Las semanas que siguieron a la muerte de su padre fueron tristes y vacías para el último Jolyon Forsyte que quedaba. Las formalidades necesarias y ceremoniosas, la lectura del testamento, la evaluación de todo, la distribución de los legados, etc., se realizaron ante un muchacho que no se interesaba por la riqueza y ante una mujer que casi no se interesaba. Jolyon fué incinerado. Por disposición especial suya, nadie asistió a la ceremonia ni vistió luto. Su herencia, en cierto modo controlada por el testamento de su padre, el viejo Jolyon, dejaba a su viuda Robin Hill y dos mil quinientas libras al año, vitalicias. Aparte de esto, los dos testamentos iban conformes al propósito de asegurar que cada uno de los tres herederos de Jolyon tuviera una parte igual en la riqueza de su abuelo y de su padre. Jon, por ser varón, tendría el dominio de su capital a los veintiún años, mientras que June y Holly sólo tendrían el espíritu, para que sus hijos pudieran tener más tarde el cuerpo. Si no tenían hijos, todo iría a parar a Jon si los sobrevivía; y dado que June tenía cincuenta y Holly casi cuarenta años, Jon estaría tan bien acomodado como su abuelo cuando murió. Por lo menos, esto se estimaba en la posada de Lincoln Fields, y seguramente tenían razón. June fué quien hizo todo lo necesario para sustituir la apatía doliente de Irene y Jon.
Cuando se marchó, quedaron los dos solos, unidos por el dolor común y separados por el amor del muchacho. Su madre le miraba con paciente tristeza que tenía una insinuación de orgullo, como si fuera a necesitarle para defenderse. Jon no juzgaba ni mucho menos condenaba a su madre. Se presentó un motivo de distracción y alivio: el problema de la obra del muerto. June se ofreció a hacerse cargo de ella. Pero Jon y su madre comprendieron que si empezaba a exhibir cuadros y bocetos en su Sala encontrarían tales desprecios por parte de Paul Post y sus demás protegidos, que pronto arrancarían de su corazón todo cariño por la obra de su padre. Ésta, en su estilo a la antigua y en su técnica, era buena, y no podían soportar la idea de que nadie hiciera mofa y escarnio. Una exhibición dedicada exclusivamente a él, una exposición de toda su obra, era el último tributo de amor que podían rendirle, y en prepararla pasaron muchas horas bastante aliviados. En Jon aumentó el sentimiento de respeto por su padre. La tenacidad callada con que había convertido un talento mediocre en algo verdaderamente personal se puso de manifiesto en aquellos días. Había una gran cantidad de trabajo que presentaba una rara continuidad en el crecimiento de profundidad y alcance de visión. Nada, realmente, alcanzaba profundidades grandes o alturas muy elevadas; pero la obra era seria, consciente y completa. Y recordando la humildad con que su padre se proclamaba a sí mismo un amateur, Jon no pudo evitar el pensamiento de que realmente no había conocido a su padre. Tomarse a sí mismo en serio, y, sin embargo, no molestar a otros haciéndoles saber que se tomaba en serio, parecía haber sido su norma constante. En esto había algo que conmovía a Jon y que le hacía adherirse al pensamiento de su madre: «Tenía verdadero refinamiento; no podía dejar de pensar en los demás, hiciera lo que hiciera. Y cuando tomaba una resolución que iba en contra de las opiniones de otros, lo hacía sin pensar en que pudieran intentar hacerle daño, sin sentir desconfianza de nadie… En dos ocasiones tuvo en su vida que ponerse frente a todo, y, sin embargo, no se hizo duro ni agrio». Y Jon veía que por sus mejillas caían gruesas lágrimas, que ella procuraba ocultarle. Tomó con tanta serenidad su pérdida, que a veces pensó él que no la sentía mucho. Pero se daba cuenta de que su madre, como su padre en vida, tenían una gran reserva de dignidad, que le parecía no haber heredado.
Habían arreglado el estudio de su padre, que en tiempos fué habitación destinada a clase de Holly, donde ella tenía sus gusanos de seda, sus flores, su música, etc. Sobre su mesa de trabajo, tal como estaba manchada de pintura, Irene colocó un cacharro lleno de rosas rojas. Jon estaba asomado a la ventana cuando oyó el ruido de un automóvil. ¡Alguien que iría a algo del testamento, algún abogado cargado de papeles, sin duda! Le llegaba un fuerte olor a fresa. ¿De dónde venía? No se cultivaba fresa por aquel lado de la casa. Instintivamente sacó del bolsillo una hoja muy arrugada de papel, y escribió algunas palabras que para otro no hubieran significado nada. Un suave calor se le difundió por el pecho; se frotó las manos. Y muy pronto tenía escrito esto:
Si pudiera yo hacer un cantar,
un cantar para calmar mi corazón,
lo haría de pequeñas cositas.
De ruido de agua, de frotar de alitas,
del ruido del perro al jadear
y de la gota de agua al estallar…
Del suspiro del gato y del pajarillo
y de todo misterioso ruidillo.
Del crujir en las hojas de la escarcha,
del trueno lejano que se marcha…
Tan tierno como la luz al brillar,
como la flor o la mariposa al volar.
Y cuando al fin lo viera cuajar,
lo dejaría volar y cantar[116].
Estaba repitiéndoselo a la ventana cuando oyó que le llamaban; se volvió y vio a Fleur. Ante la sorprendente aparición, se quedó sin poder hacer el menor movimiento ni decir la más breve palabra. Después, pudo avanzar hacia la mesa y decir: «¡Qué bien que hayas venido!». Y la vio vacilar como si le hubiera arrojado algo.
—Pregunté por ti y me trajeron aquí. Pero puedo marcharme.
Jon se agarró a la mesa manchada de pintura… Su carrera y su figura se fotografiaron tan vivamente en sus ojos que, si se hubiera hundido el suelo, hubiera seguido viéndola.
—Reconozco que te engañé, Jon. Pero fué porque te quiero.
—Sí…, no te preocupes. No tiene importancia.
—No contesté a tu carta. ¿Para qué? No podía decirte nada. Quería mejor verte.
Le tendió las manos y Jon se las cogió desde el lado opuesto de la mesa. Quiso hablarle, pero no pudo, pues toda su atención se concentró en no dañar aquellas manitas tan suaves. Ella le dijo, casi desafiadora:
—Y la vieja historia esa… ¿era verdaderamente tan horrible?
—Sí —contestó él.
Y en su voz había una nota de desconfianza.
Ella retiró las manos.
—No creía que hoy estuvieran los hijos tan amarrados a la falda de sus madres.
Jon se echó atrás, levantando la mandíbula como si le hubieran dado un puñetazo.
—¡Oh, Jon! No quería decir eso… ¡Qué horror! ¡Cuánto lo siento! —y fué rápidamente a su lado—. Jon, Jon… ¡Lo siento mucho!
—Bueno, está bien.
Le había puesto ella las dos manos en un hombro y reposó la frente sobre ellas; el borde de su sombrero tocaba el cuello de Jon, y notó que estaba temblando. Pero, paralizado, no le dijo nada. Ella se le separó.
—Me voy. No me quieres. Pero nunca pensé que me dejarías.
—¡Yo no te dejo! —gritó Jon, vuelto a la vida—. No puedo dejarte… Lo intentaré de nuevo.
Los ojos de Fleur resplandecieron, y se inclinó sobre él.
—¡Yo te quiero, Jon; yo te quiero! —le dijo—. ¡No me dejes tú a mí! Estoy tan desesperada… ¿Qué me importa el pasado… de ellos…, comparado con… esto?
Y le abrazó. Él la besó en los ojos, en las mejillas, en los labios. Pero mientras la besaba estaba viendo las hojas de aquella carta, caídas en el suelo de su habitación…, la cara pálida y fría de su padre muerto, a su madre arrodillada junto a él… Las palabras de Fleur: «¡Habla a tu madre, Jon, háblale!», le sonaban a palabras infantiles. Se sintió extrañamente viejo.
—Yo le hablaré —murmuró—. ¡Pero es que tú no lo comprendes!…
—Ella quiere estropear nuestras vidas sólo porque…
—¿Por qué? Di: ¿por qué?
Su voz sonó a desafío, y ella no respondió. Le apretó más aún entre sus brazos y le besó, y él correspondió a sus besos. Pero aunque estaba cediendo aparentemente, el veneno iba haciendo su efecto, el veneno de la carta… Fleur no sabía, no comprendía nada…, juzgaba injustamente a su madre. ¡Fleur venía del campo enemigo!
Jon se asomó a la ventana y oyó el ruido del coche que se la llevaba. Ella estaría desesperada, pero también lo estaba él.
Esperó hasta la tarde, hasta que hubieron cenado muy en silencio, hasta que su madre hubo tocado para él… Y siguió esperando, comprendiendo que ella sabía lo que le quería decir. Le dio un beso y se marchó a su habitación, y él siguió esperando, viendo la luna y las polillas que revoloteaban en torno a la luz, y observando el color irreal que toman las cosas en la noche. Hubiera dado cualquier cosa por desvivir lo vivido, por volver tres meses atrás…, por no enfrentarse con el problema de tener que decidir. Ahora se daba mejor cuenta de lo que quería decir aquella carta, como si su contenido fuera un germen que se hubiera ido desarrollando poco a poco, invadiéndolo todo, hasta su fe en Fleur. Pues sentía su amor menos ilusionado, más terrenal, lleno de duda de que Fleur, como su padre, lo que quería era poseer, poseerle a él. Él tenía todavía —pues no llegaba a los veinte años— el ansia juvenil de dar a dos manos y de no tomar con ninguna, de entregarse con enamorada generosidad. ¡Ella también sentiría así! ¡Si Fleur y él hubieran nacido y se hubieran conocido en un desierto, sin pasado, a solas!…
La puerta de su habitación estaba abierta y la luz encendida; su madre, todavía vestida y en pie, estaba allí, esperándole sin duda.
—Siéntate, Jon. Tenemos que hablar —y ella se sentó junto a la ventana y él en su cama.
Veía a su madre de perfil, y la gracia y la belleza de su rostro, la línea delicada de la frente, de la nariz, del cuello, la dulzura que había en ella, le conmovieron. ¿Qué le iría a decir? ¿Y quién tendría corazón para decirle nada?
—Ya sé que Fleur ha venido esta tarde. No me sorprende.
Era como si hubiera dicho: «Es hija de su padre». Y el corazón de Jon se endureció. Irene prosiguió:
—Tengo la carta de tu padre. La recogí aquella noche. ¿Quieres que te la devuelva? Yo la leí antes que te la diera. Y en ella tu padre no hacía justicia completa a mi crimen.
—¡Madre! —empezó a decir Jon.
—Tu padre intentó disimularlo; pero yo sé bien que casándome con el padre de Fleur sin quererle hice una cosa horrenda. Un matrimonio así, Jon, puede hacer daño a otras vidas también… Tú eres muy joven, hijo mío, y estás enamorado. ¿Tú crees que puedes ser feliz con esa muchacha?
Mirándola a los ojos, más oscuros que nunca a causa del dolor, Jon respondió:
—Sí. Con ella sería feliz…, si lo fueras tú.
Irene sonrió.
—La admiración por la belleza y el deseo de posesión no son el amor. Si tu caso fuera otro como el mío, Jon, en que se unen los cuerpos, pero las almas están en guerra…
—¿Por qué habría de serlo? Tú crees que ella es como su padre, pero no…
Volvió a sonreír Irene:
—Tú, hijo mío, eres de los que dan… Ella es de las personas que toman.
—No, no… Ella no es así… Si no fuera por no hacerte sufrir, ahora que papá ha muerto…
—¡Calla, calla! —e Irene se puso en pie—. Aquella noche te dije que pensases en ti. ¡Te lo decía de verdad! Y ahora te lo repito: ¡Piensa en ti! ¡Piensa en tu felicidad!… Yo puedo soportar lo que venga… Yo me lo he buscado…
La palabra «¡Madre!», volvió a acudir a los labios de Jon.
Irene se le acercó y le puso una mano sobre una de las suyas.
—¿Te duele la cabeza, hijo mío?
Jon la movió negativamente. No le dolía. Lo que le dolía era dentro del pecho, ante el tirón de dos amores incompatibles que le desgarraban los tejidos.
—Yo siempre te querré lo mismo, Jon, hagas lo que hagas. No creas que vas a perder mi cariño si… —le acarició el pelo y se fué.
Oyó cerrarse la puerta. Y se echó en la cama, tratando de normalizar la respiración y de vencer una sensación de ahogo angustiosa.