Por dos razones había dicho Jolyon a su esposa que debieran ir al cricket: Necesitaba algo que apaciguara las angustias en que habían vivido los dos desde que, hacía sesenta horas, Jon había llevado a Fleur a Robin Hill, necesitaba también abstraerse del pensamiento de que muy pronto dejaría de pensar definitivamente.
Hacía cincuenta y ocho años que Jolyon perteneció a Eton, pues la idea del viejo Jolyon fué que su hijo debería seguir el camino más claro posible hacia la plenitud social. Año tras año había ido al campeonato de cricket desde Stanhope Gate, con aquel padre que había visto transcurrir su adolescencia sin los pulimentos de aquel juego ni de otro alguno. El viejo Jolyon hablaba sin recato de aquel juego, como si entendiera mucho, y su hijo temblaba de que pudieran oírle: tal es el cándido snobismo de los pocos años. Sólo en aquel importantísimo asunto del cricket había osado temer error en su padre, que —con patillas a la crimeana— era entonces su beau ideal. Pero aunque no se había educado con tantos refinamientos, el buen sentido del viejo Jolyon le había salvado de parecer vulgar. ¡Qué delicioso era ir después a cenar al Club de su padre, y después a la Opera o a ver una comedia! Todavía era la vida fácil, mucha la elegancia, la democracia no había nacido y los libros de Whyte Melville se ponían rápidamente de moda. Una generación después, con su hijo Jolly, quien llevaba en el ojal las florecillas simbólicas de Harrow, pues por deseo de su padre, su hijo se había lanzado a la plenitud social por un camino algo más barato, Jolyon había vuelto a sentir las emociones del juego en aquel mismo sitio.
Y así había desempolvado su vieja chistera gris, le había pedido a Irene una cintita azul claro y, con la tranquilidad y reposo propios de la ocasión durante el viaje en coche, tren y «taxi», había llegado con su mujer al campo de deporte. Allí se interesó por el juego, y las emociones pasadas revivieron en él.
Cuando vieron a Soames, todo se estropeó. La cara de Irene mostró sufrimiento. Mejor sería no seguir allí, con Soames y tal vez su hija, presentándose una y otra vez como los decimales de una fracción periódica. Y dijo a su mujer:
—Pues mira: si te parece, podemos irnos.
Aquella tarde, Jolyon se sintió agotado. No queriendo que Irene le viera fatigado, en cuanto empezó a tocar el piano se escurrió bonitamente y se fué a su despacho, se sentó en el viejo sillón de su padre y cerró los ojos. Su vida con Irene le parecía lo mismo que aquella sonata de César Frank: «Un tercer movimiento divino». Pero ahora se presentaba aquel asunto, aquel mal asunto de Jon. Cayó en un estado mezcla de vigilia y sueño, y no supo si soñaba o percibía de verdad un conocido olor a tabaco, y le pareció ver a su padre en la oscuridad de sus ojos cerrados. La visión se formó, desapareció y volvió a formarse otra vez; y en el mismo sillón que él ocupaba, vio a su padre, vestido de negro, con las piernas cruzadas, los lentes entre el índice y el pulgar; vio sus grandes bigotes blancos, sus ojos mirándole fijamente, pareciéndole decir: «¿No vas a enfrentarte con el problema? Eres tú quien tienes que decidir, pues ella es sólo una débil mujer…». ¡Y qué bien reconoció a su padre por esta frase, en la cual encerraba todo el espíritu victoriano! Y oyó su propia respuesta: «Lo he rehuido…, he tenido miedo de hacerla sufrir, de hacer sufrir a Jon, de sufrir yo. No, no he afrontado el problema». Pero aquellos ojos, mucho más viejos y mucho más jóvenes que los suyos, le decían: «Es tu mujer, tu hijo… Es también tu pasado. Hay que ser fuerte, hijo mío…». ¿Era un mensaje del espíritu de su padre, o el espíritu de su padre que revivía en él? Y volvió a sentir el olor del cigarro… Bien: se enfrentaría con el problema; escribiría a Jon y le pondría las cosas bien por lo claro ante los ojos. Y sintió que se ahogaba, que respiraba con dificultad. Salió al aire libre. Las estrellas brillaban. Dio la vuelta a la casa, hasta que llegó a la ventana de la sala de música, y vio a Irene sentada al piano, dándole la luz de la lámpara en el cabello gris. Parecía recogida en sí misma, con los ojos clavados ante ella y las manos sobre las teclas, sin tocar. Jolyon vio cómo aquellas manos se levantaban y se apretaban contra su corazón. «Es Jon que está con ella —pensó—. Siempre y sólo Jon. Yo para ella voy muriendo. Es natural…».
Y cuidando de no ser visto, se alejó.
Al día siguiente, tras una mala noche, se puso a la tarea. Con mucha dificultad y muchas tachaduras, escribió:
Queridísimo hijo mío:
Tienes ya años para comprender lo difícil que resulta a los viejos delatarse ante sus propios hijos. Especialmente cuando —como tu madre y yo, aunque yo la considere siempre joven— sus corazones están totalmente entregados al hijo ante quien han de hacer su confesión. No puedo decir que tengamos conciencia de haber pecado exactamente —yo creo que la gente peca en realidad muy pocas veces—, pero la mayoría de las personas dirían que sí que hemos pecado, y de todas formas nuestra conducta, buena o mala, nos ha traído a situaciones de gran sufrimiento.
La verdad es, queridísimo hijo, que los dos tenemos pasado, y ahora mi tarea es hacértelo conocer, pues afectará mucho a tu futuro. Muchos, muchos años hace, exactamente en 1833, cuando tenía veinte años, tu madre tuvo la grande y perdurable desgracia de hacer un matrimonio lamentable —no; conmigo no, Jon—. Sin tener dinero, con una madrastra pariente próxima de Jezabel[114], era muy desgraciada en su casa. Se casó con el padre de Fleur, con mi primo Soames Forsyte. Él la había perseguido insistentemente, y, para hacerle justicia, hay que decir que estaba profundamente enamorado de ella. Ya a la primera semana, tu madre se dio cuenta de la equivocación en que había incurrido. No era culpa de él; fué error de ella… y su desgracia.
Hasta aquí. Jolyon había conservado en su escrito un aire de ironía; pero ahora, el tema de la carta se lo hacía perder por completo.
Jon: Quiero explicarte, si puedo —y es muy difícil—, cómo un matrimonio desdichado puede realizarse tan fácilmente. Claro que tú dirás: «Y si ella no le quería, ¿cómo se casó con él?». Y tendrías razón al hacerte esta pregunta, si no fuera por una o dos consideraciones muy terribles. De este error inicial de tu madre proceden las molestias, dolores y la tragedia subsiguiente; por eso quiero explicártelo todo con la mayor claridad. Mira, Jon: en aquellos tiempos, e incluso en los presentes, las jóvenes, en su mayoría, se casaban ignorando completamente el problema sexual en la vida. Y aunque lo conozcan, no tienen ninguna experiencia. Y ahí está la cuestión: es la verdadera falta de experiencia, a pesar de todo el conocimiento verbal del problema que puedan tener, lo que produce todos los errores y todos los dolores. En un gran número de matrimonios —y el de tu madre fué uno de ellos—, las jóvenes no están ni pueden estar seguras de si aman al hombre con quien se casan o no. No lo saben hasta la consumación del matrimonio. En muchos casos, tal vez en la mayoría, ese acto afirma y refuerza la adhesión de los esposos; pero en otros casos —y el de tu madre fué uno— es la revelación del error, la destrucción de la adhesión que pudiera previamente existir. Nada más trágico en la vida de una mujer que una revelación tal, que además crece, aumenta en su significado cada día. Los seres brutales e incapaces de pensar que existen, se ríen ante una revelación así, y dicen: «¡No hay que conceder tanta importancia a una tontería!». Los seres mezquinos de conciencia, muy poseídos de su rectitud, sólo capaces de juzgar las vidas y los sentimientos de los demás por los suyos propios, gustan de condenar a quienes incurrieron en tan trágico error, gustan de condenarlos de por vida a las cadenas que ellas mismos se han forjado. Ya conoces el refrán: «A lo hecho, pecho[115]». Es una expresión dura, indigna de un caballero o señora, en el mejor sentido de estas palabras. Y no puedo hallar una forma más dura de condenar la frase. Yo no he sido lo que se llama un hombre moral; pero contigo, hijo mío, no quiero emplear palabras que te lleven a pensar a la ligera sobre los lazos o contratos con que te vas a ligar. ¡No lo permita el Cielo! Pero la experiencia de toda mi vida me permite decirte que quienes condenan a las víctimas de esos trágicos errores son inhumanos, o, mejor dicho, serían inhumanos si se dieran cuenta de comprender lo que hacen al condenar. He tenido que decirte todo esto porque voy a ponerte en la situación de juzgar a tu madre, y tú eres muy joven y no tienes experiencia de lo que es la vida. Pero voy a seguir con esta historia. Después de tres años de esfuerzos para vencer su repugnancia —iba a decir su odio, pero la repugnancia se convierte pronto en odio, y no creas que ésta es una palabra demasiado fuerte—, tres años que para una naturaleza sensible como la de tu madre serían de verdadero tormento, Jon, conoció a un joven que se enamoró de ella. Era el arquitecto de esta misma casa en que vivimos, pues la estaba construyendo para que ella y el padre de Fleur viviesen, una nueva prisión para tu madre, en vez de la que tenía en Londres. Quizá esto tuvo alguna influencia en lo que sucedió después; pero el hecho es que tu madre también se enamoró de él. No creo que necesite explicarte que el enamorarse es cosa que no depende de la voluntad de uno. Viene el amor. Pues ha venido… ¡Nada podemos hacer ya! Yo me figuro perfectamente, aunque tu madre no me ha hablado mucho de eso, la lucha interior que tuvo que sostener, pues, Jon, tu madre había sido educada con mucha severidad y no era alocada en sus ideas, ni entonces, ni ahora, ni nunca. De todas formas, aquel amor no pudo resistirlo. Y la tragedia vino. Tengo que contártelo, porque si no te lo cuento, no comprenderás la situación que tienes que afrontar ahora. El hombre con quien tu madre estaba casada, Soames Forsyte, el padre de Fleur, una noche, cuando era total el amor de ella por aquel joven, ejercitó a la fuerza sus derechos de marido. Al día siguiente encontró ella a su amado y se lo dijo. Si se suicidó o si murió atropellado por ir distraído bajo los efectos de su dolor, fué cosa que no se supo. Pero murió. Piensa en tu madre cuando supo lo sucedido. Yo la vi por casualidad. Tu abuelo me mandó verla por si podía ayudarla en algo. La vi sólo un instante, antes que su marido me cerrara la puerta en la cara. Pero nunca la olvidé en aquel instante, ni podré olvidarla. Yo entonces no estaba enamorado de ella, ni lo estuve hasta doce años después, pero quedé impresionado. Hijo mío…, no es fácil escribir una carta como ésta. Pero, mira, tengo que hacerlo. Tu madre te quiere con devoción, con locura. No quiero referirme con dureza a Soames Forsyte, pues no pienso mal de él; siempre le he tenido lástima. El mundo juzga que tu madre incurrió en error y que él estaba dentro de sus derechos. Él la quería… a su manera. Para él, ella era su propiedad. Así piensa respecto de hombres, de sentimientos, de corazones: todo es propiedad de alguien. No es culpa suya…; ha nacido así. Para mí, ese punto de vista es algo horrendo… Así nacía yo, y conociéndote como te conozco, sé que también es horrendo para ti. Pero voy a seguir con la narración de la historia. Tu madre huyó de la casa de su marido aquella noche. Durante doce años vivió sola, sin compañía de nadie, hasta que en 1899, su marido, que seguía siéndolo, pues no trató nunca de divorciarse de ella, y ella no tenía derecho a divorciarse de él, parece ser que echó de menos no tener hijos, y empezó una pertinaz tentativa para inducirla a volver con él, pues quería tener descendencia. Yo entonces era albacea de mi padre para con tu madre y supe de los deseos de Soames. Y entonces fué cuando me sentí adherido moralmente a la causa de ella, devotamente adherido, sí. La presión de su marido aumentó, hasta que un día vino ella aquí y se puso bajo mi protección. Su marido, que la tenía vigilada y estaba al tanto de sus movimientos, intentó que se separase de mí y de mi protección, amenazando con el divorcio para arrojar la mayor mancha posible sobre tu madre; o tal vez quisiera divorciarse de verdad, yo no lo sé, pero de todas formas, nuestros nombres fueron publicados como cómplices. Eso nos decidió; nos casamos, naciste tú… Y hemos vivido en felicidad perfecta, o yo por lo menos, y creo que tu madre también. Soames, tras divorciarse de tu madre, se casó con la madre de Fleur, y Fleur nació. Ésta es la historia, Jon. Te la cuento en vista del amor que sientes por la hija de ese hombre, amor que te conduciría a destruir la felicidad de tu madre por completo, y la tuya tal vez también. De mí no quiero hablar, pues es de suponer que a mis años no me queden ya muchos que vivir, y porque lo que yo sufriría seria principalmente por lo que sufriera tu madre y por lo que sufrieras tú. Pero lo que quiero que comprendas es que esos sentimientos de aversión y horror no pueden desaparecer nunca ni olvidarse. Siguen vivos en tu madre. Ayer precisamente, en el cricket, vimos a Soames Forsyte. Si hubieras visto la cara de tu madre, te hubieras convencido de lo que te digo. La idea de que te puedas casar con la hija de Soames es una verdadera pesadilla para ella, Jon. Yo no tengo que decir nada de Fleur, excepto que es hija de su padre. Pero tus hijos serían tan nietos de Soames como de tu madre; serían nietos del hombre que en tiempos poseyó a tu madre como se posee una esclava. Piensa lo que eso podría suponer. Haciendo tal matrimonio, te pasarías al campo de quien tuvo a tu madre prisionera y en el que ella vio destrozado su corazón. Tú estás ahora empezando a vivir; total, no hace más que dos meses que conoces a esa jovencita, y por mucho que creas que la quieres, te ruego que termines ese amor al punto. No proporciones a tu madre dolor y humillación para mientras viva. Aunque para mí sea joven, tiene cincuenta y siete años. Fuera de ti y de mí, no tiene a nadie en el mundo, y pronto te tendrá a ti tan sólo. Ten valor, hijo mío, y rompe. No mantengas esa nube, esa barrera, entre tu madre y tú…, ¡no la hagas sufrir! Que Dios te bendiga, hijo mío, y perdóname por el dolor que te produzco con esta carta. Quisimos evitarlo…, pero el viaje a España parece que no sirvió de nada.
Tu padre que te quiere.
JOLYON FORSYTE
Tras releer la carta, estuvo Jolyon a punto de romperla, pues comprendía que haría sufrir mucho a su hijo. Pero ¿cómo hacer comprender a Jon la realidad? Tenía, ¡gracias al Cielo!, casi dos días para pensar si rompía la carta o no, pues era sábado y Jon no vendría hasta el domingo por la tarde. No se la mandaría por correo, pues lo más pronto que la recibiría sería precisamente cuando se la pudiera dar él.
En el huerto vio a Irene coger ciruelas en un cesto. Nunca estaba sin hacer nada, le parecía a él, y le envidiaba su capacidad de movimientos, ahora que él estaba en constante inacción.
Bajó al huerto a reunirse con ella. Agitó la mano dentro del guante manchado de la fruta, y le sonrió. Un trozo de encaje atado bajo su barbilla le tapaba el pelo canoso y parecía muy joven.
—La mosca verde ya ha aparecido este año, y todavía hace frío. Parece que estás cansado, Jolyon.
Jolyon sacó la confesión del bolsillo.
—He estado escribiendo esto. Me gustaría que lo leyeras.
—¿Es para Jon? —su rostro había cambiado, quedándose intensamente descompuesto.
—Sí. Se lo digo todo.
Y le dio la carta y echó a andar entre las rosas. En seguida, viendo que ya la había leído, volvió a ella.
—¿Qué?
—Está maravillosamente explicado. No podría explicarse mejor. Muchas gracias, Jolyon.
—¿Te parece que hay que quitar algo?
—No; tiene que saberlo todo, si es que queremos que lo comprenda.