Aquella tarde Jolyon se durmió en el viejo sillón de su padre. Sobre sus rodillas tenía La Rôtisserie de la Reine Pédauque, e instantes antes de dormirse se había preguntado: «A nosotros, como pueblo, ¿nos gusta verdaderamente lo francés? Y los franceses, como pueblo, ¿gustan realmente de lo inglés?». A él, personalmente, Francia le había gustado siempre mucho, y se encontraba allí como en su casa, y se deleitaba en el ingenio francés y en su cocina. Irene y él habían ido muchas veces a Francia antes de la guerra, mientras Jon estaba en la escuela. Su amor por ella había comenzado en París. Pero los franceses, en general, no agradaban a los ingleses. Y con aquella conclusión en la mente, se durmió.
Al despertarse vio a Jon en pie entre él y la ventana. Evidentemente, el muchacho venía del jardín y había estado esperando a que se despertara. Jolyon le sonrió, todavía medio dormido. ¡Qué bueno era su hijo, qué sensato, qué cariñoso, qué recto! Y el corazón le dio un vuelco… ¡Jon! ¡La carta aquélla, su confesión! Hizo un esfuerzo para dominarse, y le dijo:
—Papá, he venido a decirte una cosa.
—Bueno, hombre, pues siéntate. ¿Has visto a tu madre?
—No —y la cara del muchacho, que estaba llena de rubor, se tornó pálida.
Se sentó en el brazo de la butaca histórica, donde Jolyon solía sentarse junto a su padre años atrás. Y aquello era poco tiempo antes de la ruptura… ¿Habría llegado él con su hijo al mismo momento? Toda su vida le habían desagradado las escenas, había evitado discusiones, había procurado seguir tranquilamente su camino y no estorbar a los demás en el suyo. Pero ahora parecía que estaba frente a una de aquellas escenas que había odiado como si fueran un veneno. Procuró disimular la emoción y esperó a que su hijo hablase.
—Papá —dijo Jon lentamente—, Fleur y yo estamos comprometidos. Somos novios.
«Exactamente», pensó Jolyon, respirando con dificultad.
—Yo sé que ni a mamá ni a ti os parece bien la idea. Fleur dice que mamá estuvo comprometida con su padre antes de casarse contigo. Yo, claro, no sé lo que pasaría. Pero de eso hace muchos años. Yo la quiero, papá, y ella me quiere a mí.
Jolyon emitió un sonido muy extraño, medio quejido, medio carcajada.
—Tú tienes diecinueve años, Jon, y yo, setenta y dos. ¿Cómo vamos a entendernos en un asunto de esta naturaleza?
—Tú quieres a mamá. Tú sabes lo que se siente. No está bien que nos obliguéis a malograr nuestra felicidad por cosas que pasaron hace tantos años.
Llegado el momento de presentar a su hijo su confesión, Jolyon resolvió tratar de no recurrir a ella. Puso la mano en un brazo del muchacho.
—Mira, Jon: yo podría terminar este asunto diciendo que los dos sois muy jóvenes y que no sabéis lo que queréis. Pero tú no querrías atender a tales razones, que, además, no hacen al caso. La juventud, desgraciadamente, es una enfermedad que se cura ella sola. Los jóvenes, tú concretamente, habláis a la ligera de las cosas que pasaron hace tantos años, sin conocerlas. Pero, bueno, ¿alguna vez te he dado yo motivo para que dudes de mi cariño o de mi palabra?
En un momento menos angustioso le hubiera hecho gracia notar el apretón que su hijo le dio en la mano para asegurarle que nunca había podido dudar de él y verle poner cara de miedo ante lo que pudiera resultar de aquella seguridad que le daba. Pero no pudo sentir sino agradecimiento por la presión de la mano de Jon.
—Muy bien. Entonces podrás creerme si te digo que, de no dejar esos amores, harás desgraciada a tu madre mientras viva. Créeme, hijo mío: el pasado, por muy lejano que esté, no puede enterrarse.
Se levantó Jon del brazo de la butaca.
«Veremos ahora la influencia de la chica… tan bonita, tan simpática», pensó Jolyon.
—No puedo, padre. No puedo. ¿Cómo voy a poder dejar de amar porque tú me digas eso? ¡No puedo!
—Jon, si tú conocieras la historia, me harías caso sin vacilar. No lo dudes. ¿O es que no me crees?
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Si es que la quiero más que a nadie en el mundo!
El rostro de Jolyon se contrajo, y dijo con lentitud dolorosa:
—¿Más que a tu madre?
Los puños crispados de Jon, la cara que ponía, daban a su padre idea de la lucha que estaba sosteniendo.
—No lo sé —exclamó—, no lo sé. Pero dejar a Fleur por nada, por nada, al menos, que yo no puedo comprender, por un motivo que estoy seguro no tendrá mucha importancia… Me haría…, me haría…
—Te haría pensar que somos injustos, te haría sentirte separado de nosotros por una barrera. Sí… Pero eso es mejor que seguir el noviazgo con esa chica.
—No puedo. Fleur me quiere y yo la quiero a ella. Tú quieres que confíe en ti. ¿Por qué no tienes tú confianza conmigo? A nosotros no nos afectará lo que haya pasado; el saber que ha habido disgustos y sufrimientos, sólo nos llevará a quereros más todavía a ti y a mamá.
Jolyon se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta; pero la sacó vacía y se incorporó en la butaca, pasándose la lengua por los labios.
—Piensa en lo que tu madre ha sido para ti. Ella no tiene a nadie más que a ti, pues a mí… no me tendrá ya por mucho tiempo.
—¿Por qué no? No es leal que me digas eso… Di: ¿por qué no?
—Pues… porque —dijo Jolyon fríamente— los médicos me dicen que me queda ya poco que vivir. Eso es todo.
—¡Papá! —exclamó Jon, rompiendo a llorar.
El ver el hundimiento de su hijo, al que no había visto llorar desde que tenía diez años, conmovió a Jolyon profundamente. Se dio cuenta de la ternura de corazón de Jon, de todo lo que iba a sufrir en aquel asunto lamentable y en toda su vida…
—¡Hijo, no llores! No llores o me vas a hacer también a mí…
Jon se contuvo como pudo y se quedó con la cara como de piedra.
—Y no le digas nada de esto a tu madre. Ya está bastante alarmada con el asunto. Ya comprendo que quieres a esa niña. Pero nos conoces bien a tu madre y a mí para comprender que no íbamos a malograr tu felicidad por una tontería. Tú sabes, hijo mío, que lo único que nos importa verdaderamente en el mundo es tu felicidad. Para mí, sólo se trata de tu madre y de ti. Para tu madre, de ti sólo. Está en peligro vuestro futuro, Jon.
Jon se volvió. Tenía la cara con palidez mortal y los ojos hundidos, le brillaban como ascuas.
—Pero ¿qué pasa? ¿Qué es lo que pasa? ¡No me tengas así!…
Jolyon, que se comprendió derrotado, se metió la mano en el bolsillo, y durante un minuto largo estuvo con los ojos cerrados, casi sin poder respirar, pensando: «He sufrido mucho en la vida, he tenido malos momentos… Pero como éste, ninguno…». Después sacó la carta, y con voz fatigada dijo:
—Mira, Jon: si no hubieras venido hoy, te hubiera mandado esta carta. Yo quería evitarte, evitar a tu madre y a mí también… Pero veo que no es posible. Léela, que yo voy a salir al jardín —e intentó levantarse.
Pero Jon, que había cogido la carta, dijo:
—No; yo saldré —y se fué.
Jolyon se hundió en el asiento. Un abejorro entró en aquel momento y se puso a zumbar alrededor. El ruido le produjo bienestar. ¿Adónde habría ido Jon a leer? ¡Maldita carta y maldita historia! ¡Qué asunto tan cruel! ¡Cruel para ella, cruel para Soames, para aquellos dos niños, para él!… El corazón le latía con fuerza y le dolía mucho. ¡La vida, sus esperanzas…, sus trabajos, su belleza y sus dolores, y… el fin! La vida era buena…, buena hasta el momento en que uno lamentaba el haber nacido. La vida sometía a todos; nadie hacía en ella lo que hubiera deseado. ¡Qué equivocación era tener corazón! Y otra vez el moscardón se le acercó zumbando, llevándole todo el aroma y todo el calor y todo el ruido del verano. Y allí afuera, en algún sitio lleno de fragancia, estaría Jon leyendo la carta, pasando las hojas lleno de turbación y de dolor. El pensarlo hizo a Jolyon sentirse desgraciado. ¡Pobre Jon! Su mundo de ilusiones, destruido en una tarde de verano… ¡La juventud toma las cosas tan a lo vivo! Y atormentado por una indescriptible visión de la juventud tomándolo todo en serio, Jolyon se levantó de la silla y se acercó a la ventana. El muchacho no estaba por allí. Y salió a buscarle. ¡Si pudiera ayudarle en algo!…
Miró por todo el jardín y por el huerto. Jon no estaba allí. No estaba donde los albaricoques y los melocotones empezaban a colorear. Pasó entre los cipreses, negros y agudos, al prado. ¿Dónde estaría aquel muchacho? ¿Se habría ido al seto, su antiguo campo de juego? Jolyon cruzó el campo de heno. Muchas veces lo habían cruzado juntos, cogidos de la mano, cuando Jon era pequeñín. Llegó al lado, donde moscas y mosquitos danzaban locamente sobre el agua. Allí estaba fresco. Pero Jon no aparecía. Le llamó. No obtuvo respuesta. Se sentó en el tronco, angustiado, ansioso, olvidando sus propias sensaciones físicas. Había hecho mal en dejar al chico que se fuera con la carta. Debiera haberle tenido ante su vista desde el primer renglón que hubiera leído. Muy turbado, se levantó para desandar su camino. Al llegar a las construcciones de la granja, le llamó de nuevo, y miró en el establo. Allí, al fresco, y al olor del amoníaco, lejos de las moscas, las tres Alderney mascaban incesantes. Una de ellas volvió la cabeza lentamente, y Jolyon pudo ver sus ojos lustrosos y la saliva que le caía de la boca. Lo veía todo con claridad apasionada, en su agitación nerviosa, todo lo que había querido tanto y había tratado de pintar, maravilla de luz y de sombra, y de color. No le extrañó que Cristo naciera en un pesebre… ¿Habría algo más encantador que los ojos de una vaca y la lunita de sus cuernos blancos a la cálida media luz? Llamó de nuevo, y tampoco obtuvo respuesta. Y corriendo lo que podía, pasó ante el tronco donde Irene y Bosinney habían reconocido su amor, donde él había reconocido, la mañana de domingo en que regresó de París, que Irene lo era todo para él. ¿Habría leído Jon la carta sentado en aquel tronco? ¿Adónde habría ido? Tenía que encontrar al pobre Jon…
Llegó a la rosaleda, y la belleza de las rosas, alumbradas por un rayo de sol, le pareció irreal, no terrenal. «Eres rosa, española». ¡Qué maravillosas tres palabras! Allí había estado ella, junto a aquel arbusto de rosas rojas, leyendo la carta que decidió leyera su hijo. ¡Ya la había leído! Se inclinó y olió una rosa, que le acarició la nariz y los labios temblorosos. Nada había tan suave como un pétalo de rosa, excepto su piel… ¡Irene! Y pasó, en su andar, ante el roble. Su copa brillaba; proyectaba una sombra densa, muy fresca, que agradeció, pues estaba cansadísimo. Se agarró a la cuerda del columpio. ¡Jolly, Holly, Jon!… ¡El viejo columpio! Y de repente tuvo un dolor horrible, se sintió enfermo de muerte. «¡Me he excedido, caramba! —pensó—. ¡Me he excedido… por fin!». Tambaleándose, llegó ante la casa y cayó al suelo, contra la pared. Allí quedó jadeando, con la cara enterrada en la madreselva que él y ella habían cuidado con tanto amor para que perfumara el aire que entrara en la casa. Su fragancia se mezclaba con un dolor terrible. ¡«Amor mío! —pensó—. ¡El chico!». Y con un esfuerzo enorme, entró por la gran ventana y se sentó en el sillón del viejo Jolyon. Allí estaba el libro, y en él había un lápiz. Lo cogió y escribió algo en una hoja…; la mano se le cayó… ¿Aquello era así…, así? Y después no vio nada…