5

El baño estaba preparado. Me hizo sentir incómoda pensar que Elizabeth ya sabía que llegaría sucia.

—¿Necesitas que te ayude? —me preguntó.

—No. —La bañera era de un blanco reluciente y el jabón, en un platillo metálico, estaba rodeado de conchas marinas.

—Pues baja cuando te hayas vestido, y date prisa.

Había ropa limpia preparada para mí encima del tocador blanco de madera.

Esperé a que se marchara, intenté cerrar la puerta con pestillo y vi que lo habían quitado. Cogí la silla del tocador y la coloqué contra el picaporte, de modo que, al menos, la oyera llegar. Me desnudé tan aprisa como pude y me sumergí en el agua caliente.

Cuando más tarde bajé, Elizabeth estaba sentada a la mesa de la cocina, ante un plato intacto y con la servilleta sobre el regazo. Me había puesto la ropa que ella me había comprado: blusa blanca y pantalones amarillos. Me miró de arriba abajo y, sin duda, se fijó en lo grande que me iba todo. Me había remangado la cintura y el dobladillo de los pantalones, pero aun así me colgaban tanto que se me habrían visto las bragas si la camisa no hubiera sido tan larga. Era más baja que la mayoría de las niñas de mi clase de tercero y ese verano había adelgazado dos kilos.

Cuando le expliqué a Meredith por qué había perdido peso, me llamó mentirosa, pero de todas formas me sacó de la casa de acogida y se abrió una investigación oficial. El juez escuchó mi versión y luego a la señora Tapley. «No admitiré que se me tilde de delincuente por negarme a satisfacer las exigencias de una cría quisquillosa», había escrito en su declaración. El juez manifestó que la verdad debía de estar en algún punto medio y me lanzó una mirada severa y acusadora. Pero se equivocaba. La señora Tapley mentía. Yo tenía más defectos de los que Meredith habría podido enumerar en un informe judicial, pero no era quisquillosa con la comida.

Durante todo junio, la señora Tapley me había hecho demostrarle el hambre que tenía. Empezó el mismo día que llegué a la casa de acogida, el día después de terminar el curso escolar. Me ayudó a poner mis cosas en mi nueva habitación y me preguntó, con una voz lo bastante amable para despertar mis sospechas, cuál era la comida que más me gustaba y cuál la que menos. Pero contesté de todas formas, porque tenía hambre: la pizza y los guisantes congelados. Esa noche, para cenar, me sirvió un plato de guisantes, todavía congelados. Dijo que si de verdad tenía hambre me los comería. Me levanté de la mesa. La señora Tapley cerraba la nevera y todos los armarios de la cocina con candado.

Durante dos días sólo salí de mi habitación para ir al cuarto de baño. El olor a comida se filtraba por debajo de mi puerta a intervalos regulares; sonaba el teléfono y el volumen del televisor subía y bajaba. La señora Tapley no vino a verme. Pasadas veinticuatro horas, llamé a Meredith, pero mis acusaciones eran tan frecuentes que no me devolvió la llamada. La tercera noche, cuando bajé a la cocina, estaba sudando y temblando. La señora Tapley vio cómo intentaba apartar la pesada silla de la mesa con mis débiles brazos. Al final desistí y deslicé el delgado cuerpo por el hueco que quedaba entre la mesa y la silla. Los guisantes del plato estaban arrugados, encogidos y duros. La señora Tapley me miró con odio mientras en una sartén chisporroteaba grasa, y me soltó un sermón sobre los niños adoptivos que comían en exceso debido a que estaban traumatizados. «La comida no es para consolarse», dijo mientras yo me metía el primer guisante en la boca. Enrosqué la lengua y lo empujé hacia mi garganta como si fuera una piedra. Tragué y me comí otro, y otro, contando cada uno a medida que descendía. El olor a grasa y algo más friéndose me animaba a seguir. Treinta y seis. Treinta y siete. Después del guisante treinta y ocho, los vomité todos en el cuenco. «Vuelve a intentarlo», me ordenó, señalando los guisantes a medio digerir. Se sentó en un taburete, sacó una carne humeante de la sartén y empezó a comérsela mientras me observaba. Volví a intentarlo. Así transcurrieron varias semanas, hasta que Meredith vino a hacerme la visita mensual; era así como había adelgazado.

Elizabeth sonrió al verme entrar en la cocina.

—Eres muy guapa —exclamó, sin intentar disimular su sorpresa—. Era difícil verlo, con tanto kétchup. ¿Te encuentras mejor?

—No —respondí, aunque no era verdad.

No recordaba la última casa donde me habían dejado usar la bañera; Jackie tal vez tuviera una en el piso de arriba, pero a las niñas no nos dejaban subir al segundo piso. Antes había habido una serie de pequeños apartamentos, cuyas estrechas duchas estaban abarrotadas de productos de belleza y capas de moho. Aquel baño caliente me había sentado bien, pero ahora, mirando a Elizabeth, me pregunté qué precio tendría que pagar por él.

Cogí una silla y la acerqué a la mesa. La comida que tenía delante habría alcanzado para alimentar a una familia de seis miembros. Platos de pasta, gruesas lonchas de jamón, tomates cherry, manzanas verdes, queso en lonchas, hasta una cuchara llena de mantequilla de cacahuete sobre una servilleta blanca. Había tanta comida que no podía abarcarla con la mirada. El corazón me latía con fuerza; metí los labios hacia dentro y los apreté. Elizabeth iba a obligarme a comer todo lo que había en la mesa. Y por primera vez desde hacía meses, no tenía hambre. La miré, esperando la orden.

—Comida para niños —anunció, señalando la mesa con timidez—. ¿Qué tal lo he hecho?

No contesté.

—Supongo que no tendrás hambre —añadió al ver que no pensaba responder—. No si he de hacerle caso a tu camisón para imaginar cómo has pasado la tarde.

Dije que no con la cabeza.

—Pues entonces come sólo lo que te apetezca —propuso—. Pero quédate en la mesa hasta que yo haya terminado.

Suspiré, momentáneamente aliviada. Encima de mi plato de pasta había un ramito de flores blancas, atado con una cinta azul lavanda. Observé los delicados pétalos antes de apartarlo de un manotazo, pues acudieron a mi mente historias que había oído contar a otros niños, historias de envenenamientos y hospitalizaciones. Miré alrededor para ver si las ventanas estaban abiertas, por si necesitaba huir. En aquella habitación de armarios de madera blancos y electrodomésticos antiguos sólo había una ventana: un pequeño cuadrado encima del fregadero, con una hilera de botellitas azules de cristal en el alféizar. Estaba bien cerrada.

Señalé las flores.

—No puedes envenenarme, ni darme medicamentos que yo no quiera, ni pegarme aunque me lo merezca. Son las normas. —La miré con odio desde el otro lado de la mesa, confiando en que captara mi amenaza. Había denunciado a más de una persona por pegarme.

—Si pretendiera envenenarte, te daría dedalera, hortensia o quizá anémona, según el dolor que quisiera infligirte y el mensaje que quisiera transmitirte.

La curiosidad pudo más que mi mala disposición.

—¿De qué estás hablando?

—Estas flores se llaman pamplinas —me explicó—. Y significan bienvenida. Ofreciéndote un ramillete de pamplinas te estoy dando la bienvenida a mi casa y a mi vida. —Enrolló un poco de pasta con mantequilla en el tenedor y me miró a los ojos. Su expresión carecía de humor.

—A mí me parecen margaritas —objeté—. Y sigo pensando que son venenosas.

—No son venenosas y no son margaritas. ¿Ves que sólo tienen cinco pétalos y que parece que tengan diez? Cada par de pétalos está conectado en el centro.

Cogí el ramillete y examiné las corolas blancas. Los pétalos se juntaban antes de conectarse con el tallo y cada pétalo tenía forma de corazón.

—Es una característica del género Stellaria —continuó Elizabeth al ver que la había entendido—. «Margarita» es un nombre común y abarca muchas familias diferentes, pero las típicas flores que llamamos margaritas tienen más pétalos y cada pétalo está separado de los otros. Es importante saber diferenciarlas para no confundir el significado. Las margaritas simbolizan la inocencia, que no tiene nada que ver con la bienvenida.

—No sé de qué me hablas —dije.

—¿Has acabado de comer? —me preguntó dejando su tenedor en el plato. Yo sólo había comido un poco de jamón, pero asentí con la cabeza—. Pues ven conmigo y te lo explicaré.

Elizabeth se levantó y se dio la vuelta para cruzar la cocina. Me metí un puñado de pasta en un bolsillo y vacié el cuenco de tomatitos en el otro. Ella se paró ante la puerta trasera, pero no se volvió. Me subí los calcetines y me metí debajo las lonchas de queso. Antes de levantarme de la silla cogí la cuchara de mantequilla de cacahuete, y la lamí lentamente mientras seguía a Elizabeth. Bajamos los cuatro peldaños de madera que conducían a un extenso jardín.

—Te hablo del lenguaje de las flores —aclaró—. Tiene su origen en la era victoriana (de Victoria, como tu nombre), cuando la gente se comunicaba a través de las flores. Si un hombre le regalaba a una joven un ramo de flores, ella volvía presurosa a su casa e intentaba descodificarlo, como si fuera un mensaje secreto. Las rosas rojas significan amor, las amarillas, infidelidad. Los hombres tenían que elegir con cuidado las flores que regalaban.

—¿Qué es infidelidad? —pregunté mientras avanzábamos por un sendero; había rosas amarillas por todas partes.

Elizabeth se paró y adoptó una expresión triste. Al principio creí que le había molestado algo que yo había dicho, pero entonces me fijé en que no me miraba a mí, sino a las rosas. Me pregunté quién las habría plantado.

—Significa tener amigos. Amigos secretos —dijo por fin—. Amigos que no deberías tener.

No entendí su definición, pero ella ya había echado a andar por el camino. Alargó un brazo y me quitó la cuchara de mantequilla para que la siguiera. Recuperé la cuchara y la seguí por la vereda.

—Hay romero, que significa recuerdo. Estoy citando a Shakespeare; ya lo leerás cuando vayas al instituto. Y hay aguileña, abandono, acebo, previsión, lavanda, desconfianza.

Tomamos una desviación del sendero y Elizabeth se agachó para sortear una rama baja. Me terminé la mantequilla de un lento lametazo, tiré la cuchara entre los arbustos y salté para colgarme de la rama y columpiarme, pero la rama no cedió.

—Eso es un almendro. Sus flores son un símbolo de indiscreción, pero eso no te interesa. Aunque es un árbol bonito —añadió—, y siempre he creído que sería un sitio ideal para construir una cabaña. Le pediré a Carlos que te construya una.

—¿Quién es Carlos? —pregunté, y salté al suelo. Elizabeth había seguido caminando y fui dando brincos hasta alcanzarla.

—El capataz. Vive en la caravana que hay entre los dos cobertizos, pero esta semana no lo conocerás porque se ha llevado a su hija de acampada. Perla tiene nueve años, como tú. Ella cuidará de ti cuando empiece la escuela.

—No pienso ir a la escuela —repuse, esforzándome en seguir su ritmo.

Elizabeth había llegado al centro del jardín y volvía hacia la casa. Seguía señalando plantas y recitando significados, pero iba demasiado deprisa para mí. Empecé a correr y la alcancé justo cuando llegaba ante los escalones del porche trasero. Se agachó para que nuestros ojos quedaran a la misma altura.

—Empezarás las clases dentro de una semana, el lunes —dijo—. Cuarto grado. Y no entrarás en la casa hasta que me traigas mi cuchara.

Se dio la vuelta, entró en la cocina y cerró la puerta con llave.