VIII

Cuando Soames salía de la casa de Robin Hill, el sol, atravesando el gris de aquella tarde fría, lo iluminó todo con su luz radiante. Tan absorto en la pintura paisajista que casi nunca buscaba la belleza de la Naturaleza fuera del rectángulo de un marco de cuadro, quedó sorprendido por aquella caricia caprichosa del sol, que parecía querer expresar sus sentimientos: victoria en la derrota. Su embajada había fracasado. Pero estaba definitivamente libre de aquella gente, y también había liberado de ellos a su hija, para sí, aunque a costa de la felicidad de ésta. ¿Cómo reaccionaría Fleur cuando le dijera su fracaso? ¿Creería que había hecho las cosas lo mejor que pudo? Y Soames, bajo aquel sol que hacía destellar momentáneamente las hojas húmedas de los árboles, sintió miedo. Su hija quedaría muy abatida; tendría él que saber mover su orgullo. Aquel muchacho la había dejado, se había aliado con su madre, la mujer que le dejó a él. Y Soames crispó los puños. Sin prisa por llegar a casa, cenó en Londres en su Club de Connoisseurs. Y se estaba comiendo una pera cuando pensó que si no hubiera ido a Robin Hill, el muchacho no hubiera dejado a su hija. Recordó la expresión de su semblante cuando vio que su madre no quería darle a él la mano. ¿No habría fracasado Fleur por querer asegurarse demasiado el triunfo?

Llegó a su casa a las nueve y media. Cuando el coche entraba por una de las puertas de la verja, oyó que por la otra salía una motocicleta. Era, sin duda, el joven Mont; así, Fleur no había estado tan sola. Pero entró con el corazón angustiado. La encontró sentada en la sala, con los codos en las rodillas y la cara entre las manos. Y el verla en semejante postura renovó sus temores.

—¿Qué, papá?

Soames movió la cabeza. No pudo hablar. ¡Era horrible! Y vio cómo los ojos de Fleur se dilataban y cómo le temblaban los labios.

—¿Qué, qué me dices? ¡De prisa, de prisa, padre!

—Hija mía —dijo Soames—, hice lo que pude… —y de nuevo movió la cabeza.

Fleur corrió hacia él y le puso las manos sobre los hombros.

—¿Ella?

—No. Él. Yo te iba a decir que era inútil… Él ha hecho lo que su padre deseaba antes de morir —la cogió por la cintura—. ¡Vamos, hija mía!… ¡No consientas que te hagan daño! ¡Ellos no valen ni para descalzarte!

Fleur se escapó de sus brazos.

—No has hecho nada… ¡Ni lo has intentado! Tú… Tú me has traicionado…

Amargamente dolido, Soames la miró y la vio temblar como loca.

—No has hecho nada… Yo he sido tonta en confiar en ti… Él no puede… ¡Pero si precisamente ayer…! ¿Por qué te habré yo pedido semejante cosa?

—Sí —dijo Soames lentamente—. ¿Por qué me has pedido nada? Yo me tragué mis sentimientos. Yo hice todo lo que pude, en contra de mi propio parecer… ¡Y ésta es mi recompensa! ¡Buenas noches!

Se dirigió a la puerta con los nervios destrozados.

Fleur se lanzó a alcanzarle.

—¿Es que me deja? ¿Quieres decir eso?

Soames se volvió y, haciendo un esfuerzo, dijo:

—Sí.

—¡Oh! —exclamó Fleur—. ¿Qué hiciste? ¿Qué has podido hacer en aquellos tiempos?

Una sensación de monstruosa injusticia ahogó las palabras en la garganta de Soames. ¡Que qué había hecho él! Y con inconsciente dignidad, se puso la mano en el pecho y miró a Fleur.

—¡Es una vergüenza! —gritó ella apasionadamente.

Soames salió. Subió, lento y helado, a la habitación de los cuadros, y se puso a pasear entre sus tesoros. ¡Insultante! ¡Insultante! ¡Es que la había mimado y consentido demasiado! Se paró ante la reproducción de Goya. Le había permitido acostumbrarse a salirse siempre con la suya, flor de su vida… Se asomó a la ventana. ¿Qué sonido era aquél? ¡Ah, era la pianola! Una melodía negra, con rasgueo de cuerdas y vibraciones hondas. ¿Qué consuelo podía sacar de aquella barahúnda? La vio por el jardín, andando de arriba abajo. ¿Cómo reaccionaría? ¿Cómo podría él saberlo? ¿Qué sabía él de ella? No había hecho nunca más que quererla como a su sangre, quererla siempre… Y no la conocía, no sabía nada, ni la menor cosa… Y allí estaba, y allí estaba el río, y allí seguía sonando la melodía negra.

—Voy afuera —se dijo.

Y corrió hacia la sala, que seguía con las luces encendidas, con la pianola jadeando aquel vals, o fox-trot, o como se llamara…

¿Desde dónde podría observarla sin que le viera? Se deslizó por el huerto hacia el embarcadero. Ahora estaba entre ella y el río y quedó algo más tranquilo. Era hija suya y de Annette y no haría una locura… Pero él no sabía… Desde el embarcadero podía ver la última acacia del camino y el remolino de su falda cada vez que daba la vuelta en su marcha incansable. Ya había cesado aquella melodía, gracias a Dios… Se acordó de pronto de aquella mañana en que había dormido en el embarcadero, tras la muerte de su padre y el nacimiento de ella…, ¡hacía ya diecinueve años! Aquel día comenzó la segunda pasión de su vida…, por su hija, por aquella niña que se paseaba, enloquecida, entre las acacias. ¡Qué de alegrías le había dado! Y todo sentimiento de ultraje desapareció de él. Si pudiera volver a hacerla feliz, no le importaría de qué forma… Nunca olvidaría aquel momento. Se detuvo a la orilla, completamente inmóvil. Después, con infinito descanso, vio que se daba la vuelta hacia la casa. ¿Qué podría darle para contentarla? Perlas, viajes, caballos, relación con otros jóvenes…, ¡lo que quisiera!…, lo que pudiera llevarle a él a olvidar su figura inmóvil junto al río… Prestó atención. Había vuelto a poner en marcha la pianola, con la melodía negra otra vez. ¡Qué manía! Volvió también él a la casa. Dudaba si hablarle, pues no sabía qué le podría decir. Trató de recordar lo que sintió él ante su amor desengañado… y no pudo. ¡Todo se había ido! Sólo recordaba que sufrió mucho. Por una ventana que daba a la terraza, la veía. Estaba en pie, apoyada en la pianola, con un cigarrillo encendido en los labios. Cada músculo de su cara, sus ojos, sus labios, tenían una expresión extraordinaria de cólera y de rencor. No le parecía su hija. Alguna vez había visto así a Annette. Y no se atrevió a entrar, pensando que era inútil todo intento de consolarla.

La luna triunfó sobre los álamos y llenaba de su irrealidad el jardín. La luz de la sala se apagó. Estuvo un rato fuera, sin decidirse a entrar. Al fin, entró.

¿Se habría ido a acostar? Anduvo a tientas, hasta que tropezó con una silla. Oyó un suspiro. Allí estaba, acurrucada en un rincón del sofá. La vio a la luz de la luna, que se filtraba, misteriosa, en la habitación. Tendió la mano, deseando acariciarla; pero ¿necesitaba de sus consuelos? Observó su cabello revuelto y su cara bella, ya que trataba de disimular su dolor. ¿Cómo dejarla allí? Al fin le rozó la cabeza, diciéndole:

—Vamos, hija; mejor es que te acuestes. Yo haré que seas feliz.

¡Qué afirmación más fatua! Pero ¿qué decirle?