta del pasajero y me indicó que subiera. Me senté tan lejos como pude de ella, y cuando cerré la puerta, ésta repiqueteó contra mi flaca cadera.
—Buenos días —saludó—. Llegas puntual.
Cambió de sentido y recorrió la calle vacía por donde había venido.
—¿Es demasiado temprano para que me des los buenos días? —preguntó.
Asentí y me froté los ojos, fingiendo que acababa de despertarme. En silencio, dimos la vuelta a una rotonda. Renata se pasó la salida y tuvimos que dar otra vuelta entera.
—Me parece que para mí también es un poco temprano —comentó.
Recorrió las calles de sentido único detrás de Market hasta un abarrotado aparcamiento.
—No te separes de mí —me previno, bajando de la furgoneta para entregarme unos cubos vacíos—. Ahí dentro hay mucha gente y no puedo perder el tiempo buscándote. Hoy tengo una boda a la una; hay que entregar las flores antes de las diez. Por suerte sólo son girasoles, no nos llevará mucho tiempo arreglarlos.
—¿Girasoles? —pregunté, sorprendida.
Falsas riquezas. «No sería la flor que yo elegiría para mi boda», pensé, y a continuación miré al cielo, tan absurda sonaba «mi boda».
—Ya lo sé, no es temporada —dijo Renata—. Pero en el mercado de flores siempre puedes encontrar de todo, y cuando las parejas me ofrecen dinero, no me quejo.
Se abrió paso a empujones para entrar y yo la seguí de cerca, encogiéndome cuando los cubos, los codos y los hombros me rozaban.
El mercado de flores era una especie de cueva hueca y sin ventanas, de techo metálico y suelo de cemento. La artificiosidad de aquel mar de flores, lejos de la tierra y la luz, me puso los nervios de punta. Había puestos rebosantes de flores de temporada, como las que crecían en mi jardín secreto, aunque cortadas y expuestas en ramos. Otros vendedores exhibían flores tropicales, orquídeas e hibiscos y plantas exóticas cuyos nombres yo desconocía, procedentes de invernaderos a cientos de kilómetros de distancia. Arranqué una pasionaria al pasar y me la puse en la cinturilla de la falda.
Renata hojeaba los girasoles como si fueran páginas de un libro. Regateó un poco, se alejó y luego regresó. Me pregunté si sería norteamericana de nacimiento o si habría crecido en un lugar donde era habitual regatear. Conservaba restos de un acento que no lograba identificar. Otros compradores se acercaban, pagaban con billetes o tarjetas de crédito y se marchaban con sus cubos llenos de flores. Pero Renata seguía discutiendo. Los vendedores parecían acostumbrados a ella y regateaban sin mucho entusiasmo. Daba la impresión de que sabían que al final ganaría ella, y así fue. Metió en mis cubos unos manojos de girasoles, con tallos de tres palmos de largo, y se dirigió con premura hacia el siguiente puesto.
Cuando la alcancé, tenía en las manos docenas de calas goteantes, de pétalos enrollados y prietos de color rosa y naranja. El agua que resbalaba por sus tallos le mojaba las finas mangas de la blusa y, al ver que me acercaba, me lanzó las flores. Sólo la mitad entraron en mi cubo vacío; me agaché lentamente para recoger las que habían caído al suelo.
—Es su primer día —explicó Renata al vendedor—. Todavía no entiende por qué tengo tanta prisa. Dentro de un cuarto de hora ya no te quedarán calas.
Metí la última flor en el cubo y me levanté. El florista vendía docenas de variedades de calas: Stargazer, imperial, Casablanca y lirio tigre. Limpié con el dedo una mota de polen caído sobre el pétalo de una Stargazer abierta mientras escuchaba a Renata, que negociaba el precio de las flores. Ofrecía cifras muy inferiores a las que pagaban otros clientes, sin apenas detenerse para esperar una respuesta, hasta que de pronto paró: el vendedor había cedido. Levanté la cabeza.
Renata sacó su monedero y agitó un delgado fajo de billetes ante la cara del vendedor, pero él no los cogió. Me miraba a mí. Sus ojos se deslizaron de mi melena enmarañada a mi cara, revolotearon alrededor de mis clavículas y calentaron mis brazos cubiertos hasta detenerse en el polen marrón y húmedo de mis pezones. Sentí su mirada como una invasión. Apreté el asa del cubo que sostenía y se me pusieron los nudillos blancos.
La mano de Renata agitó con impaciencia el dinero, invadiendo aquel silencio estancado.
—Ten, chico.
El joven alargó una mano para coger los billetes, aunque no interrumpió la insolente exploración de mi cuerpo. Siguió descendiendo por las diversas capas de mi falda, examinó el trozo de pierna visible entre mis calcetines y mis mallas.
—Ésta es Victoria —añadió Renata señalándome con la mano. Hizo una pausa, como si esperara a que el florista se presentara, pero no lo hizo.
El joven volvió a mirarme a la cara. Nuestros ojos se encontraron. Los suyos tenían algo inquietante, un destello de reconocimiento que atrajo mi atención. Tuve la impresión de que se trataba de una persona que había luchado tanto como yo, aunque de forma diferente. Calculé que era unos cinco años mayor que yo. Su cara tenía el aspecto arrugado y gastado de un jornalero. Imaginé que debía de haber plantado, cuidado y recogido las flores él mismo. Quizá por eso tenía un cuerpo delgado y musculoso, y mientras lo examinaba no se encogió ni sonrió. Su piel aceitunada debía de estar salada. Esa idea hizo que mi corazón se acelerara a causa de algo relacionado con la ira, una emoción que no reconocí, pero que encendió el centro de mi cuerpo. Me mordí la mejilla y dirigí de nuevo los ojos a su cara.
El joven cogió un lirio tigre naranja de un cubo.
—Toma, reina —dijo, ofreciéndomela.
—No. No me gustan las calas. —«Y no soy ninguna reina», pensé.
—Pues deberían gustarte —repuso—. Te sientan bien.
—Y tú, ¿cómo sabes lo que me sienta bien? —Sin pensarlo, le di un manotazo a la flor que él aún sostenía. Seis pétalos puntiagudos se desprendieron y cayeron al suelo. Renata aspiró entre los dientes.
—No lo sé —admitió el joven.
—Ya decía yo. —Balanceé el cubo lleno de flores, dispersando el calor que irradiaba de mi cuerpo. Al mover los brazos me di cuenta de que me temblaban.
Me volví hacia Renata.
—Ve fuera —me ordenó, señalando la salida.
Esperé a que dijera algo más, muerta de miedo ante la posibilidad de que me despidieran allí mismo una hora después de haber estrenado mi primer empleo. Pero Renata tenía la vista fija en la cola que se estaba formando en el siguiente puesto. Cuando volvió la cabeza y vio que no me había movido del sitio, arrugó el entrecejo en gesto de confusión.
—¿Qué te pasa? —preguntó—. Sal y espérame junto a la furgoneta.
Me dirigí a la salida abriéndome paso entre la muchedumbre. Me dolían los brazos del peso del cubo lleno, pero recorrí todo el aparcamiento sin detenerme. Cuando llegué junto al vehículo de Renata, dejé el cubo y me senté exhausta en el duro cemento.