Cuando amortajaron a aquel terrible símbolo que era Timoteo Forsyte, el último individualista, el único hombre que no se había enterado de la gran guerra, le encontraron maravilloso… Ni siquiera la muerte había destruido todo lo maravilloso que había en él.
Para Smither y la cocinera, el amortajarle fué la prueba final de lo que no creían que pudiera suceder: el fin de la vieja generación forsyteana sobre la tierra. Ahora el pobre señor Timoteo tomaría el arpa y cantaría himnos en compañía de la señorita Forsyte, de la señorita Julita, de la señorita Ester, con el señor Jolyon, y Swithin, y James, y Rogelio, y Nicolás como acompañamiento. No estaban muy seguras de que la señora de Hayman estuviera allí, en vista de que había sido incinerada. No decía nada; pero la cocinera creía que a Timoteo no le haría mucha gracia aquello de tocar el arpa; nunca le había gustado la música de los organillos ni nada parecido. Solía decirles: «Tomad este medio penique para el organillero y que se vaya con viento fresco». Y muchas veces tenían ellas que añadir tres peniques de su bolsillo para que el hombre se decidiera a marchar. Menos mal que en los años de sordera tomaba los organillos por moscardones, y ellas podían disfrutar de las melodías. Pero tocar el arpa…, ¡ni pensarlo! Al señor no le habían gustado nunca los cambios, y eso era un cambio muy grande. ¡Pobre señor! Durante seis años había sido un bebé cada día más bebé, y llegó a tanto, que tuvo que dejar de existir, como no existen los bebés antes de nacer.
Correspondía a Soames enviar las participaciones del fallecimiento y del sepelio, y Gradman las redactó en su oficina. Sólo a los parientes, y nada de flores; encargó seis coches. El testamento se abriría después, en la casa.
Llegó a las once, para ver si estaba todo listo. Un cuarto de hora después llegó Gradman, de guantes negros. Él y Soames se quedaron en el salón, para esperar a los acompañantes del duelo. A las once y media, los coches pararon, en fila, a la puerta. Pero no apareció nadie. Gradman dijo:
—Ya me extraña, señor. Yo mismo eché al correo las esquelas.
—No sé… —dijo Soames.
Había perdido contacto con la familia.
En los viejos tiempos, Soames había notado que su familia era mucho más dada a visitar a los muertos que a los vivos. Pero ahora, la forma que habían tenido de acudir a la boda de Fleur y la de no acudir al entierro de Timoteo le extrañaban, haciéndole pensar en los profundos cambios que se estaban operando en el mundo. Pensó que también lo harían por delicadeza, pues Timoteo había dejado un montón de dinero, y presentarse allí podía interpretarse como interés por ver si a ellos les había tocado algo.
A las doce en punto, el cortejo rompió la marcha: Timoteo solo, en su coche encristalado; después, Soames, solo también, en otro coche; a continuación, Gradman, solo en otro coche también, y, finalmente, Smither y la cocinera, juntas en el mismo coche. Salieron al paso, pero pronto fueron al trote bajo el cielo brillante. A la entrada del cementerio tuvieron que detenerse para asistir al servicio religioso en la capilla. Soames hubiera preferido quedarse fuera. Él no creía una palabra de aquello. Pero convenía hacerlo… Era como un seguro que se pagaba, no fuera a haber algo después, y…
Se dirigieron en columna de a dos —él y Gradman, Smither y la cocinera— al panteón familiar. No resultaba muy lucido el entierro del último viejo Forsyte…
De regreso, llevó en su coche a Gradman, sintiendo cierta alegría en su corazón. Tenía preparada una sorpresa para el viejo empleado que había servido a los Forsytes durante cincuenta y cuatro años. Se acordaba de que dijo a Timoteo, el día del entierro de la tía Ester: «Mira, tío Timoteo: aquí está Gradman. Se ha preocupado mucho por nuestra familia. ¿Qué te parecería dejarle cinco mil libritas?». Y no fué pequeña su sorpresa, dada la dificultad de dejarle Timoteo nada a nadie, cuando su tío hizo un gesto de asentimiento. Y ahora, el viejo Gradman se quedaría más alegre que el Punch[117], pues su mujer estaba enferma del corazón y su hijo había perdido una pierna en la guerra. Era una gran satisfacción para Soames haberle dejado cinco mil libras… del dinero de Timoteo. Se sentaron juntos en la salita, cuyas paredes, como una visión celestial, eran azules y doradas, y se pusieron a leer aquella pequeña obra maestra que era el testamento de Timoteo. De espaldas a la luz, en la silla de tía Ester, Soames situóse frente a Gradman, sentado frente a la luz, en el sofá de la tía Ana. Cruzando las piernas, comenzó:
Éste es el testamento que yo, Timoteo Forsyte, vecino de Londres, domiciliado en la carretera de Bayswater a dicha ciudad, otorgo, y por el cual nombro a mi sobrino Soames Forsyte, vecino de Mapledurham, y a Tomás Gradman, que vive en el número 159 de Folly Road, y que en adelante son designados como mis albaceas testamentarios. Al antedicho Soames Forsyte dejo en herencia la cantidad de mil libras, exentas de todo descuento, y al antedicho Tomás Gradman dejo en herencia la cantidad de cinco mil libras, exentas también de todo descuento.
Soames se detuvo. El viejo Gradman estaba boquiabierto y llorando a lágrima viva. Siguió la lectura:
El resto de mi propiedad, de todas clases, la dejo al cuidado de mis albaceas con el encargo de que paguen todas mis deudas y los gastos que se deduzcan de mi entierro y honras fúnebres. Asimismo les encargo que conserven el resto en depósito y en beneficio de los descendientes masculinos de mi padre, Jolyon Forsyte, habidos de su matrimonio con mi madre, Ana Pierce. Pero es mi voluntad que los sucesivos descendientes de mi padre no perciban capital ni interés de esta mi herencia, sino que mis albaceas conserven el primero, acumulándose los segundos, hasta el límite máximo que permitan las leyes de Inglaterra, siempre en beneficio del último descendiente masculino en línea recta de mi citado padre, Jolyon Forsyte.
Leyó también Soames las cláusulas de atestación y rúbricas legales, y miró a Gradman. El viejo empleado se estaba limpiando la frente sudorosa con un enorme pañuelo, cuyos brillantes colores ponían un tono alegre a la triste lectura que acababa de tener lugar.
—¡Palabra de honor, señor Forsyte —dijo Gradman. Y se veía que el hombre había quedado anulado por el jurista—, palabra de honor que ese testamento es una maravilla!… Ahora hay en la familia dos nenes, y alguno pequeño… Si alguno cumple los veintiún años necesarios para entrar en posesión legal, y luego vive ochenta años más, que no es mucho, verdaderamente… Pues en un siglito, las ciento cincuenta mil libras del señor Timoteo Forsyte, que no dejará menos, y quizá deje más, se duplican en catorce años, al cinco por ciento… O sea trescientas mil libras… Seiscientas mil libras… Un millón doscientas mil… Dos millones cuatrocientas mil… Cuatro millones ochocientas mil… Nueve millones seiscientas mil… ¡La locura! En cien años, veinte millones… ¡Eso es un testamento!
Soames dijo secamente:
—Puede ocurrir cualquier cosa. El Estado pudiera incautarse de todo… En estos tiempos son muy capaces de hacerlo.
—Y llevo cinco… —estaba diciendo Gradman para sí—. Pero se me olvidaba… El señor Timoteo Forsyte tiene obligaciones con garantía… No sacaremos más que el dos por ciento, con el demonio éste de impuesto sobre la renta. Vaya, para no equivocarnos, lo vamos a dejar en ocho millones, que tampoco es grano de anís.
Soames se levantó y le dio el testamento.
—Usted, que va a la City, haga el favor de guardar esto. Haga los anuncios necesarios, aunque no hay deudas. ¿Cuándo es la venta?
La subasta de los efectos se vio más concurrida que el entierro, aunque no por Smither y la cocinera, pues Soames se las había llevado de allí para evitarles que sufrieran. Estuvieron Winifred, Eufemia y Francie; Eustaquio llegó en su coche. Las miniaturas, los cuadros de Barbizon y los dibujos marcados con J. R. los compró Soames. Las reliquias sin valor comercial se amontonaron en un cuarto para darlas a los parientes que quisieran tener recuerdos. Ningún mueble, ninguna porcelana interesó a nadie. Los pájaros disecados se habían deshecho como flores secas al quitarlos de donde habían estado sesenta años sin cantar. Para Soames resultó doloroso ver cómo traperos y mercachifles se llevaban las sillas de sus tías, y las cortinas y las alfombras. Pero ¿qué iba a hacer él? ¿Comprarlo todo y meterlo en una leñera? No; debían seguir el camino de toda carne y de todo mueble, y usarse y gastarse y morir… Pero cuando salió a subasta y se iba a otorgar el sofá de tía Ana en treinta chelines, sin darse cuenta de lo que hacía, gritó: «¡Cinco libras!». La sensación fué considerable, y el sofá quedó suyo.
Después, cuando se acabó la venta, se colocó en la casa el cartelito de «Se alquila». Y con Fleur en España, sin el cariño de Annette, sin Timoteo en la carretera de Bayswater, se quedó Soames muy apagado. Irritado y solo, entró en la Sala Goupenor. Las acuarelas de Jolyon se exponían allí. Se acercó a verlas para ver si le producían alguna satisfacción. La noticia había llegado de June a la mujer de Val, de la mujer de Val a Val, de Val a Winifred y de Winifred a él: la fatídica casa de Robin Hill se vendía, e Irene se iba a Columbia Británica para reunirse con su hijo. Por un instante pensó Soames en comprar la casa; pero inmediatamente decidió que no, pues él no iba a vivir allí, después de lo que había pasado. No; la casa debía ir a parar a manos de algún par del reino o de algún especulador. Cuando aquella mujer se fuera sería una cáscara vacía. «Se vende o alquila esta casa». Con los ojos de la imaginación podía ver el letrero en lo alto de aquella pared cubierta de hiedra que él había hecho construir.
Vio detenidamente los cuadros, que le gustaron porque tenían estilo personal. Y pensó en el autor y en Irene con una tolerancia que le asombró. Pero no compró ninguno.
Cuando se dirigía a la puerta, se tropezó con quien no había estado totalmente ausente de su pensamiento: con Irene, que entraba. Por lo visto, aún no se había ido, y estaba haciendo visitas sentimentales a todo lo que quedaba del individuo aquel… Pasó junto a ella, pero no pudo evitar volverse a mirarla. Cuando se marchara, el ardor y la lucha de su vida, la locura y la pasión, la derrota única que había sufrido, desaparecerían también. Ella también se había vuelto. Y vio cómo de repente levantaba la mano enguantada, sonreía débilmente y en sus ojos se reflejaba algo como si se lo quisiera decir a él. Entonces le tocó a Soames despreciar el saludo, y salió a la calle, temblando como azogado. Comprendía que le había querido decir: «Ahora que me voy para siempre fuera del alcance tuyo y de los tuyos…, perdóname. Te deseo todo el bien posible en la vida». Y aquello significaba, lealmente, su gesto. A Soames le hizo más daño que si hubiera ignorado su presencia.
* * *
Tres días después, en aquel octubre que ya teñía todo de amarillo, Soames tomó un «taxi» al cementerio de Highgate, dirigiéndose luego al panteón de los Forsyte. Recordó la discusión que se organizó cuando Swithin propuso que se adornase la tumba con la cresta de la familia. Tal proposición fué rechazada en favor de una corona en piedra sobre las palabras: Familia de Jolyon Forsyte, 1850. Todo estaba en orden, pues habían desaparecido las huellas del último sepelio. Toda la familia estaba allí, excepto el viejo Jolyon y su esposa y Susana Hayman, incinerada, nadie sabía por qué. Soames miró el panteón y le satisfizo que fuera fuerte y no requiriera ningún cuidado; esto era importante, pues sabía que cuando él estuviera dentro, ya nadie iría por allí. «¡Familia de Jolyon Forsyte, 1850!». Mucha gente había sido enterrada allí desde entonces; muchos ingleses se habían convertido allí en polvo… El ruido de un aeroplano que pasaba entre las nubes doradas le hizo levantar los ojos. También sus ocupantes acabarían perteneciendo a la tierra…
Soames volvió la espalda al mausoleo, y en la cara le dio una ráfaga de aire. Aire que sería delicioso si se pudiera quitar de encima la sensación de que era aire de muerte. Miró agitado las cruces y los ángeles que adornaban las sepulturas; las flores, alegres y agobiantes. Y de repente notó un sitio que parecía distinto por completo de todos los demás, hasta el punto de que tuvo que encaminarse a él para verlo de cerca. Era una tumba que no se parecía a las demás, con una cruz extraña sobre ella, y libre a los lados de la presión de otras tumbas. Cuatro cipreses le daban guardia permanente y estaba rodeada, a bastante distancia, por un arriate de flor. Este oasis en el desierto de tumbas convencionales conmovió el sentido estético de Soames, y se sentó allí. Por entre las hojas temblorosas y doradas de un abedul, miró a Londres y cedió a las tentaciones del recuerdo. Pensó en Irene en la plaza Montpellier, cuando su pelo era rubio y sus blancos hombros suyos… Irene, el premio de su pasión de amor, resistiéndose a ser su propiedad… Vio el cuerpo de Bosinney, yaciendo en el depósito, y a Irene sentada en el sofá, mirando al vacío con ojos de pájaro moribundo. Y la vio también junto a la estatuita del bosque de Bolonia, rechazándole una vez más. Su fantasía le llevó junto al río gris, el día de noviembre en que nació Fleur. Y le llevó a la habitación con la ventana abierta sobre Hyde Park, cuando murió su padre; también le llevó a aquel cuadro de «la ciudad futura», al día del primer encuentro de Fleur con el muchacho aquel; le llevó a recordar el humo azul del cigarro de Profond, y a recordar a Fleur acurrucada en el sofá, y el beso que le dio al marcharse, y el papaíto aquel que no esperaba. Y de pronto volvió a ver a Irene, agitando su mano enguantada en un último gesto de despedida y liberación.
Permaneció allí un buen rato, pensando en su carrera, fiel por completo a su instinto de posesión, regocijándose en su vida y hasta en sus fracasos.
Dejar hacer… El criterio de la edad forsyteana, cuando un hombre era dueño de su alma, de su dinero y de su mujer, sin restricción alguna. Y ahora, el Estado tenía o tendría su dinero; la mujer de uno se poseía ella misma, y quién sabe quién poseería el alma de cada cual… ¡Dejar hacer!, aquel sano y sencillo criterio…
Escapando a los diques victorianos, las aguas del vivir se lanzaban sobre todo, anegándolo, destruyendo la propiedad, los buenos modos, la moral…, llevando a su boca un terrible gusto de sangre, saltando a los pies de aquella colina de Highgate, donde yacía enterrado el victorianismo.
Je m’en fiche, decía Próspero Profond. Soames no decía: Je m’en fiche, porque eso era francés; pero sabía que el cambio no era la muerte, sino un intervalo entre dos formas de vida, la destrucción necesaria para dejar sitio a nuevas formas de la propiedad. Podía mirar tranquilo el desbordamiento de las aguas. ¡Ya volverían a su cauce!
Y sólo una cosa le dolió, tras de reflexionar y de aplicar mentalmente el criterio de Profond: él podía desearla y desearla y no la tendría nunca: la belleza y la ternura del mundo…