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De la fábrica de cerveza que había al pie de la colina ascendía día y noche una columna de vapor que parecía humo. Mientras desherbaba, veía extenderse aquella masa blanca, y esa imagen infundía una pizca de desesperación a mi complacencia.

Noviembre no es un mes frío en San Francisco y McKinley Square estaba tranquilo. Mi jardín sobrevivió al trasplante, con excepción de una amapola mexicana muy sensible, y durante las primeras veinticuatro horas imaginé que podría contentarme con llevar una vida anónima, escondida entre los árboles. Mientras trabajaba, aguzaba el oído, preparada para echar a correr en cuanto oyera pasos, pero nadie se apartó de aquella extensión de césped, ningún curioso se asomó al bosquecillo donde yo estaba agachada. Hasta el parque infantil se hallaba vacío, excepto un cuarto de hora antes de que abrieran los colegios, cuando los niños, vigilados de cerca, se columpiaban un poco (una, dos, tres veces) antes de seguir colina abajo. Al tercer día ya era capaz de relacionar las voces de los niños con sus nombres. Sabía quién escuchaba a su madre (Genna), a quién adoraba su maestra (Chloe) y quién preferiría que la enterraran viva en el cajón de arena antes que soportar otro día de clase (Greta, la pequeña Greta; si mis ásteres hubieran tenido flores, le habría dejado un ramillete en el cajón de arena, por la desconsolada voz con que suplicaba a su madre que le permitiera quedarse). Las familias no me veían y yo no las veía a ellas, pero a medida que transcurrían los días empecé a esperar sus visitas. Pasaba las primeras horas de la mañana pensando a qué niña me habría parecido más si hubiera tenido una madre que me hubiera acompañado al colegio todos los días. Me imaginaba obediente en lugar de desafiante, sonriente en lugar de huraña. Me preguntaba si también me habrían gustado las flores, si habría anhelado tanto la soledad. Las preguntas, que no tenían respuesta, se arremolinaban como el agua alrededor de las raíces de mis geranios silvestres, que yo regaba a menudo y abundantemente.

Cuando el hambre se hacía insoportable, subía a un autobús que me llevaba a Marina, Fillmore Street o Pacific Heights. Iba a las tiendas de delicatessen más sofisticadas, me plantaba ante los mostradores de mármol reluciente y probaba una aceituna, una loncha de beicon canadiense, un trozo de Havarti. Hacía las preguntas que habría hecho Elizabeth: ¿Qué aceite de oliva era virgen? ¿De cuándo eran el atún, el salmón, el lenguado? ¿Eran dulces las primeras naranjas sanguinas de la temporada? Aceptaba las muestras que me ofrecían, fingía indecisión. Entonces, cuando el dependiente se volvía para atender a otro cliente, me iba tan campante.

Después, con el hambre apenas mitigada, recorría las colinas buscando plantas para añadir a mi jardín, cada vez más extenso. Registraba tanto jardines privados como parques públicos y me colaba bajo pérgolas de campanillas y pasionarias. En las raras ocasiones en que encontraba una planta que no lograba identificar, robaba un tallo, me lo llevaba a un restaurante abarrotado y esperaba a que algún cliente se marchara para ocupar su sitio en la mesa. Sentada ante platos abandonados de lasaña o risotto a medio comer, metía el tallo en un vaso de agua; el debilitado cuello verde colgaba del borde del vaso. Mientras saboreaba la comida a bocados pequeños, hojeaba mi guía de campo, examinaba las diversas partes de la planta y respondía metódicamente a mis propias preguntas: ¿Pétalos numerosos o inapreciables? ¿Hojas lanceoladas, que salen unas de otras, o acorazonadas? ¿Planta con abundante jugo lechoso, con ovario colgando a un lado de la flor, o sin jugo lechoso, con ovario erecto? Tras deducir la familia de la planta y memorizar su nombre común y científico, ponía la flor entre las hojas del libro y miraba alrededor en busca de otro plato medio vacío. Pero nunca lo encontraba.

Una de las primeras noches no pude dormir. Tenía un nudo en el estómago y por primera vez mis flores no me reconfortaban. Sus oscuras siluetas eran, más bien, un recordatorio del tiempo que había tenido para buscar un empleo, del tiempo que me habían dado para empezar una nueva vida. Me cubría con la manta hasta la cabeza y cerraba los ojos, entrando y saliendo del duermevela, y me negaba a pensar qué iba a hacer cuando llegara el día siguiente, o el otro.

De pronto, en plena noche, desperté sobresaltada al percibir un fuerte olor a tequila. Abrí los ojos de golpe. La mata de brezo que había trasplantado de un callejón de Divisadero tendía sus brazos pinchudos sobre mi cabeza. Entre los brotes nuevos y las flores con forma de campanilla, vi la silueta de un hombre que se agachaba y arrancaba un tallo de mi helenio. Al hacerlo, inclinó su botella de tequila y el alcohol se derramó sobre el arbusto bajo el que estaba escondida. Detrás del hombre, una jovencita estiró el brazo y cogió la botella. Se sentó en el suelo, de espaldas a mí, y miró al cielo.

El hombre se incorporó con la flor en la mano y a la luz de la luna aprecié que era joven, demasiado joven para estar bebiendo, incluso demasiado joven para estar fuera de casa a esas horas. Era un adolescente. Pasó los pétalos por la coronilla de la chica y por su mejilla.

—Una margarita para mi amor —dijo, tratando de imitar un acento sureño. Estaba borracho.

—Eso es un girasol, zoquete —repuso la chica, riendo.

Su coleta, atada con una cinta a juego con su camisa y su falda plisada, se movió arriba y abajo. Cogió la flor y la olió. A la pequeña corola naranja le faltaban la mitad de los pétalos; la muchacha arrancó los que restaban hasta que sólo quedó el centro, despojado y vulnerable bajo el cielo nocturno, y entonces lo lanzó hacia el bosque.

El adolescente se sentó a su lado. Olía a sudor, enmascarado con colonia de supermercado. La chica tiró la botella vacía a los matorrales y se volvió hacia él.

Sin demora, el chico empezó a besuquearle el rostro haciendo unos ruidos babosos, mientras la acariciaba por debajo de la camisa. Le introdujo la lengua en la boca y creí que ella vomitaría, pero no: soltó un gemido y lo agarró por el cabello grasiento. Se me revolvió el estómago y un trozo de salami ascendió por mi garganta. Me tapé la boca con una mano y los ojos con la otra, pero aun así los oía. Al besarse hacían unos ruidos húmedos y voraces tan nítidos que era como si unos dedos insaciables se pasearan por mis labios, mi cuello, mis pechos.

Me acurruqué hasta formar un ovillo y el lecho de hojas crujió bajo mi cuerpo. La pareja siguió besándose.

* * *

A la mañana siguiente, desde la parada del autobús vi a una mujer alta con un cubo lleno de tulipanes blancos abriendo una pequeña floristería. Accionó el interruptor de la luz y un letrero que rezaba «Bloom» se iluminó detrás del escaparate. Crucé la calle y me acerqué a ella.

—No es temporada —observé, señalando los tulipanes.

La mujer arqueó las cejas.

—Ya. Pero a las novias no les importa. —Dejó el cubo y me miró, como si esperara un comentario por mi parte.

Me acordé de los amantes enredados bajo mi brezo. Se habían derrumbado más cerca de mí de lo que yo esperaba y, antes de poder ubicarlos en los arbustos, le había pisado un omóplato al chico. Ninguno de los dos se había movido. La chica tenía los labios apoyados en el cuello de él como si se hubiera desmayado en pleno beso; él tenía la barbilla levantada y la cabeza hundida en una maraña de helenio, como extasiado. En un instante, mi ilusión de seguridad y soledad se había desvanecido.

—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó la mujer, y se pasó las manos por el pelo, canoso y de punta.

Entonces recordé que había olvidado ponerme fijador; confiaba en no tener hojas enganchadas. Antes de hablar, sacudí la cabeza con timidez.

—¿Por casualidad necesita una empleada?

Me miró de arriba abajo.

—¿Tienes experiencia?

Paseé la punta del pie por una grieta del suelo de cemento y repasé mentalmente mi experiencia. Tarros de mermelada llenos de cardos y púas de aloe pegadas con cinta aislante no eran gran cosa en el mundo de los arreglos florales. Podía recitar nombres científicos y la historia de las diversas familias de plantas, pero dudaba que eso la impresionara. Sacudí la cabeza.

—No —admití.

—Pues entonces, lo siento.

Volvió a mirarme y su mirada me pareció tan intensa como la de Elizabeth. Se me hizo un nudo en la garganta y me sujeté la enagua de manta marrón temiendo que se soltara y cayera alrededor de mis pies.

—Si me descargas la furgoneta, te doy cinco dólares —ofreció.

Me mordí el labio y asentí con la cabeza.

«Deben de ser las hojas que llevo en el pelo», pensé.