Cuando preguntó por ella a la hora de merendar, se enteró Soames de que Fleur había salido en el coche, a las dos… ¡Tres horas fuera de casa! ¿Adónde habría ido? ¿A Londres, sin decirle una palabra? No acababan de gustarle los automóviles. Le parecían cosas demasiado grandes, malolientes, ruidosas… Obligado por Annette a comprar uno —un Rollhard con almohadones gris perla, luz eléctrica, espejitos, ceniceros y floreros—, lo consideraba algo así como consideraba a su cuñado Montague Dartie. El automóvil representaba la inseguridad, la rapidez. Y él, según pasaban los años, se iba haciendo más seguro, más lento, más pesado… Más cada vez, en idas y en palabras, como fué James, su padre. Y él se daba cuenta.
A las ocho casi, oyó el coche. Se le quitó un gran peso del corazón. Corrió a su encuentro, y ya ella salía, pálida y con aire de cansancio, pero viva…
—Buen susto me has hecho pasar. ¿Dónde has estado?
—En Robin Hill. Lo siento mucho, papá, pero tenía que ir. Luego te contaré —y le dio un beso y salió corriendo escaleras arriba.
Soames la esperó en el salón. ¡Había ido a Robin Hill! ¿Y para qué?…
Aquello no era cosa de que podían hablar mientras cenaban. El miedo que había pasado Soames ante su tardanza, el descanso que sintió al verla llegar, mitigaron su capacidad de condenar lo que había hecho y le permitían resistir lo que le fuera a decir; y esperó que hablara. La vida era un raro asunto. Él tenía sesenta y seis años y no tenía más dominio de las cosas que si no se hubiera dedicado cuarenta a conseguir una seguridad para él y para todos, a establecer pactos con alguna cláusula beneficiosa. En el bolsillo tenía una carta de Annette. Iba a regresar dentro de quince días. No sabía lo que había estado haciendo en Francia. Y se alegraba de no saberlo. Su ausencia había sido un descanso: ojos que no ven, corazón que no siente… Pero volvía otra vez a darle más preocupaciones. Y el cromo de Bolderby se le había escapado: Dumetrius se había hecho con él…, todo porque aquella carta anónima le había hecho olvidarlo con la preocupación que le trajo. Observó disimuladamente, el aire de dolor de la cara de su hija, como si también ella estaba mirando un cuadro que no podía comprar. Casi lamentó que se hubiera acabado la guerra; entonces las preocupaciones quedaban absorbidas en la gran preocupación. De su voz acariciadora dedujo que le iba a pedir algo, y no sabía si sería prudente concedérselo o negárselo.
Después de cenar puso Fleur en marcha la pianola eléctrica. Y auguró lo peor cuando se sentó en una banquetita a sus rodillas y le puso las manos encima.
—Papá, tienes que ser bueno conmigo. Yo tenía que ver a Jon: él me había escrito. Él va a ver si puede decidir a su madre a no oponerse. Pero yo he estado pensando, y creo que el asunto está enteramente en tus manos, papá. Tienes que convencerla de que el que nos casemos no significa que se va a renovar el pasado; que yo seguiré siendo tuya y Jon de ella; que tú nunca necesitas verla a ella ni verle a él, que ella nunca necesita verte ni verme a mí… Tú eres solamente quien puede convencerla, porque eres el único que puedes prometer. Nadie puede prometer por otro. Quizá la cosa no fuera demasiado dura para ti si la vieras en seguida, ahora que su marido ha muerto.
—¿Demasiado dura? —preguntó Soames—. Dura es poco… ¡Extraordinaria!…
—Porque a ti, tú lo sabes mejor que nadie, no te importa no verla.
Soames guardó silencio. Aquello era precisamente una cosa de la que no estaba seguro del todo. Fleur le deslizó los dedos entre los suyos. Dedos finos, suaves, pero temblorosos, llenos de ansia. ¡Aquella niña, si se proponía meter la cabeza por una pared, lo conseguiría!
—¿Qué voy a hacer yo si tú no me ayudas, papá? —dijo Fleur muy dulcemente.
—Yo haría cualquier cosa por tu felicidad —dijo Soames—. Pero eso no es tu felicidad.
—¡Oh, sí!… ¡Sí que lo es!
—No se conseguiría nada.
—Sí se conseguiría… Es hacerle ver que se trata sólo de nuestras vidas, no de la tuya ni de la de ella. Tú puedes hacérselo comprender, papá…
—Estás enterada, hija mía…
—Por mi parte, Jon y yo esperaríamos un año. ¡Dos años si tú quieres!
—Lo que pasa es que no te importan un comino mis sentimientos.
Fleur apretó la mano de su padre contra su carita.
—Sí que me importan, papaíto; pero tú no vas a querer hacerme totalmente desgraciada.
Soames iba sintiendo crecer su asombro. ¡Qué mafia se daba aquella hija para salirse con la suya! Trataba con toda su voluntad de convencerse de que le quería… Pero no estaba seguro. No… Ella no quería más que al crío aquel. ¿Y por qué tenía que ayudarle a conseguirlo, cuando eso sería quedarse sin el poco cariño que le tuviera? Ante el criterio forsyteano, sería un tonto si lo hiciera. Y de pronto se dio cuenta de que tenía mojada la mano. Le dio un salto el corazón. No podía sufrir que su hija llorara. Puso la otra mano sobre las suyas, y en seguida le cayó una lágrima también. ¡No podía, no podía resistirse!…
—Vamos, vamos, hijita… Ya lo pensaré, ya lo pensaré. Pero no me llores, que yo haré lo que pueda.
No volvió a ver a Fleur aquella noche. Pero al desayuno del día siguiente le miró con ojos tan suplicantes, que no pudo hacerse el desentendido, ni lo intento siquiera. ¡Nada! ¡Iría a Robin Hill! ¡Iría a aquella casa de tan malos recuerdos! ¡Sobre todo el último!… Aquel día que fué allí a intentar separar al padre del muchacho de Irene con la amenaza de divorcio… Muchas veces después, pensó que con aquello lo que había hecho fué decidir que se unieran. Y ahora iba a tratar de unir a su hija con el hijo de aquéllos… «¿Qué habré hecho en este mundo para verme obligado a tales cosas?», pensó. Tomó el tren hasta Londres y otra vez el tren allí, y desde la estación fué andando hacia la casa, lo mismo que había hecho treinta años antes.
Una criada salió a abrirle.
—Anuncie a… al señor Forsyte, para un asunto de mucha importancia.
Si Irene se daba cuenta de que era él, lo más probable era que no le recibiese.
Volvió la muchacha diciendo:
—¿Tendría el señor la bondad de decir para qué asunto?
—Diga que es referente al señorito Jon.
Y otra vez quedó solo en el hall del estanque, proyectado por su primer amante, Bosinney. Sí… Había sido muy mala. Había querido a dos hombres y a él no. Debía tenerlo muy presente cuando se encontrara, una vez más, cara a cara con ella. Y la vio a la puerta, entre las cortinas rojas. Le dijo:
—¿Quieres pasar, por favor?
Pasó. Como en la Sala de Exposiciones, como en la pastelería, le pareció hermosa. Y ésta era la primera vez, desde que se casó con ella hacia treinta y seis años, que hablaba con ella sin el derecho legal de llamarla suya. No iba de luto. «Seguramente una de las chifladuras de aquel sujeto», pensó.
—Siento mucho molestar —dijo con voz oscura—. Pero este negocio hay que terminarlo de una vez, de una manera o de otra.
—¿No quieres sentarte?
—No, muchas gracias.
Molesto por lo falso de su posición, impacientado por las palabras ceremoniosas, rompió a hablar.
—Esto es un absurdo. Yo he hecho lo que he podido para cortar las cosas. Creo que mi hija está loca, pero la tengo mal educada y… siempre acabo por hacer lo que ella quiere. Por eso estoy aquí. Supongo que tú quieres a tu hijo.
—Claro.
—¿Entonces?
—Que decida lo que le parezca.
Tuvo la impresión de que daba una estocada en el aire. Siempre, siempre lo mismo con ella…
—Pero eso es una locura.
—Sí que lo es.
—Por lo que a mí se refiere, puedes estar tranquila. Yo no quiero importunar con mi presencia ni a ti ni a tu hijo si este matrimonio se efectúa. Los jóvenes de hoy son…, ¡yo no sé cómo son! Pero no puedo ver sufrir a mi hija. ¿Qué debo decirle?
—Dile lo que te he dicho: que Jon tiene el asunto completamente en sus manos, que puede decidir lo que quiera.
—¿Pero tú no te opones?
—Con todo mi corazón. Pero no con mis labios.
Soames se puso a morderse un nudillo.
—Recuerdo que una tarde… —dijo de pronto, pero se detuvo.
¿Qué tenía, qué tenía aquella mujer que no encontraba palabras para expresar la aversión que sentía hacia ella?
—¿Dónde está… tu hijo?
—Creo que estará en el estudio de su padre.
—¿No estaría bien que le llamaras?
Vio cómo tocaba el timbre y cómo entraba la muchacha.
—Dígale al señorito que baje, haga el favor.
—Si la cosa la tiene que decidir él —dijo Soames cuando salía la muchacha—, supongo que hay que dar por descontado que este matrimonio absurdo se realizará. En ese caso, habrá que hacer ciertas formalidades. ¿Quién es tu abogado? ¿Herring, tal vez?…
—Sí.
—¿Piensas vivir con ellos?
—No.
—¿Qué haréis de esta casa?
—Lo que a Jon le parezca.
—Esta casa —dijo Soames—, yo tenía esperanza en ella cuando la empecé. Si ellos viven aquí…, sus hijos… Dicen que existe Némesis. ¿Lo crees así?
—Sí.
—¡Ah! ¿Sí?…
Dio Soames unos pasos hacia la ventana. Luego volvió hacia Irene, y le dijo:
—No volveremos a vernos más. ¿Quieres darme la mano y olvidar el pasado?
Tendió la mano a Irene. Su rostro, muy pálido, se volvió más pálido todavía, y sus manos siguieron crispadas en su falda. Oyó un ruido y se volvió. Jon estaba a la puerta. Casi no le reconoció Soames. Había cambiado mucho desde el día en que le vio en la Sala de Exposiciones de June: parecía mucho más viejo; estaba macilento, rígido, con el cabello despeinado y los ojos muy profundos. Soames hizo un esfuerzo, y dijo con un gesto que ni era sonrisa siquiera:
—Bien, joven… He venido de parte de mi hija. Según me informa su madre, usted es quien ha de decidir sobre el asunto.
El muchacho, que tenía los ojos fijos en su madre, no contestó.
—Por causa de mi hija he venido. ¿Qué le digo de su parte?
Sin dejar de mirar a su madre, el muchacho dijo lentamente:
—Dígale a Fleur que es imposible. Debo hacer lo que mi padre deseaba antes de morir.
¡Jon!
—No me digas nada, madre.
Completamente estupefacto, Soames miró a uno y a otro. Después, tomando el sombrero y el paraguas que había dejado en una silla, se dirigió a las cortinas de la entrada. El muchacho le abrió paso entre ellas. Salió y oyó el ruido de las anillas al deslizarse, cerrando, por la barra. El sonido le hizo sentirse descansado.
—¡Pues mira tú!… —pensó. Y salió de la casa.