Apoyé la frente en el cristal de la ventanilla y vi pasar un paisaje veraniego de montes polvorientos. El coche de Meredith olía a tabaco y en el cinturón de seguridad había moho, sin duda de algo que le habían dejado comer a otro niño. Yo tenía nueve años. Iba sentada en el asiento trasero, en camisón, con mi pelo corto y alborotado. No era lo que quería Meredith. Ella me había comprado un vestido para aquella ocasión, un vestido suelto de color azul claro, con bordados y encajes. Pero yo me había negado a ponérmelo.
Meredith tenía la mirada fija en la calzada. No vio cómo me desabrochaba el cinturón, bajaba la ventanilla y sacaba la cabeza hasta apretar la clavícula contra el borde de la puerta. Levanté la barbilla contra el viento y esperé a que Meredith me ordenara sentarme. Me miró, pero no dijo nada. Sus labios marcaban una línea recta y sus gafas de sol impedían apreciar la expresión de sus ojos.
Me quedé así, asomándome cada vez más, hasta que Meredith, sin avisarme, tocó un botón en su puerta y mi ventanilla subió unos centímetros. El grueso cristal me presionó el cuello. Metí rápidamente la cabeza, bajé del asiento y me senté en el suelo. Meredith siguió subiendo las ventanillas hasta que el silencio sustituyó al fragor del viento. No miró atrás. Acurrucada en la sucia alfombrilla, saqué un biberón rancio de debajo del asiento del pasajero y se lo lancé. Le dio en el hombro y rebotó hacia mí, derramando un charquito agrio en mis rodillas. Meredith no se inmutó.
—¿Quieres unos melocotones? —me preguntó.
Yo nunca rechazaba la comida y ella lo sabía.
—Sí.
—Pues siéntate, abróchate el cinturón y en el próximo puesto de fruta que veamos te compraré lo que quieras.
Obedecí.
Pasado un cuarto de hora, salimos de la autopista. Me compró dos melocotones y una bolsita de cerezas que fui contando mientras las comía.
—No debería decirte esto —empezó. Hablaba despacio, alargando las frases para causar mayor efecto. Hizo una pausa y me miró. Yo miré por la ventanilla, indiferente, y apoyé la mejilla contra el cristal—, pero creo que mereces saberlo. Ésta es tu última oportunidad. La última, Victoria. ¿Me oyes? —No contesté—. Cuando cumplas diez años, las autoridades te declararán inadoptable y ni siquiera yo seguiré tratando de convencer a familias de que se queden contigo. Si esto sale mal, irás a un hogar tutelado tras otro hasta que te emancipes. Prométeme que reflexionarás sobre ello.
Bajé la ventanilla y escupí huesos de cereza al viento. Hacía una hora, Meredith me había recogido de mi primera estancia en un hogar tutelado. Yo sospechaba que mi paso por aquel centro sólo había sido una maniobra a fin de prepararme para ese momento. No había hecho nada para que me rechazara la última familia adoptiva y sólo pasé una semana en el hogar tutelado, hasta que Meredith fue a recogerme para llevarme con Elizabeth.
Pensé que era típico de Meredith hacerme sufrir para demostrar que tenía razón. El personal de aquel hogar tutelado era cruel. Todas las mañanas, la cocinera obligaba a una niña gorda y de tez oscura a almorzar con la camisa recogida, con la abultada barriga a la vista, para que se acordara de no comer demasiado. Después, la supervisora, la señorita Gayle, escogía a una niña y la hacía ponerse de pie a la cabecera de la larga mesa y explicar por qué su familia la había abandonado. A mí sólo me escogió una vez y, como me habían abandonado al nacer, me libré diciendo: «Mi madre no quería tener un bebé». Otras niñas contaban las cosas horribles que les habían hecho a sus hermanos, o por qué eran las culpables de que sus padres fuesen drogadictos, y casi siempre lloraban.
Pero si Meredith me había llevado al hogar tutelado para que me asustara y me comportara, no había funcionado. A pesar del personal, me gustaba estar allí. Las comidas se servían siempre a la misma hora, dormía bajo dos mantas y nadie fingía quererme.
Me comí la última cereza y escupí el hueso contra la nuca de Meredith.
—Piénsalo bien —insistió.
Como si quisiera sobornarme para que reflexionara, paró el coche en un área de servicio y compró un recipiente humeante de fish and chips y un batido de chocolate con helado. Me lo zampé deprisa, descuidadamente, contemplando cómo el reseco paisaje de East Bay dejaba paso al caos bullicioso de San Francisco para finalmente abrirse ante una gran extensión de agua. Cuando cruzamos el puente Golden Gate, mi camisón tenía manchas de melocotón, cereza, kétchup y helado.
Dejamos atrás campos de cultivo resecos, un vivero y un aparcamiento vacío, y al final llegamos a un viñedo de ordenadas filas de vides que cubrían las onduladas colinas. Meredith frenó en seco y torció a la izquierda por un largo camino sin asfaltar, acelerando pese a los baches, como si estuviera ansiosa por verme bajar del coche. Pasó a toda velocidad por delante de unas mesas de picnic y unas hileras de cepas bien cuidadas, de troncos gruesos y retorcidos, que extendían sus pámpanos por unos alambres tendidos a escasa altura. Redujo la marcha antes de tomar una curva y luego volvió a acelerar, dirigiéndose hacia un grupo de árboles altos que crecían en medio de la finca; nubes de polvo revoloteaban alrededor del coche.
Cuando paró y se asentó el polvo, vi una casa blanca. Tenía dos pisos y tejado a dos aguas, un porche acristalado y cortinas de ganchillo en las ventanas. A la derecha había una caravana y varios cobertizos destartalados, y juguetes, herramientas y bicicletas esparcidos aquí y allá. Como ya había vivido en una caravana, me pregunté si Elizabeth tendría un sofá cama o si debería compartir el dormitorio con ella. No me gusta oír respirar a los demás cuando duermen.
Meredith no aguardó a que me apease voluntariamente. Me desabrochó el cinturón, me cogió por las axilas y me arrastró hacia la casa pese a mi pataleo. Como creía que Elizabeth saldría de la caravana, estaba de espaldas al porche y no la vi antes de notar sus huesudos dedos en mi hombro. Di un grito y eché a correr descalza; llegué hasta el lado más alejado del coche y me agaché detrás.
—No le gusta que la toquen —le aclaró Meredith con tono de fastidio—. Ya te lo dije. Tienes que esperar a que ella venga a ti.
Me enfureció que lo supiera. Me froté los sitios por donde me había cogido para borrar sus huellas y seguí detrás del coche, escondida.
—Tendré paciencia —repuso Elizabeth—. Ya te dije que lo haría y no pienso faltar a mi palabra.
Meredith empezó a recitar la lista habitual de razones por las que no podía quedarse para ayudarnos a que nos conociéramos mejor: un abuelo enfermo, un marido ansioso y su propio miedo a conducir de noche. Elizabeth daba golpecitos con el pie, impaciente, cerca de la rueda trasera del coche, mientras escuchaba. Al cabo de un momento, Meredith se marcharía y me dejaría expuesta sobre la grava del camino. Retrocedí arrastrándome, casi pegada al suelo, y me escondí detrás de un nogal; entonces me levanté y eché a correr.
Cuando se acabaron los árboles, me dirigí hacia la primera hilera de vides y me oculté bajo una planta muy tupida. Tiré de las ramas flexibles y cubrí mi delgado cuerpo. Desde mi escondite, oí acercarse a Elizabeth; aparté un poco las ramas y la vi caminar por uno de los pasillos. Cuando pasó de largo, dejé caer la mano con que me tapaba la boca, aliviada.
Levanté un brazo, cogí una uva de un racimo y mordí la gruesa piel. Estaba amarga. La escupí y aplasté el resto del racimo, una uva tras otra, con el pie; el jugo se filtraba entre mis dedos.
No vi ni oí acercarse a Elizabeth, pero justo cuando empezaba a aplastar un segundo racimo, ella metió las manos entre las ramas de la vid, me agarró por los brazos y me sacó de allí. Me sostuvo ante ella. Mis pies colgaban a dos centímetros del suelo mientras me examinaba.
—Yo me crie aquí —dijo—. Conozco los mejores escondites.
Intenté soltarme, pero me tenía firmemente sujeta por los brazos. Me puso los pies en el suelo, aunque no aflojó la presa. Pataleé lanzándole polvo contra las espinillas y, como no me soltaba, le di en los tobillos. No retrocedió.
Solté un gruñido e intenté morderle el brazo, pero ella se anticipó y me sujetó la cara. Me apretó las mejillas hasta separarme las mandíbulas y fruncirme los labios. Inspiré, dolorida.
—Nada de morder —ordenó, y se inclinó como si fuera a besar mis rosados y fruncidos labios, pero se detuvo a pocos centímetros de mi cara, taladrándome con sus ojos oscuros—. Me gusta que me toquen —dijo—. Tendrás que acostumbrarte.
Me lanzó una sonrisa divertida y me soltó la cara.
—Nunca —le aseguré—. Nunca me acostumbraré.
Sin embargo, paré de forcejear y dejé que me llevara hasta el porche y al interior de la casa, fresca y oscura.