XI

El día que hubo de verificarse el encuentro de Fleur y Jon en el Museo Nacional comenzó el segundo aniversario de la resurrección del orgullo y la gloria de Inglaterra, esto es: el sombrero de copa. Durante la guerra se había suspendido el festival correspondiente al comienzo del campeonato de cricket entre los azul claro y los azul oscuro. Pero ya volvían a desplegarse, orgullosas, las banderas deportivas al viento, casi lo mismo que en el glorioso pasado. En el tiempo dedicado a almorzar podían verse numerosas clases de sombreros femeninos, pero sólo una clase de sombrero de hombre: la chistera. El Forsyte observador podría, desde luego, localizar algún que otro sombrero blando en los asientos de poco precio, pero casi ninguno en los sitios de preferencia. La vieja Escuela —o Escuelas— tenía la satisfacción de que el proletariado no pagara todavía la media corona necesaria para acercarse al césped de juego. Todavía allí había un círculo cerrado, aunque amplio, ya que los periódicos dijeron que asistían diez mil personas. Y las diez mil personas, todas animadas de un mismo interés, se preguntaban unas a otras: «¿Dónde almuerza usted?». Y era algo confortador el escuchar repetidamente aquella pregunta y ver que tantísima gente la hacía. Pues ¡qué reservas no tendría el reino británico! ¡Cuántos pichones y langostas, cuánto cordero y cuánto salmón con mahonesa, cuánta fresa y cuánto champaña no haría falta para que almorzase tanta gente!… Y no eran milagros, no; no eran siete panes y unos peces que se multiplicaban… La fe en Britania se fundaba en algo más firme y seguro. Seis mil sombreros de copa, cuatro mil sombrillas se quitarían de las cabezas o se plegarían; diez mil bocas hablando el mismo inglés se llenarían. ¡Todavía seguía viviendo el perro! Persistía la tradición. ¡Y cuán fuerte y elástica! Ya podían venir guerras, y subir los impuestos, y desarrollarse las Trade Unions, y morir Europa de hambre, que, mientras tanto, los diez mil comerían y se pasearían dentro de su círculo cerrado por el verde césped, y llevarían sombreros de copa, y se encontrarían unos a otros. El corazón seguía sano y el pulso funcionaba con regularidad. ¡E-ton! ¡E-ton! ¡Har-r-o-o-o-w!

Entre los muchos Forsytes allí presentes por derecho propio o cedido, estaba Soames con su mujer y su hija. No había pertenecido a ninguno de los dos Colegios o Escuelas, no le interesaba el cricket, pero quería que Fleur luciera su vestido y quería llevar sombrero de copa, sacarlo con tranquilidad entre sus iguales y afines. Andaba reposadamente, llevando a Fleur entre él y Annette. No había mujeres que las igualasen, por lo que iba viendo. Ellas sabían andar y mantenerse dignas; en sus aspectos había algo de sustancioso y firme, de que carecían las demás. La mujer moderna no tenía tipo, no tenía busto, no tenía nada… Y recordó con embriaguez de orgullo que había ido allí con Irene los primeros años de su primer matrimonio, y cómo almorzaban en el carro que su madre hacía alquilar a su padre porque era tan chic… Entonces todo eran carros y coches, y había aquellas instalaciones de tablazón. Se acordó de Jorge Forsyte, cuyos hermanos Rogelio y Eustaquio habían ido a Harrow y a Eton, subido en lo más alto del carro agitando una bandera azul claro en una mano y otra azul oscuro en la otra, y gritando, precisamente cuando todo el mundo estaba callado: «¡Etroow, Harrton… Etroow, Harrton!», haciendo el bufón como siempre. Viejos días aquellos, en que Irene vestía de seda gris con adornos verde pálido… Miró a Fleur y la encontró bastante descolorida, desanimada y tristona. Aquel enamoramiento que le había entrado estaba perjudicando a su salud. Llevó la mirada hasta el rostro de su mujer, más pintada que de costumbre y un tanto desdeñosa, aunque no había allí, a él le parecía, nada que pudiera desdeñar. Estaba tomando la defección de Profond con rara tranquilidad. ¿O era su pequeño viaje un truco nada más? Si era así, él haría como que no se daba cuenta. Tras de dar un paseo, buscaron la mesa de Winifred en la tienda del Club Beduino. Este Club, la última novedad en casinos, había sido fundado para los aficionados a viajar y en honor de un caballero de viejo apellido escocés, a quien su padre le había impuesto el extraño nombre de Leví. Winifred se había asociado, no porque pensara en viajes ni hubiera viajado mucho, sino porque el instinto le decía que un Club así, con tal nombre y tal patrono, llegaría muy lejos, y que si no se inscribía en seguida, quizá más tarde no lo pudiera hacer. La tienda del Club, con un texto del Corán sobre fondo naranja y un camello verde bordado en el paño de entrada, era la más notable instalación de todo el campo. Fuera estaba Jack Cardigan, con corbata azul oscuro (había jugado una vez por Harrow), golpeando el polvo con el puño de un bastón para explicar cómo aquel jugador debiera haber tirado aquella pelota. Los introdujo en la tienda de campaña. Reunidos en el rincón de Winifred estaban Imogen, Benedicto, con su mujer; Val Dartie, sin Holly; Maud y su marido, y, tras de sentarse Soames y sus acompañantes, quedaba un sitio vacío.

—Estoy esperando a Próspero —dijo Winifred—; pero anda muy ocupado con su yate.

Soames miró a hurtadillas a Annette y no le vio hacer el menor gesto. No le cupo duda de que ella sabía exactamente si el belga iba a ir o no. Y no se le escapó que Fleur también miraba a su madre. Si Annette no le respetaba a él, por lo menos debiera tener en cuenta a Fleur… La conversación, muy inconexa, estaba salpicada por los mid-offs[112] de Jack Cardigan: citaba a todos los grandes mid-offs que en el mundo habían sido, como si hubieran constituido una entidad racial formativa de la composición del pueblo británico. Soames había terminado su langosta y estaba empezando con su plato de ave, cuando oyó decir:

—Vengo con un pequeño retraso, señora Dartie —y vio que se ocupaba el sitio vacío.

El belga se sentó entre Annette e Imogen. Soames comió de prisa, interrumpiéndose muy pocas veces para decir algo a Maud o a Winifred. Todos hablaban a su alrededor. Oyó la voz de Profond:

—Creo que usted se equivoca, señora Forsyte. Apostaría a que la señorita Forsyte está de acuerdo conmigo.

—¿En qué? —preguntó la voz clara de Fleur desde el otro lado de la mesa.

—Estaba diciendo que las muchachas son lo mismo que eran antes, que hay sólo una muy pequeña diferencia.

—¿Las conoce usted mucho?

Esta aguda pregunta captó la atención de todos, y Soames se movió nervioso en su sillita verde.

—Pues no sé… Pero creo que quieren hacer siempre su pequeña voluntad, lo mismo que siempre.

—Es posible.

—Pero, Próspero —intervino Winifred—, las chicas de la calle, las que han estado en las fábricas de municiones, las que trabajan en los comercios… Sus maneras ahora son verdaderamente chocantes.

—Esas pequeñas maneras que a usted le chocan las llevaban antes dentro y ahora las manifiestan, eso es todo —dijo Profond.

—¡Pero tienen una moral!… —comentó Imogen.

—La misma que antes, señora Cardigan. Lo que pasa es que ahora tienen más oportunidades.

Aquella expresión, críticamente cínica, produjo risa a Imogen, un asombrado abrir de boca a Jack Cardigan y otro chirrido de la silla de Soames.

Dijo Winifred:

—Es usted muy malo, Profond.

—Señora…, la naturaleza humana es siempre la misma.

Soames contuvo un repentino deseo de pegar a aquel sujeto. Y oyó que su mujer replicaba:

—La naturaleza humana no es la misma en Inglaterra que en los demás sitios.

—Yo, la verdad…, no conozco mucho este pequeño país —a lo que Soames pensó: «No, gracias a Dios». Y prosiguió Profond—: Pero me atrevería a decir que en todas partes cuecen habas. A todos nos trae el placer, ahora y siempre.

Cuando terminó el almuerzo, todos se dispersaron en parejas para dar un paseo digestivo. Demasiado orgulloso para notarlo, Soames se hizo el desentendido ante su mujer y el belga, que marcharon juntos. Fleur se quedó con Val; sin duda le eligió de caballero porque conocía a aquel muchacho. Él fué con Winifred. Anduvieron un rato y luego se sentaron para que descansara Winifred, quien dijo con un suspiro:

—Me gustaría que pudiéramos volver cuarenta años atrás, Soames.

Por su memoria pasó toda la procesión de sus vestidos nuevos estrenados a los comienzos de los campeonatos de cricket, pagados siempre por su padre…

—Lo pasábamos bien, ésa es la verdad. Hasta me gustaría que volviera a vivir Monty. ¿Qué te parece la gente de hoy día, Soames?

—Un encanto… Todo empezó a destrozarse con las bicicletas y el automóvil, y la guerra le ha dado el golpe final.

—Yo no sé lo que tendremos que ver todavía. Es posible que volvamos a la crinolina[113] y al moño. Mira ese vestido…

—Sí. Hay dinero, pero falta fe en las cosas. No nos preparamos para el futuro. Estos jóvenes… Se pasan la vida de diversión y sin hacer nada.

—Y cuando se piensa en la gente que murió en la guerra y en todas las calamidades, hay que reconocer que esto demuestra una gran vitalidad. No hay país como el nuestro. Profond dice que todos los demás están arruinados, salvo América, claro. Y allí toman las modas y los modos de nosotros.

—Oye: el individuo ese, ¿se marcha, por fin, a los mares del Sur, o qué hace?

—¡Oh! ¡No se sabe nunca lo que hará!

—Es otro producto de la época.

Winifred le había cogido del brazo con fuerza.

—No vuelvas la cabeza —le dijo en voz baja—, pero mira a tu derecha, hacia allí…

Soames miró hacia donde le decían, lo mejor que pudo, sin volver la cabeza.

Un hombre con chistera gris, con barba también gris, mejillas arrugadas y cierta elegancia en la postura estaba sentado junto a una mujer con un vestido color tierra, que miraba fijamente a Soames. La voz de Winifred dijo:

—Jolyon parece muy enfermo; pero siempre tan distinguido… Y ella no ha cambiado nada… Sólo el pelo.

—¿Por qué hablaste a Fleur de aquello?

—Yo no le dije nada. Fué ella quien lo adivinó. Tenía que suceder así.

—Es una complicación tremenda. Le ha dado por enamorarse del chico de ellos.

—¡Pobrecilla! —murmuró Winifred—. ¿Y qué vas tú a hacer?

—Pues dejarme guiar por los acontecimientos.

Se levantaron y echaron a andar entre la gente.

—La verdad —dijo Winifred— es que parece cosa del destino. Claro que eso del destino está ya pasado de moda… Mira: ahí vienen Jorge y Eustaquio.

Jorge Forsyte había detenido su gran masa humana ante ellos.

—¡Hola, Soames! —dijo—. Acabo de ver a Profond con tu mujer. Si corres un poco, los pescas. ¿Fuiste a ver al viejo Timoteo?

Soames asintió, y la gente los alejó y los hizo perderse de vista.

—Yo siempre he querido mucho a Jorge. Es tan divertido…

—Pues yo, nunca. ¿Dónde está tu sitio? Te dejaré en él, y yo me voy al mío. Puede que Fleur ya esté allí.

Dejó a su hermana en su asiento y se fué al suyo. No estaba Fleur. Tampoco Annette. Se sintió muy solo y pensó: «¡Pues yo no las espero! Ya volverán al hotel cuando les parezca». Salió, tomó un coche, y dijo:

—Lléveme a la carretera de Bayswater.

Las tías nunca le habían podido reprochar que no fuera a verlas. Ahora no estaban ya, pero estaba el pobre tío…

Smither estaba a la puerta de la calle.

—¡Señorito Soames! Estaba aquí tomando un poco el aire… La cocinera se va a alegrar tanto de que haya usted venido…

—¿Cómo está el señor?

—Pues no es el mismo en estos últimos días, señorito. Ha estado hablando mucho. Esta misma mañana decía: «Mi hermano James está ya muy viejo». Ya desvaría, señorito, y habla mucho de sus hermanos. Le preocupa la forma en que invierten su dinero. El otro día decía también: «Mi hermano Jolyon no quiere saber nada del papel del Estado», y parecía que le preocupaba mucho eso. Pero pase usted, señorito Soames, pase usted…

—Bueno, pasaré un instante.

—No —dijo Smither en el hall, lleno del aire fresco del exterior—; no estamos muy tranquilas con él en esta semana. Siempre comía con mucho orden. Ahora, no… El doctor dice que no tiene importancia; pero nosotras sabemos que eso indica que pierde la idea de lo que hace. Eso, y el que hable tanto, nos preocupa.

—¿Ha dicho algo de importancia?

—No me gusta tenérselo que decir, señorito; pero ahora no le gusta su testamento. Se ha vuelto muy quisquilloso. Después de haberlo estado mirando todas las mañanas durante muchos años, resulta divertido. Dijo el otro día: «Esos quieren mi dinero». Yo le dije que no, que nadie quiere su dinero, que su familia le tenía mucho cariño y que era muy desinteresada; por ejemplo, mi señorita Ana; le dije que la señorita Ana tenía un gran carácter. ¿Y sabe lo que me contestó? Pues que lo que quería su familia era su dinero y ningún carácter… ¡Pobre señor! Pero a veces dice cosas razonables.

Soames subió lentamente la escalera, pensando que no le gustaría vivir a él tantos años. En el segundo piso se paró y llamó a la puerta. Abrieron y vio la cara redonda de la cocinera, que hacía compañía a Timoteo.

—¡Señorito Soames!

—Hola, hola… —y entró.

Timoteo estaba sentado en la cama, con las manos cruzadas sobre el pecho y mirando al techo, donde estaba parada una mosca. Soames le miró con detenimiento.

—Tío Timoteo —dijo; y después, levantando la voz—: ¡Tío Timoteo!

Los ojos del viejo dejaron de contemplar la mosca y se posaron sobre su visitante. Soames vio cómo sacaba la lengua y la pasaba por los labios negruzcos.

—Tío Timoteo —volvió a decir—. ¿Necesitas que te haga algo? ¿Quieres decirme alguna cosa?

—¡Ja! —dijo Timoteo.

—¿Quieres que te traiga algo?

—No.

—Yo soy Soames, tu sobrino… Soames Forsyte, el hijo de tu hermano James.

Timoteo asintió con la cabeza.

—Tendría mucho gusto en servirte en cualquier cosa.

Timoteo le hizo señal de que se acercara.

—Diles a todos —dijo Timoteo con la misma voz de siempre—, diles a todos, de mí parte, que no se desanimen. Las obligaciones con garantía van a subir…, van a subir —y afirmó tres veces con la cabeza.

—Muy bien —dijo Soames—. Yo se lo diré.

—Sí —dijo Timoteo—. Esa mosca… —y volvió a mirar al techo.

Profundamente conmovido, Soames miró a la cocinera.

—Su visita le sentará muy bien, señorito Soames.

Un murmullo salió de los labios de Timoteo; pero indudablemente monologaba, y Soames salió con la cocinera.

—Me gustaría darle a usted un platito de crema, señorito, como en otros tiempos. A usted le gustaba tanto… Adiós, señorito, me vuelvo junto al señor. He tenido mucho gusto…

—Cuídele bien, amiga… ¡Es tan viejo!

Y estrechándole la arrugada mano, descendió la escalera. Smither estaba otra vez tomando el fresco a la puerta.

—¿Cómo le ha encontrado usted, señorito?

—¡Hum! —murmuró Soames—. Ha perdido la cabeza.

—Sí —dijo Smither—. Ya me temía que usted, viniendo de fuera, le pareciera eso.

—Smither —dijo Soames—, todos nosotros tenemos contraída una gran deuda con usted.

—¡Oh, no, señor; no diga eso! Si el señor es un hombre maravilloso… ¡Da gusto tratar con él!

—Adiós, Smither —y entró Soames en su «taxi».

Llegó a su hotel en Knightsbridge, pasó a su salita y pidió el té. Ni su mujer ni su hija habían llegado. Y volvió a atacarle el sentimiento de soledad, y volvió a pensar en Timoteo. ¡Cuántas cosas podría contar si hubiera conservado la memoria! Allí estaba vivo, sin embargo, terne que terne… Sí; había cosas permanentes: Londres y el Támesis, el Imperio… «Que no se desanimen»… «Las obligaciones con garantía van a subir». Sin duda, todo se arreglaría bien. El mundo estaba en su segunda infancia, como Timoteo, aunque comiera desordenadamente.

Oyó ruido y se volvió a mirar. Eran Winifred y Fleur, de regreso.

—¿Ya estáis aquí…? —les dijo.

Fleur no contestó. Se quedó mirando un instante a sus padres, y se metió en su dormitorio. Annette se sirvió una taza de té.

—Me voy a ir a París con mi madre, Soames.

—¿Si? ¿Te vas con tu madre?

—Sí.

—¿Por mucho tiempo?

—No sé.

—¿Cuándo te vas?

—El lunes.

¿Se iría en realidad con su madre? ¡Qué raro!… No le producía la menor impresión. Y ella se daba cuenta de que no le importaba. Y de repente, entre Annette y él, vio un rostro de mujer: el de Irene.

—¿Qué dinero quieres?

—Pues no me hace falta; tengo bastante.

—Muy bien. No dejes de avisarnos cuando vayas a volver.

Annette dejó en el plato un bizcocho que tenía en la mano, y, mirando a Soames a través de sus pestañas ennegrecidas, le dijo:

—¿Quieres que le diga algo a maman?

—Muchos recuerdos.

Annette se estiró en su asiento, poniéndose las manos en la cintura. Dijo en francés:

—¡Qué suerte que nunca me hayas querido, Soames! —y levantándose, salió de la habitación.

Soames se alegró de que hubiera dicho aquello en francés. Así no tenía que darse por aludido. Y volvió a ver la otra cara, pálida, de ojos negros, hermosa todavía, como la había visto en el cricket. ¡Y estar Fleur enamorada de su hijo!… ¡Qué casualidad tan extraña! Pero ¿existía la casualidad en la vida? Un hombre iba por la calle, y un ladrillo le caía en la cabeza. Sí; la casualidad existía. Pero en el caso de Fleur… «Herencia», había dicho ella. Y tampoco se desanimaba.