La idea fija, que ha desbordado a más guardias en la calle que ninguna otra forma de desorden público, jamás toma más vigor y violencia que cuando está cubierta con los ropajes del amor. Ni a barreras ni a fosos ni a puertas, ni a otros seres con ideas fijas también o con ideas de otra clase, ni a cochecitos de niño con sus ocupantes chupando su idea fija propia de la edad, a nadie, en definitiva, presta atención la persona poseída por la idea fija del amor… Corre con los ojos introvertidos y alumbrados por la propia luz interior, olvidado de la existencia de otras estrellas. Los demás poseídos de ideas fijas diferentes, como la creencia de que la felicidad humana depende de su arte, o la práctica de la vivisección de perros, o la tendencia a ser ministro año tras año, o el amor por las raíces griegas, o cualquier otra idea fija, no son nada constantes en sus afectos comparados con el que tiene o la que tiene la idea fija de poseer el corazón de fulanita o fulanito. Y aunque Fleur, en aquellos días friolentos de verano, llevaba la vida de una niña Forsyte caprichosa con todos sus caprichos pagados, y cuyo único problema en la vida estribaba en pasarlo bien, era absolutamente indiferente a todo lo que no fuese su amor. Llevaba, incluso, las cartas de Jon encima, envueltas en seda de color rosa y metidas en el pecho, lo que en aquellos días, en que los corsés eran tan bajos, se despreciaba tanto el sentimentalismo y estaban tan fuera de moda los abultamientos carnosos, era, sin duda, la mayor prueba de la fijeza de su idea de amor.
Tras enterarse de la muerte del padre de Jon, escribió a éste y recibió su respuesta tres días después, a la vuelta de una excursión por el río. Era su primera carta desde el encuentro en casa de June. La abrió, llena de temores, y la leyó con dolor:
Desde el día que nos vimos he sabido muchas cosas: todo. No te lo voy a repetir, pues creo que lo sabías cuando estuvimos en casa de June. Eso es lo que dice ella. Si lo sabías, Fleur, debieras habérmelo dicho. Es de suponer que sólo conozcas la versión de tu padre. Yo he oído la de mi madre. Es horrible. Ahora que está tan triste, no puedo hacer nada que aumente su dolor. La verdad es que todo el día estoy pensando en ti, pero creo que nunca podremos casarnos. Hay algo demasiado fuerte que nos separa.
¡Su ocultación se había descubierto! Pero Jon —ella lo sabía— le había perdonado aquello. Era lo que decía su madre lo que hacía angustiarse su corazón y le producía un temblor de piernas.
Su primer impulso fué contestarle; el segundo, no contestar. Y los dos impulsos alternaban sucesivamente en los días que siguieron, mientras la desesperación aumentaba en ella. No en vano era hija de su padre. La tenacidad de Soames era el fundamento de su modo de ser, adornado con la gracia y la rapidez francesas; por instinto, conjugaba siempre el verbo tener con el pronombre yo. Sin embargo, ocultó todo signo exterior de su desesperación creciente y se entregó a excursiones y paseos por el río, tanto como lo permitía el tiempo de aquel julio lluvioso y desagradable, como si no tuviera preocupación alguna. Simultáneamente, ningún heredero del título de baronet en el mundo descuidó sus deberes editoriales con tanta persistencia como Michael Mont.
Para Soames, su hija era un verdadero rompecabezas. Casi estaba engañado por su alegría fingida. Casi…, pues no dejaba de percibir que había momentos en que su mirada se perdía en un abismo de infinito, y que por la noche tenía luz en su cuarto hasta horas muy avanzadas.
En esta situación de tristeza y mal tiempo recibieron la invitación de Winifred para asistir a «una comedia divertidísima», La Opera de los mendigos, y el encargo de que llevaran algún amigo para completar el cuarteto. Soames, no frecuentaba ya los teatros, pero fué por llevar a Fleur. Y en su coche, los dos y Michael Mont, que se encontraba en el séptimo cielo, fueron a buscar a Winifred, que encontró al muchacho «la mar de divertido». A Winifred le interesó la comedia; a Soames le pareció desagradable y cínica. A Fleur no le pareció nada. Su idea fija cantaba en el escenario con Polly Peachum, hacía gestos con Filch, bailaba con Jenny Diver, adoptaba posturas raras con Lucy Lockit y tiraba besos, daba saltos y codazos con Macheath, pero no advertía nada de lo que pasaba. Cuando entraron en el coche para el regreso, sufría porque Jon no estaba allí en vez de Michael Mont; cuando en algún salto del vehículo el brazo del joven rozaba el suyo, lamentaba que no fuera el brazo de Jon. Y cuando su voz alegre, más alegre aún por la presencia de ella, se alzaba sobre el ruido del motor, le dolía que no fuera la voz de Jon la que llegara a sus oídos.
Fué durante el viaje de regreso cuando tomó su resolución: iría a Robin Hill a verle. Iría ella sola. Cogería el coche sin decir nada a su padre y sin avisar de su visita. Ya hacía nueve días que había recibido la última carta y no podía esperar más. ¡Iría el lunes! Y el tomar aquella decisión la tranquilizó, y hasta la hizo ser amable con Michael. Teniendo por delante una cosa concreta que hacer, podía dedicarse a tolerar y a responder. Y Mont pudo quedarse a cenar, pudo dedicarse a hacer el amor a Fleur como de costumbre; a bailar con ella, a darle apretones de mano, a suspirar…, a todo lo que no pudiera llegar a interferir su idea fija.
Durante la cena habló más vivamente que de costumbre, esta vez sobre «la muerte de la burguesía». Fleur no prestaba casi atención; pero sí su padre, quien sonreía a vez con sonrisa que expresaba disentimiento y a veces cólera.
—La nueva generación no piensa como la suya, señor. ¿Verdad, Fleur?
Fleur se encogió de hombros: para ella, la nueva generación era Jon, y no sabía lo que estaría pensando en aquel momento.
—Los jóvenes pensarán como yo cuando tengan mis años, señor Mont. La naturaleza humana no cambia.
—Eso lo admito sin reservas. Pero cambian las formas de pensamiento. Y el interés en sí mismo, el egoísmo, está muriendo ya.
—¡Vaya, vaya! El interesarse por sí mismo no es una forma de pensamiento, señor Mont; es un instinto.
Sí: era instintivo pensar en Jon.
—Pero ¿qué es el interés por sí mismo? ¡Ahí está la cosa! El interés de cada cual es ahora el interés por los demás; cada vez se tiende más rápidamente a eso, ¿verdad Fleur?
Fleur no hizo sino sonreír.
—Y sí el interés por los demás no llega a ser el interés fundamental de cada uno, habrá sangre.
—Desde tiempos inmemoriales se viene diciendo lo mismo.
—Pero admitirá usted que el sentido de la propiedad está desapareciendo.
—Yo más bien creo que está aumentando entre los que no tienen propiedad alguna.
—Pues fíjese en mi caso… Yo soy heredero de una fortuna y de un título. Y no lo quiero…
—Porque no está usted casado; por eso no sabe lo que está diciendo.
Vio Fleur que los ojos del joven se convertían, tristes, a ella.
—¿Cree usted verdaderamente que el matrimonio…?
—La sociedad está basada sobre el matrimonio y sobre sus consecuencias. Esto no puede usted cambiarlo.
El joven Mont quedó pensativo. Se hizo un silencio total en el comedor, sobre la mesa llena de cubiertos de plata con la cresta de los Forsyte, bajo el globo de luz eléctrica… y fuera, se iba poniendo el sol, y la humedad del río lo iba invadiendo todo, acompañada de suaves olores.
«¡El lunes le veré! —pensó Fleur—. El lunes…».