3

Meredith salió de Sunset Boulevard y bajó lentamente por Noriega leyendo los letreros de las calles. El coche que teníamos detrás tocó la bocina, impaciente.

No había parado de hablar desde Fell Street, y la lista de motivos por los que mi supervivencia parecía improbable se extendía de una punta a otra de San Francisco: no tenía título de bachiller, ni motivaciones, ni red de apoyo, ni habilidad social alguna. Me preguntó cuál era mi plan, exigiéndome que pensara en la auto-suficiencia.

No le hice caso.

Nuestra relación no siempre había sido tan mala. De pequeña, yo me empapaba de su optimismo parlanchín; sentada en el borde de una cama, dejaba que me cepillara el fino cabello castaño oscuro y me hiciera una trenza que ataba con una cinta antes de presentarme como un regalo a unos nuevos padres. Pero, a medida que pasaban los años y una familia tras otra me devolvía, su optimismo fue enfriándose. El cepillo del pelo, antes suave, me daba tirones y se paraba y arrancaba al ritmo de sus sermones. La descripción de cómo debía comportarme se alargaba con cada cambio de familia, y el modelo que me presentaba distaba cada vez más de la niña que era yo. Meredith tenía una lista de mis defectos en su libreta de valoraciones y se los recitaba al juez como si fueran delitos. Distante. Irascible. Hermética. Impenitente. Yo recordaba cada una de las palabras con que me definía.

No obstante, pese a sus frustraciones, Meredith se había quedado mi caso. Se había negado a derivarlo de la sección de adopciones a otro departamento, incluso cuando un juez cansado le sugirió, el verano que cumplí ocho años, que quizá ella ya hubiera hecho por mí todo lo que estaba en su mano. Meredith refutó esa afirmación sin vacilar. Por un instante me dejé llevar por el optimismo y creí que su reacción surgía de un cariño oculto hacia mí, pero entonces la miré y vi que se sonrojaba. Meredith había sido mi asistenta social desde mi nacimiento; si me declaraban un fracaso, por extensión también sería su fracaso.

Paramos delante de la Casa de la Alianza, un edificio de color melocotón, con tejado plano y fachada estucada, en una hilera de casas de color melocotón, con tejado plano y fachada estucada.

—Tres meses —dijo Meredith—. Quiero oír cómo lo dices, quiero saber que lo entiendes. Tres meses de alquiler gratis; luego pagas o te marchas. —No contesté. Ella salió del coche y cerró la puerta.

Durante el trayecto, la caja en el asiento trasero se había movido y algunas prendas de ropa se habían caído. Volví a ponerlas encima de los libros y subí los escalones de la entrada detrás de Meredith, que llamó al timbre.

La puerta tardó más de un minuto en abrirse. Cuando lo hizo, vi a un grupito de chicas en el recibidor. Abracé más fuerte mi caja contra el pecho.

Una chica bajita, de piernas gruesas y largo pelo rubio, abrió la puerta mosquitera y me tendió la mano.

—Me llamo Eve —se presentó.

Meredith me dio un leve pisotón, pero no le estreché la mano a Eve.

—Esta es Victoria Jones —dijo, y me empujó hacia delante—. Hoy cumple dieciocho años.

Hubo un murmullo de felicitaciones y dos chicas se miraron arqueando las cejas.

—A Alexis la desalojaron la semana pasada —me explicó Eve—. Ocuparás su habitación.

Se dio la vuelta, como si fuera a indicarme el camino, y la seguí por un pasillo oscuro y enmoquetado hasta una puerta abierta. Entré en la habitación y cerré la puerta por dentro.

Era una estancia blanca. Olía a pintura y las paredes, cuando las toqué, aún estaban húmedas. El pintor no había contado con mucho tiempo. La moqueta, blanca en su día pero ya sucia, tenía manchas de pintura cerca del zócalo. Pensé que habría estado bien que el pintor hubiera continuado y pintado toda la moqueta, el colchón individual y la mesilla de noche de madera oscura. El blanco era limpio y nuevo y me gustaba que no le hubiera pertenecido a nadie antes que a mí.

Meredith me llamó desde el pasillo. Golpeó la puerta con los nudillos dos veces. Dejé mi pesada caja en el centro de la habitación. Saqué mi ropa, la amontoné en el suelo del armario y puse mis libros en la mesilla de noche. Una vez vaciada la caja, la desmonté para cubrir con ella el colchón y tumbarme encima. La luz entraba por una pequeña ventana y rebotaba en las paredes, calentándome la cara, el cuello y las manos. Me fijé en que la ventana estaba orientada hacia el sur, lo que favorecía a las orquídeas y los bulbos.

—¿Victoria? —insistió Meredith—. Necesito saber qué plan tienes. Dime qué plan tienes y te dejaré en paz.

Cerré los ojos e hice caso omiso del sonido de sus nudillos contra la puerta. Al final desistió.

Cuando abrí los ojos, vi un sobre en la moqueta contra la puerta. Contenía un billete de veinte dólares y una nota: «Cómprate comida y busca trabajo».

Con el billete de Meredith compré veinte litros de leche entera. Durante una semana, todas las mañanas hacía mi compra en la tienda de la esquina y a lo largo del día me bebía el líquido cremoso lentamente, mientras deambulaba por parques y patios de colegio, identificando las plantas autóctonas. Como nunca había vivido tan cerca del mar, creía que el paisaje sería diferente. Imaginaba que aquella densa niebla matutina que se quedaba suspendida a sólo unos centímetros del suelo favorecería el crecimiento de una vegetación desconocida. Pero, salvo unos montones de aloe que crecían cerca de la orilla del mar, con flores rojas y altas que apuntaban al cielo, me sorprendió la falta de novedades. Las mismas plantas foráneas que había visto en jardines y viveros por toda el Área de la Bahía —lantanas, buganvillas, jazmines solanos y capuchinas— dominaban el barrio. Lo único diferente era la escala: envueltas en la humedad opaca de la costa, las plantas se hacían más altas, más brillantes y más silvestres, eclipsando las vallas bajas y los cobertizos de los jardines.

Cuando me terminaba la leche, volvía a la casa, cortaba el cartón por la mitad con un cuchillo de cocina y esperaba a que se hiciera de noche. La tierra del parterre de flores del vecino era negra y rica y yo la trasladaba a mis improvisados tiestos con una cuchara. Agujereaba la base de los cartones de leche y los ponía en el centro del suelo de mi habitación, donde recibían el sol directo unas horas, a última hora de la mañana.

Buscaría un trabajo; sabía que lo necesitaba. Pero, por primera vez en mi vida, tenía mi propio dormitorio y una puerta con cerrojo, y nadie que me dijera dónde tenía que estar ni qué tenía que hacer. Decidí que, antes de buscar un trabajo, cultivaría un jardín.

Hacia finales de la primera semana ya tenía catorce tiestos y había inspeccionado un radio de dieciséis manzanas para analizar mis posibilidades. Me concentré en las flores de otoño y arranqué plantas enteras de patios, jardines comunitarios y parques infantiles. Solía volver a casa a pie, sosteniendo contra el pecho bolas de raíces fangosas, pero más de una vez me perdí o me encontré demasiado lejos de la Casa de la Alianza. Esos días tuve que colarme por la puerta trasera en un autobús abarrotado, ganar un asiento a empujones y esperar a que el barrio me resultara familiar. De nuevo en mi habitación, extendía con cuidado las maltrechas raíces, las cubría con aquella tierra rica en nutrientes y las regaba en abundancia. El agua que se filtraba de los cartones de leche iba directamente a la moqueta y al cabo de unos días empezaron a germinar malas hierbas de las gastadas fibras. Las vigilaba, muy atenta, y arrancaba las especies invasivas casi antes de que pudieran asomar de la oscuridad.

Meredith venía a verme todas las semanas. El juez la había nombrado mi «contacto permanente», porque la legislación sobre emancipación requería que tuviera un contacto y no encontraron a nadie más en mi expediente. Yo hacía todo lo posible por evitarla. Cuando regresaba de mis paseos, vigilaba la Casa de la Alianza desde la esquina y sólo subía los escalones de la entrada cuando no veía el coche blanco de Meredith aparcado en el camino. Al final, Meredith descubrió mi táctica y un día de principios de septiembre abrí la puerta principal y me la encontré sentada en la mesa del comedor.

—¿Y tu coche? —le pregunté.

—Aparcado al otro lado de la manzana. No te veía desde hace más de un mes y he deducido que me evitabas. ¿Por alguna razón?

—No, por ninguna. —Fui hasta la mesa y aparté unos platos sucios que alguien había dejado allí. Me senté y puse sobre la arañada madera unos manojos de lavanda que había arrancado del patio de una casa en Pacific Heights—. Lavanda —señalé, ofreciéndole un ramito. Desconfianza.

Ella hizo girar el ramito entre el índice y el pulgar y lo depositó encima de la mesa, indiferente.

—¿Y el trabajo? —inquirió.

—¿Qué trabajo?

—¿Ya tienes trabajo?

—¿Por qué iba a tenerlo?

Suspiró. Cogió el ramito de lavanda y lo lanzó hacia mí, apuntándome con el extremo cortado del tallo. Bajó en picado, como un avión de papel mal construido. Lo recogí de la mesa y alisé los alborotados pétalos con esmero.

—Lo tendrías —observó—, si lo hubieras buscado, lo hubieras solicitado y te hubieran contratado. Si no lo haces, dentro de dos semanas te pondrán de patitas en la calle y no habrá nadie dispuesto a abrirte la puerta de su casa para cobijarte por las noches.

Miré la puerta principal y me pregunté cuánto tardaría Meredith en marcharse.

—Tienes que quererlo —insistió—. Yo no puedo hacer más. A fin de cuentas, tienes que quererlo tú.

Querer ¿qué? Siempre me preguntaba lo mismo cuando la oía decir eso. Quería que se marchara. Quería beberme la leche que había en el estante superior de la nevera, etiquetada «Lorraine», y añadir el cartón vacío a la colección que tenía en mi habitación. Quería plantar la lavanda cerca de mi almohada y acostarme inhalando su aroma fresco y seco.

Meredith se levantó.

—Volveré la semana que viene, cuando menos te lo esperes, y quiero ver una montaña de solicitudes de empleo en tu mochila. —Llegó a la puerta y se detuvo—. Me costará mucho echarte a la calle, pero debes saber que lo haré.

No me creí que fuera a costarle demasiado.

Entré en la cocina, abrí la nevera y me quedé husmeando los rollitos de primavera y las salchichas empanadas, ya resecos, hasta que oí cerrarse la puerta de la calle.

Dediqué mis últimas semanas en la Casa de la Alianza a trasplantar el jardín de mi dormitorio a McKinley Square, un pequeño parque municipal en la parte alta de Potrero Hill. Lo había encontrado mientras recorría las calles en busca de anuncios que solicitaran personal y me había atraído la perfecta combinación de sol, sombra, soledad y seguridad que ofrecía. Potrero Hill era uno de los barrios de clima más templado de la ciudad y el parque estaba situado en una cumbre, con buenas vistas en todas direcciones. Había una pequeña estructura de juegos en medio de un rectángulo de césped cuidadísimo, pero, más allá del césped, el parque estaba arbolado y descendía por una ladera muy pronunciada y cubierta de arbustos, con vistas al Hospital General de San Francisco y a una fábrica de cerveza. En lugar de seguir buscando trabajo, transporté mis cartones de leche, uno por uno, hasta aquel rincón escondido. Escogí el sitio para plantar cada planta concienzudamente: las plantas a las que les gustaba la sombra, bajo los árboles más altos, y las que preferían el sol, una docena de metros colina abajo, lejos de las zonas umbrías.

La mañana de mi desalojo desperté antes del amanecer. Mi habitación estaba vacía y el suelo seguía húmedo y sucio donde habían estado mis improvisados tiestos. Mi inminente condición de vagabunda no había sido una decisión consciente; sin embargo, al levantarme para vestirme la mañana que iban a echarme a la calle, me sorprendió comprobar que no tenía miedo. En lugar de sentir temor o rabia, lo que notaba era expectación y nerviosismo, una sensación parecida a la que había experimentado de niña la vigilia de cada nueva asignación a una posible familia adoptiva. Ahora, ya adulta, mis esperanzas para el futuro eran sencillas: quería estar sola y rodeada de flores. Parecía que, por fin, podría conseguir exactamente lo que quería.

En mi habitación sólo había tres mudas de ropa, mi mochila, un cepillo de dientes, fijador para el pelo y los libros que me había regalado Elizabeth. La noche anterior, tumbada en la cama, había oído cómo mis compañeras escarbaban en el resto de mis pertenencias como animales hambrientos devorando la presa. Era un procedimiento habitual en las casas de acogida y en los hogares tutelados: registrar las cosas que dejaban atrás las niñas cuando se las llevaban con prisas a otro sitio. Mis compañeras, ya emancipadas, continuaban aquella tradición.

Hacía muchos años, casi diez, que no participaba en ningún saqueo, pero todavía recordaba la emoción que sentías cuando encontrabas algo comestible, algo que pudieras vender por cinco centavos en la escuela, algo misterioso o personal. En la escuela primaria empecé a coleccionar esos objetos pequeños y olvidados como si fueran tesoros —un dije de plata con una M grabada, una correa de reloj de piel imitación serpiente color turquesa, un pastillero del tamaño de una moneda de veinticinco centavos con una muela con sangre incrustada— y los guardaba en una bolsa de malla con cremallera que había robado del lavadero de alguna casa. A medida que la bolsa se llenaba y se volvía más pesada, los objetos se apretaban contra los diminutos agujeros de la malla.

Durante un tiempo me dije que lo que hacía era guardarles esos objetos a sus dueñas, no con intención de devolvérselos, sino para chantajearlas y conseguir comida o favores si algún día volvíamos a coincidir en alguna casa. Pero al hacerme mayor empecé a codiciar mi colección, y me contaba una y otra vez a mí misma la historia de cada objeto: la vez que había vivido con Molly, aquella niña que adoraba los gatos; la compañera de litera a la que habían arrancado el reloj y roto el brazo; el apartamento del sótano donde Sarah se enteró de quién era el Ratoncito Pérez. Mi apego a aquellos objetos no se basaba en ninguna conexión con los individuos. La mayoría de las veces había evitado a las personas, desdeñando sus nombres, sus circunstancias, sus ilusiones de futuro. Sin embargo, con el tiempo, los objetos se convirtieron en una sarta de pistas sobre mi pasado, un rastro de migas de pan, y sentía el vago impulso de seguirlas hasta el sitio que había más allá de donde empezaban mis recuerdos. Y de pronto, en un cambio de casa caótico y repentino, me había visto obligada a dejar atrás la bolsa. Después, y durante años, me negué a recoger mis pertenencias, y llegaba a cada nueva casa de acogida con las manos vacías.

Empecé a vestirme a toda prisa. Me puse dos camisetas de tirantes, seguidas de tres camisas y una sudadera con capucha, unas mallas marrones, calcetines y zapatos. Mi manta de lana marrón no cabía en la mochila, así que la doblé por la mitad, me la até a la cintura y aseguré el pliegue con imperdibles. El borde inferior lo recogí con alfileres formando dobleces, como una enagua. Por último, lo tapé todo con dos faldas: una larga, naranja, de encaje, y otra más corta, acampanada y granate. Me miré en el espejo del cuarto de baño mientras me lavaba los dientes y la cara y comprobé con satisfacción que mi aspecto no era ni atractivo ni repulsivo. Mis curvas quedaban bien disimuladas bajo tanta ropa, y el exagerado corte de pelo que me había hecho yo misma la noche anterior hacía que mis ojos, azules y brillantes —el único rasgo destacable en una cara por lo demás bastante corriente—, parecieran asombrosamente grandes, dominando el rostro de forma rotunda. Me sonreí en el espejo. No parecía una vagabunda. Al menos, no todavía.

Me paré en el umbral de mi habitación vacía. El sol se reflejaba en las paredes blancas. Me pregunté quién sería la siguiente ocupante y qué pensaría de las malas hierbas que brotaban de la moqueta, cerca de los pies de la cama. Si se me hubiera ocurrido antes, le habría dejado a la nueva inquilina un cartón de leche lleno de hinojo. Esa planta liviana, que huele a caramelo de regaliz, la habría reconfortado. Pero era demasiado tarde. Le dije adiós a aquella habitación que dejaba de ser mía y, de pronto, sentí gratitud por el ángulo con que entraba la luz por la ventana, por el cerrojo de la puerta, por aquel breve regalo de tiempo y espacio.

Corrí al salón. Por la ventana vi que el coche de Meredith ya estaba en el camino de la casa, con el motor apagado. Ella se miraba en el retrovisor, cogida al volante con ambas manos. Di media vuelta, me escabullí por la puerta trasera y cogí el primer autobús que pasó.

Nunca volví a ver a Meredith.