IV

La esquela del Times que anunciaba la muerte de su primo Jolyon afectó muy simplemente a Soames… ¡Conque había muerto aquel sujeto! Nunca se habían querido; pero ahora Soames no sentía ya ningún odio. Sin embargo, aquella muerte un tanto prematura le pareció a Soames un acto de justicia poética que se le hacía a él. Veinte años había tenido el disfrute de lo que era suyo: su casa y su mujer. Pues ya estaba muerto, ya había dejado de poseer ambos bienes. El comentario a la muerte, que apareció algo después, le parecía a Soames demasiado para Jolyon. En un artículo necrológico hablaba de aquel «diligente y agradable pintor cuyo trabajo ha venido a ser una expresión clara de la última época victoriana». Soames, que automáticamente prefería a Mole, a Morpin y a Caswell Baye, resopló despectivamente cuando leyó que su primo fué «uno de nuestros mejores acuarelistas contemporáneos», y dejó el periódico ruidosamente.

Tenía que ir a Londres aquella mañana para asuntos «exclusivamente Forsyte», y se dio cuenta de la mirada oblicua que Gradman le dirigió por encima de sus lentes. El viejo empleado presentaba un aire de luctuosa congratulación. Casi se le oía pensar: «El señor Jolyon, sí, sí… tenía mi misma edad, y… Señor, Señor…».

Y aquella atmósfera creada por el empleado llevó a Soames a despachar con suma rapidez algunas cosas que llevaba en cartera.

—¿Qué hay, por fin, de aquel documento referente a la señorita Fleur?

—Lo he pensado mejor —dijo Soames con sequedad.

Soames había empezado a preguntarse en qué forma afectaría aquella muerte a Fleur. No estaba seguro de que se hubiera enterado, pues casi nunca hojeaba un periódico, y nunca ninguna información de natalicios, matrimonios y defunciones.

Apresuró su trabajo, y en seguida fué a la calle Green a almorzar. Winifred estaba casi triste. Parecía ser que Jack Cardigan había roto un trampolín al saltar al agua y que no estaría en condiciones por algún tiempo. Y ella no podía hacerse a semejante idea.

—¿Profond marchó, al fin? —preguntó Soames repentinamente.

—Sí —le informó Winifred—. Pero no sé dónde estará.

Ahí estaba la cosa… No es que le importara en modo alguno. De Annette llegaban cartas desde Dieppe, donde estaba con su madre.

—¿Has leído la noticia de la muerte de ése?

—Sí. Y lo siento por sus hijos —dijo Winifred—. Era muy amable.

Soames emitió un gruñido muy raro. En su interior se iba desarrollando la sospecha de que los hombres eran juzgados por lo que eran, no por lo que hacían.

—Eso se empeñó la gente en decir, que era amable —murmuró, resentido.

—Ahora que ha muerto hay que hacerle justicia.

—La justicia me hubiera gustado a mí habérsela hecho antes —suspiró Soames—. Pero nunca se presentó la oportunidad. ¿Tienes aquí un Baronetage, por casualidad?

—Sí, en la librería ésa, en el estante de abajo.

Tomó Soames un libro encarnado muy grueso, y pasó rápidamente las hojas. Leyó:

Mont. Sir Lawrence, 9.° Bt. Título creado en 1620. Hijo de Geoffrey, 8. Bt., y Lavinia, hija de sir Charles Muskham. Bt. de Muskham Hall. Shrops. Casó en 1890, con Emilia, hija de Conway Charwell. Esq. de Condaford Grange co. Oxon; 1 hijo, heredero Michael Conway, nacido en 1895, 2 hijas. Residencia: Lipping-Hall Manor, Folwell, Bucks. Clubs: Snooks; Coffe House; Aeroplane. Véase Bidlicott.

—Bueno —dijo; y luego—: ¿Tú conoces algún editor?

—El tío Timoteo.

—Que esté vivo, quiero decir.

—Monty conocía uno de su Club. Una vez le trajo a cenar. Monty estaba siempre pensando escribir un libro sobre la manera de ganar dinero en el Hipódromo. Quiso ver si aquel hombre se interesaba.

—¿Y se interesó?

—Pues verás… Lo dejó a su suerte. Y lo apostaron a un caballo, en la carrera de los dos mil, creo. Y luego no volvimos a verle. Era un hombre muy fino, creo recordar.

—¿Y ganó el caballo?

—No. Llegó el último. Ya sabes que Monty era muy inteligente, a su modo.

—¡Ah!, ¿sí? —dijo Soames, y luego—: ¿Tú ves alguna conexión entre ser baronet y editor?

—La gente hace hoy día de todo —replicó Winifred—. La cosa consiste en no estar inactivo…, todo lo contrario que en nuestros tiempos. Entonces la cosa consistía en no hacer nada. Pero confío en que todo acabará por arreglarse.

—Ese joven Mont está medio loco por Fleur. Si sirviera para quitarle de la cabeza ese otro amorío, le ayudaría al muchacho.

—¿Tiene buen aire?

—No es una belleza que digamos; muy agradable, con algo de seso, pero muy desparramado por la cabeza… Muchas tierras, me parece. Y parece que la quiere. Pero no sé…

—No —murmuró Winifred—. Es muy difícil. Yo siempre creo que lo mejor es no hacer nada. Ahora, con esto de Jack, es una lata. No podremos salir hasta después de no sé cuándo.

Camino ya de su casa, Soames dudaba si debía decir a Fleur que había muerto Jolyon o no. La situación quedaba alterada en el sentido de que el muchacho sería independiente y sólo encontraría la oposición materna. Heredaría mucho dinero, sin duda, y tal vez hasta la casa…, aquella casa construida por el arquitecto que llevó la ruina a su hogar. ¡Si llegara su hija a ser dueña de aquella casa! ¡También sería un acto de justicia! Él había querido hacer aquella casa para restablecer la unidad de su matrimonio, que se resquebrajaba, para que un día fuera solariega de sus descendientes… Los hijos de Fleur serían en cierto modo la progenie de Irene y de él… Pero el teatralismo de la idea repugnó a su temperamento forsyteano, tan sobrio. Pero la posibilidad de unir las dos grandes fortunas Forsyte tenía mucho encanto. Y ella. Irene, se vería ligada a él una vez más… ¡Pero eso era pensar tonterías! Y desechó el pensamiento por absurdo.

Al llegar a casa oyó el chasquido de las bolas de billar, y por la ventana vio al joven Mont despatarrado sobre la mesa, mientras que Fleur, con su taco cruzado por la espalda, sonreía viéndole. ¡Qué bonita estaba! No era extraño que aquel mozo estuviera loco por ella. Tenía un título, tierras… No era mucho tener tierras en aquellos tiempos, y tener un título era quizá menos. Los viejos Forsytes habían sentido siempre cierto desprecio por los títulos nobiliarios, cosas muy remotas y artificiales, que no valían el dinero que costaban. Era exactamente el instinto nacional, que había hecho de los Comunes el principal poder del Estado. La generación de Soames tampoco era dada a grandezas. Y la tercera y la cuarta generaciones se reían de eso, como de todo.

Sin embargo, no había ningún daño en que aquel muchacho fuera heredero de un título y de fincas rústicas: hay cosas que no se pueden evitar. Entró despacio, en el momento en que Mont fallaba la carambola preparada con tanto esfuerzo. Observó los ojos del muchacho, fijos en Fleur, inclinada para tirar ella, y la adoración que vio reflejada en ellos le conmovió.

—No me va a salir —dijo Fleur con el taco deslizando suavemente sobre el puente de sus dedos esbeltos.

—Tira a ver.

—Ahí va.

Sonó el taco en la bola, y… falló.

—Mala suerte. Pero no importa.

Entonces le vieron, y Soames dijo:

—Yo marco.

Y se sentó junto al marcador, muy cansado, estudiando furtivamente las caras de los dos jóvenes. Cuando terminaron de jugar, Mont se dirigió a él:

—Ya he empezado, señor. Es cosa rara esto de los negocios. Usted, como procurador, habrá visto la mar de tipos humanos, ¿verdad?

—Ya lo creo…

—Voy a decirle una cosa que he notado: la gente se empeña en ofrecer poco por cualquier trabajo. Es mejor ofrecer más, y luego pagar menos.

Soames se quedó boquiabierto.

—Pero si se llega a un acuerdo sobre la oferta superior…

—Eso no importa —dijo Mont—. Es mucho más divertido conseguir que el que ha de cobrar rebaje que el que acepte de antemano un precio fijo. Por ejemplo: nosotros podíamos ofrecer a un autor una cantidad respetable por un libro. El autor acepta. Después nosotros nos metemos a hacerlo, y descubrimos que no podemos sacar un beneficio razonable pagándole lo previsto, y se lo decimos. El autor ha tomado confianza en nosotros porque le hicimos una oferta generosa, no sospecha malicia por nuestra parte y cede como un corderito. Pero si empezamos por ofrecerle poco desde el primer momento, no acepta, y tenemos que subir la oferta para convencerle, y se queda pensando que somos unos roñosos.

—Pues trate usted de comprar cuadros por ese sistema —dijo Soames— y verá. Una oferta aceptada es un contrato. ¿No sabía usted eso?

—No. Además, otra cosa: hay que dejar siempre que la parte que sea pueda dejar un asunto si quiere.

—¿Trabaja su empresa editorial sobre esos principios?

—Todavía no.

—¿Es usted socio de la editorial?

—Hasta dentro de seis meses, no.

—Pues los demás tienen que darse prisa y dejarlo.

Mont rompió a reír.

—Ya verá usted —dijo—. Van a cambiar muchas cosas. La idea de la propiedad está muy anticuada.

—¿Cómo? —dijo Soames.

—¡Que hay que hacer obras en el edificio! Y si no me manda usted nada, me retiro, señor.

Vio Soames cómo el mozo temblaba cuando su hija le dio la mano, y cómo ella se sacudía los dedos del apretón que él le dio, y oyó el suspiro del muchacho desde fuera. Después ella se acercó a la mesa de billar, y empezó a pasar el dedo por el borde de caoba. Al verla, comprendió Soames que iba a preguntarle algo.

—¿Es que has hecho algo para evitar que Jon me escriba, papá?

—¿Pero no sabes?… Hoy hace una semana que murió su padre.

—¡Oh!

En su semblante, lleno de sorpresa, vio el esfuerzo que hacía por deducir lo que aquel fallecimiento podía suponer.

—¡Pobre Jon! Y ¿por qué no me lo has dicho?

—Pues no sé. Tú no confías en mí, ni me dices nunca nada.

—Si tú me ayudaras, yo confiaría.

—Tal vez te ayude.

Fleur juntó las manos en gesto de satisfacción.

—¡Oh, papaíto! Cuando se desea una cosa como yo, no se piensa en los demás. No te enfades conmigo…

Soames avanzó una mano, como para defenderse de un empujón.

—Estoy ahora en el campo de la meditación abstracta —dijo. ¿Y qué diablos le llevaba a hablar de aquella forma?—. ¿El joven Mont ha vuelto a insinuársete?

—¿Insinuárseme? ¡Menudas insinuaciones! Está siempre con lo mismo a vueltas… Pero es un gran chico. No me molesta nada.

—Bueno —dijo Soames—. Voy a ver si duermo un minuto antes de cenar. Estoy muy cansado.

Subió a su sala de pintura, se echó en la chaise longue que tenía allí, y cerró los ojos. Menuda responsabilidad era tener una hija como la suya…, con una madre como la que tenía… ¡Ayudarla! ¿Cómo podría ayudarla él? No podía modificar el hecho de ser su padre ¿Y qué había dicho aquel Mont? ¿Que la idea de la propiedad?… ¿Qué había que hacer obras?… ¡Cuánta tontería!

Y el aire del río, cargado de olores campestres, le embriagó dulcemente y se durmió.