Las Notas de sociedad de aquel otoño que detallaban la boda de Fleur Forsyte con Michael Mont no expresaban casi el significado simbólico del acto. En la unión de la bisnieta de Forsyte el Grande con el heredero de un noveno baronet, el signo exterior característico es la fusión de clases que convierte en hecho indestructible la estabilidad política. Había llegado el tiempo en que los Forsytes deberían hacer dejación de su resentimiento natural contra un oropel que por nacimiento no era suyo, y aceptarlo como la dádiva más natural para llenar su instinto de posesión. Además, era inevitable que ellos ascendieran unos peldaños en la escala social para dejar sitio a nuevos ricos que lo eran mucho más que ellos.
En la tranquila y bella ceremonia de la plaza Hannover, y después entre los muebles de la calle Green, fué imposible para quienes no eran muy amigos de ambas familias distinguir a los milites de la tropa forsyteana de los del contingente Mont: tan lejos y superado estaba ya Forsyte el Grande. ¿Había tal vez alguna diferencia entre Soames y el propio noveno baronet? ¿No era Fleur tan firme, dura, dueña de sí misma y bonita como la mejor de las señoritas Muskham, Mont o Charwell allí presentes? Y si la familia del novio poseía tierras, Timoteo había dicho que las obligaciones con garantía iban a subir. Timoteo no asistió a la ceremonia… Se hallaba in extremis en su casa de la carretera de Bayswater, según informe de Francie. Se susurraba que aquel joven Mont era una especie de socialista, rara sabiduría la suya, con los tiempos que corrían en que toda garantía de la propiedad era poca… No producía desagrado aquella circunstancia: las clases terratenientes producían aquel amable tipo de muchachos, limitados a la especulación ideal y que podían ser muy útiles. Jorge hizo notar a su hermana Francia: «Pronto tendrán cachorros, ya lo verás».
La iglesia, con flores blancas por todas partes, daba una viva sensación de castidad, quizá para contrarrestar la fraseología del rito, tendente a fijar en todos la idea de los cachorros. Forsytes, Haymans, Tweetyman, se sentaban a la izquierda; Mont, Charwells y Muskham, en los bancos de la derecha. Y un chaparrón de compañeras de sufrimientos colegiales de Fleur y otro chaparrón de compañeros de fatigas de guerra de Michael se sentaban, permanecían en pie o se movían por donde les venía en gana. No faltaban dos criados de los Mont ni la vieja niñera de Fleur. Un público todo lo numeroso que se podía esperar, dada la condición agitada del país.
La señora de Val Dartie, sentada con su marido en la tercera fila, le apretó la mano más de una vez durante la ceremonia. Para ella, que conocía al detalle todos los de aquella tragicomedia, el momento más dramático fué muy doloroso. «¿Lo sabrá Jon por instinto?», pensó. Jon, que estaba en la Columbia británica… Había recibido una carta de él aquella misma mañana, que le había hecho sonreír y decir a su marido:
—Jon está en Columbia británica porque quisiera estar en California. Le gusta mucho…
—¡Vaya! —dijo Val—. Parece que le vuelve el buen humor.
—Ha comprado unas tierras y ha llamado a su madre.
—¿Y qué va a hacer allí ella?
—Ella lo que necesita es estar con Jon. Lo demás no le importa. ¿Sigues creyendo que la cosa ha terminado bien?
Los ojos agudos de Val se contrajeron hasta quedar en dos puntitos luminosos.
—Fleur no le convenía nada. No está bien criada. Mucho mimo…
—¡Pobrecita Fleur! —suspiró Holly.
Era un matrimonio raro aquél. El joven Mont había cogido a Fleur de rebote, en el momento psicológico de quien, viéndose naufragar, cualquier tabla le parece buena para agarrarse. Holly, que se había casado por amor y que era feliz, sentía horror por los matrimonios desgraciados. El que se celebraba ahora podría ser felicísimo, ¡cómo no!…, pero era correr un albur demasiado peligroso; y consagrar una tirada de dados con una ceremonia de falsa unción, ante una turba de librepensadores a la moda, le parecía el mayor pecado que se podía cometer en una época que los había abolido. Sus ojos iban desde el prelado con sus vestiduras (un Charwell…, pues los Forsyte todavía no habían llegado a producir un prelado) a Val, que, a su lado, estaría pensando, no le cabía duda, en la jaquita de Mayfly. De su marido, al padre del contrayente, y de éste a Winifred, vestida con elegancia apasionada; de Winifred a Soames y Annette arrodillados uno al lado del otro. Y una sonrisita se dibujó en sus labios… Próspero Profond, de regreso de los mares del Sur, no andaría lejos, de rodillas también. Sí. Saliera lo que saliera, era divertido aquel pequeño asunto. Sin embargo, se consumaba en la debida iglesia y aparecería en los periódicos debidos al día siguiente.
Empezaron a cantar un himno. Con su dedo meñique, Holly tocó el pulgar de su marido, pues tenían el mismo salterio.
—Oye, ¿te acuerdas?
El himno terminó, y el prelado comenzó su homilía. Habló de los tiempos peligrosos que estaban viviendo, y de la absurda conducta de la Cámara de los Lores con relación al divorcio.
—Todos eran soldados —dijo— en la trinchera y bajo los gases venenosos del Príncipe de las Tinieblas, y había que ser sanos de espíritu. El fin del matrimonio eran los hijos, no la felicidad pecadora.
Holly se alarmó. Los ojos de su marido habían empezado a cerrarse. Sucediera lo que sucediera, no debió roncar. Le dio un pellizco en un dedo, y él se movió sobresaltado.
Terminó la plática y pasó el peligro.
Una voz tras ellos dijo:
—¿Resistirá la carrera?
Preguntó a su marido quién era aquél.
—Es Jorge Forsyte.
—Pues se acabó esto —dijo Jorge, frotándose las manos.
Los novios pasaban del brazo entre las dos filas de bancos. Mont parecía embriagado de felicidad; sus ojos multiplicaban sus guiños y su sonrisa no decaía un instante. Fleur estaba serena por completo, más bonita que nunca con su vestido blanco y su velo de novia. Al pasar cerca de ella, Holly miró sus ojos. Y vio en ellos algo que le hizo pensar en el aleteo de un pajarillo enjaulado.
* * *
En la calle Green se celebró la recepción, en casa de Winifred, algo nerviosa. La petición de Soames de usar su casa para tal fin le llegó en un deliberado momento: bajo la dirección de Próspero Profond, estaba cambiando su mobiliario Imperio por otro expresionista. Y había allí los contrastes más divertidos. Un mes más tarde y el cambio se hubiera terminado; pero entonces… Pero su carácter decidido y bueno para arreglarlo todo sacó el mejor partido de la situación que pudo, y su salón fué algo que retrató maravillosamente el semibolchevizado imperialismo de su país. La habitación estaba llena de charlas, preguntas y más preguntas. Nadie esperaba las respuestas, pues era demasiado lento esperar. Winifred notaba grandes cambios desde su juventud, pero sobre todo en el modo de conversar. Claro que ahora resultaba muy divertido, y eso era lo que hacía falta. Incluso los Forsytes estaban hablando con una gran rapidez: Fleur y Cristóbal, e Imogen, y el hijo menor del joven Nicolás. Soames, desde luego, estaba callado. Winifred se acercó al noveno baronet, que no hablaría tan de prisa.
—¿Qué tal, qué tal, afortunado suegro?
La respuesta salió de la sonrisa del buen señor a velocidad de bala.
—¿Sabe usted que hay una tribu que entierra a la novia hasta la cintura?
¡Hablaba tan de prisa como los demás! Winifred pensó que aquel caballero debía ser propenso a decir cosas que lamentaría después. Después se dirigió hacia Soames. Estaba extrañamente inmóvil, como si fuera una estatua. Y pronto comprendió ella la razón de su inmovilidad. A su derecha estaba Jorge Forsyte, y a su izquierda, Annette con Profond. En cuanto Soames se moviera en su asiento, a un lado o a otro, o veía a la pareja de la izquierda o los ojos burlones que le miraban a la derecha. Cuando se le acercó su hermana, dijo, moviendo sólo los labios:
—Parece que Timoteo se está muriendo.
—¿Y qué vas a hacer con él, Soames?
—Pues llevarle a Highgate —y contó con los dedos—. Será el número doce de la familia, contando a las esposas. ¿Cómo encuentras a Fleur?
—Preciosísima.
Soames asintió. Nunca, en verdad, la había visto tan guapa. Pero no podía liberarse del pensamiento de que aquel matrimonio era antinatural. Recordaba todavía su figurilla acurrucada en el sofá. Desde aquella noche no había recibido de ella ninguna confidencia. Supo por su chófer que había vuelto a Robin Hill, pero que la casa estaba cerrada, completamente solitaria. Sabía que había recibido una carta, pero no sabía lo que le decían, y sólo que se retiró a llorar a solas. Había notado que muchas veces le miraba a él, cuando creía que no se daba cuenta; y le miraba con sorpresa, como preguntándose qué habría podido hacer. Un día —ya había vuelto Annette— anunció Fleur que se iba a casar con Michael Mont. Le habló con algún mayor afecto cuando le anunció su propósito. Y él no se había opuesto. Annette dijo:
—Déjala que se case con ese chico. Es simpático y no tan tonto como parece.
La opinión de su mujer le dejó tranquilo, pues, fuera como fuera su conducta, tenía buen instinto para la vida y un sentido común fuera de lo corriente. Le había dado a su hija cincuenta mil libras de dote. Se iban a ir a España en viaje de novios. Se sentiría muy solo él… Pero tal vez con el viaje olvidara y volvería a tratarle con cariño.
La voz de Winifred le sacó de su ensueño:
—¡Mira quién está aquí!… ¡June!
Su prima estaba allí, en efecto, y vistiendo de forma rarísima. Vio que Fleur se dirigía hacia ella. Y las dos subieron juntas por una escalera.
—Esta mujer es imposible… ¿Cómo se le habrá ocurrido venir?
—Tú la invitaste —dijo Soames.
—Porque pensé que no aceptaría.
* * *
Winifred había olvidado que la conducta de cada cual es la más clara expresión del modo de ser de la persona. O, en otras palabras, que Fleur era una pobre desgraciada. Y June no podía faltarle.
Al recibir la invitación, pensó June: «No quiero verlos por nada del mundo». Pero una mañana se despertó soñando que Fleur le hacía gestos desde un bote, gestos de dolor y pena…, y decidió ir.
Cuando Fleur se le acercó y le dijo: «Acompáñame mientras me cambio de vestido», la siguió escaleras arriba al que antaño fué dormitorio de Imogen, dispuesto para ella.
June se sentó en la cama. Fleur cerró la puerta y se quitó el traje de novia.
—Seguramente pensarás de mí que estoy loca —dijo con labios temblorosos— al casarme con éste en vez de Jon. Pero ¿qué importa? Michael me quiere, y a mí me da lo mismo. Por lo menos saldré de mi casa —y metió la mano en su pecho y sacó una carta—. Mira lo que me ha escrito Jon.
Leyó June:
Lake Okanagen, Columbia Británica.
No volveré a Inglaterra. Bendita seas.
JON.
—Ella ha tomado medidas, ya ves —dijo Fleur.
June le devolvió la carta.
—Eso no es leal con Irene —dijo—. Siempre dejó a Jon en libertad de hacer lo que quisiera.
Fleur sonrió con amargura.
—Dime: también destrozó tu vida, ¿verdad?
June la miró.
—Nadie puede destrozar una vida, querida mía. Eso es una tontería. Nos ocurren cosas, pero salimos a flote.
Y, llena de terror, vio cómo Fleur se derrumbaba de rodillas en el suelo y hundía la cara en su falda, sollozando.
—¡Niña, niña!… ¡No llores, guapa! —murmuró—. Ten ánimo, mujer…
Pero la barbilla de la muchacha estaba clavada contra su muslo y los sollozos iban in crescendo.
Pensó que sería mejor que se desahogase. Luego se sentiría más tranquila. Le acarició el cabello, y todo el sentimiento maternal reprimido y sin objeto pasó por sus dedos a la cabeza de Fleur.
—No te dejes agobiar, hija mía —le dijo—. No podemos dominar la vida, pero podemos luchar contra ella. Hay que sacar el partido posible de las cosas. Yo tuve que hacerlo. También lloré como tú lloras. Pero ¡mírame ahora! Aquí estoy, completamente firme…
Fleur la miró, y su último sollozo se convirtió en una carcajada. Cierto que estaba frente a una pobre mujer consumida y nerviosa, pero sus ojos eran dulces y valerosos.
—Tienes razón. Todo pasará. Supongo que podré olvidarle.
Y, poniéndose en pie, se fué al lavabo.
June vio cómo se quitaba con agua fría las señales de la emoción. Se levantó de la cama y cogió un acerico. Y poner dos alfileres en sitios distintos fué todo lo que pudo hacer para expresar a Fleur que la comprendía.
—Dame un beso —dijo cuando Fleur estuvo lista.
—Voy a fumar un cigarrillo. No me esperes si no quieres.
La dejó June sentada en la cama con un cigarrillo en los labios, y bajó la escalera. En la puerta del salón estaba Soames, como inquieto ante la tardanza de su hija. June levantó con soberbia la cabeza y pasó ante él. Se encontró con su prima Francie.
—Mírale —dijo June, señalando a Soames con la barbilla—. Ese hombre es fatídico.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Francie—. ¿Fatídico?
June no contestó. Sólo dijo:
—No voy a esperar a que salgan. Adiós.
—¡Adiós, mujer!… —dijo Francie, y sus ojos grises brillaron.
Aquella vieja pelea familiar… Realmente, era muy gracioso…
Soames, mirando por el hueco de la escalera, vio marchar a June, y emitió un suspiro de alivio. ¿Por qué no bajaba Fleur? Iban a perder el tren… Aquel tren se la iba a llevar lejos de él, pero le ponía nervioso el pensamiento de que podía perderlo. Y entonces bajó, con su vestido color tabaco y su sombrerito de terciopelo negro, y pasó por delante de él a la sala. La vio besar a su madre, a su tía, a la mujer de Val, a Imogen. Después, se encaminó a la puerta, rápida y bonita como siempre. ¿Qué haría con él, con su padre, en aquel último momento de su adolescencia? ¡No podía esperar mucho!…
Le dio un beso apretado en medio de un carrillo.
—¡Papaíto! —le dijo. Y se fué.
¡Papaíto! Hacía siglos que no le llamaban así.
Suspiró largamente y bajó despacio la escalera. La voz del joven Mont dijo fervorosa a su oído:
—Adiós, señor… ¡Muchas gracias!
—Adiós —contestó—. Id de prisa, que vais a perder el tren.
No bajó todos los escalones, para poder ver por encima de aquellos estúpidos sombreros que cubrían estúpidas cabezas. Ya estaban en el coche. Una oleada de algo invadió el alma de Soames, y… no sabía lo que le pasaba; no veía nada…